Empieza la primavera y comienza la época de festivales. Todos a preparar riñoneras, a ensayar cómo poner la mano en forma de muñeco de Playmobil para que conforme sale una cerveza entra otra, a dormir (a veces) en tiendas de campaña y a escuchar en seis sitios diferentes los mismos grupos. Menos en el FIB, que este año ha hecho una apuesta por contribuir a mejorar la hucha de las pensiones trayendo como cabezas de cartel a Chemical Brothers y Liam Gallagher.
Pero hay que ir a los festivales. Si podéis, no vayáis a festivales. Si podéis tener otra opción quiero decir. Principalmente porque lo que vais a escuchar suele ser un muestrario de música creada desde una clase creativa para una clase no creativa (luego me explico). Esto lo que trae es ritmos repetitivos que lo mismo da que estés delante de Iván Ferreiro que de Love of Lesbian, que de cualquier “alternativo” tipo La Raíz. Todos suenan igual, objetivamente, en acordes, técnica, etc. Sin embargo, Lori Meyers, Miss Caffeine o Varry Brava tienen que existir para que emerjan otros como ellos emergieron porque escucharon a otros que existieron porque fueron a verlos a sitios de los cuales salieron para los festivales. Así que, si podéis, id a locales, pequeñas salas, a esos sitios donde podéis casi siempre escucharlos gratis antes de que se parezcan entre sí.
Pongamos ejemplos. En Austin, en EEUU, la escena musical fue siempre reducida. Durante más de una década el country y el rock, junto con su público, era algo que vivía por separado. Eso fue a peor cuando los melenudos británicos y el folk urbano de Dylan irrumpieron en el panorama. Cuando los Byrds intentaron crean un puente para cruzar esa línea con ‘Sweetheart of the Rodeo’ en 1968, su espectáculo en el Ryman Auditorium de Nashville fueron sonoramente abucheados. Mientras tanto, el álbum de Dylan ‘John Wesley Harding’ provocaba un enorme desconcierto en el mundo del rock por la mezcla de unos sonidos de guitarra muy duros para un tipo de música tan frecuentemente amable. Este maridaje, en una nación culturalmente polarizada con altercados, asesinatos incluso de presidentes y uno nuevo que se alzaba contra la juventud a la que tachaba de sediciosa, no era fácil.
Unos años después, una ciudad creada por pioneros americanos y cazadores de búfalos empezó a atraer sin embargo a multitud de músicos esperando forjar un estilo más propio que el que se producía en las factorías musicales de Nashville. Los artistas que llegaron a Austin en los 70 empezaron a unir country, folk, blues, góspel haciendo de la ciudad un lugar legendario para la música en vivo y un auténtico sentido de “fuera de la ley” para los estilos en lo que se ha venido en llamar The Alt-Country Movement. Algunos de ellos, como Willie Nelson, empezaron a ser auténticas estrellas internacionales.
Texas, con su mezcla de razas y grupos étnicos, desde alemanes a acordeonistas mexicanos, siempre había tenido música y música de carácter muy híbrido. Austin, su capital, era la ciudad más bohemia en el estado más conservador, como dijo Jan Reid. Los artistas de todos los palos creyeron que allí iban a encontrar un clima amigable para sus experimentaciones porque nadie les exigía ver su pedigrí ni tampoco había un rigorismo en la aplicación de lo que “se suponía que debía ser tal cosa”. En gran parte, también era debido a que los habitantes de Austin se conformaban con lo que había, a sabiendas que era difícil recurrir a los grandes nombres artísticos de otras ciudades.
En los 70 era fácil encontrar cantantes folk con sus guitarras y armónicas por las zonas universitarias, a bandas de rock imitando a sus ídolos en conciertos gratuitos en los parques, los mismos folk y rock con su mismo público que luego pagaban por bailar música melódica en las fraternidades y sororidades. Fue, como en muchas otras ciudades de tamaño medio del país, una salida provocada por la circunstancia, salvo que en Austin hacía más calor, la segregación racial era más fuerte y la comida mexicana mejor.
La transformación de Austin, su salto a un nuevo nivel, llegó gracias a grandes personalidades que vieron en este ambiente una oportunidad. Willie Nelson había tenido un cierto beneficio como compositor en Nashville pero se sentía frustrado por los límites impuestos. Cuando se trasladó a Austin en el 72 no sólo atrajo a otros músicos, sino que con ello estaba creando un camino para romper entre los conservadores fans del country y los devotos de los nuevos sonidos del rock.
Nelson también dio en el clavo de algo que suele ocurrir en todas partes: la envidia cultural. Nashville era la gran agraciada por las artes, la ciudad del “Countrypolitan” donde la escena musical era reconocida como potente. Sucede, con frecuencia, que ciudades que tienen unas características determinadas, por tradición, ambiente universitario, comunidades étnicamente marcadas por la música, se convierten en referencia pero también en límite. Quienes quieren emerger allí, triunfar, proyectarse, se encuentran con la necesidad de “ser como”. Chet Atkins, guitarrista y productor ejecutivo de Nashville dijo sobre este tipo de situaciones “es el sonido del dinero, a eso suena este tipo de escena musical”.
La geografía fue crucial para que Austin se transformara. No era lo suficientemente grande para atraer grandes bandas británicas, o de Nueva York o California. Pero tenía algo mejor, además de miles de estudiantes de instituto y universidad, era y sigue siendo el centro prácticamente geográfico de un estado con un buen número de ciudades de características similares: Houston, San Antonio, Dallas, Arlington, Laredo, Denton e incluso no muy lejos de Lubbock, hogar de Buddy Holly y los Flatlanders. Todas eran ciudades universitarias, con bastante población (alrededor de 250 mil en aquellos años) y cierto número de clubes y salas. De esta forma, aprovechando el tirón de algunos artistas, se les podía proyectar recorridos por conciertos en varias ciudades, o bien dar uno solo que atrajese a bastante gente.
Había también una presión que procedía de la vieja cultura texana. La gente joven y urbanita se había ido liberando de ciertos prejuicios durante los 60 y los primeros 70, pero la mayoría del estado, rural en general, estaba cambiando muy lentamente. Austin se convirtió en un imán para multitud de grupos de jóvenes que veían en la ciudad un oasis para el entorno inmediato. No era el estado más “redneck” (cateto) de todos, pero el más agresivo en sus valores tradicionales. Tanto es así que Austin era un oasis también por su menor presencia policial y por ofrecer un coste de vida más bajo que las ciudades de alrededor.
No se puede olvidar que la administración y la iniciativa privada vinculada a la rentabilidad pero también al fomento de la música también jugaron un papel fundamental en aquellos años. El club Armadillo World Headquarters y el Threadgill’s se convirtieron en los líderes del movimiento. El Armadillo se ubicaba en un antiguo polvorín en una esquina del sur de la ciudad. Cuando abrió, en plena ola de calor de un verano terrible, nadie esperaba que durara mucho. El propietario, Eddie Wilson, había estudiado filosofía y la suya estuvo clara: vender mucha cerveza durante el concierto inaugural a cargo de Willie Nelson. Vaya si lo hizo, y además llegando a un acuerdo con la marca Lone Star que promocionó el local en una estrategia que ahora nos parece normal pero que en los 70 era toda una novedad: asociar la marca y la bebida que se iba a consumir al éxito del evento.
Una vez que la escena musical de Austin comenzó a desarrollarse, la rivalidad con Nashville se puso en el centro del tablero. Como Nelson estaba en Austin, muchos pensaron que podían ir también allí a probar suerte y liberarse de los estrictos gustos del público de Nashville. En poco tiempo, todos estaban llamando a las puertas del Armadillo para mostrar sus composiciones, desde cantantes solitarios con su guitarra acústica hasta bandas de swing del Medio Oeste.
Por su parte, el Threadgill’s tenía su espacio más reducido dedicado al folk y al blues. A su público no le importaba quién tocara cada noche, simplemente iban a escuchar y disfrutar. A veces incluso se dejaba el micro abierto para los espontáneos que quisieran cantar. Un día una joven se decidió a dar el paso y entonó sus primeras notas. Se llamaba Janis Joplin.
Siguiendo el ejemplo de estos dos clubes abrieron muchos otros de menor entidad y de expectativas más modestas. Alrededor de todos ellos emergió una cultura que empezó a acostumbrar a la gente a salir y escuchar música en directo. En 1974 la televisión local de Austin emitía un programa retransmitiendo estos espectáculos y poco más de una década después surgía el primer festival de la zona: el South by Southwest.
Volvamos otra vez a los orígenes. Se estaba gestando una cultura musical en un lugar sin una estructura de industria musical. Es decir, se estaba demostrando que para tener una economía cultural sostenible no era necesario que existieran estudios de grabación, radios dedicadas, sellos discográficos, sino gente que quisiera escuchar música. Gracias a los clubes de mayor o menor tamaño se estaba además creando una masa crítica que surgía por la comparación entre todos los que allí iban a experimentar y a tocar. Guy Clark, Kris Kristofferson, Freddie King, Doug Sham, todos ellos acudieron y algunos hasta se asentaron durante algún tiempo.
No había industria musical previa pero sí había una clase social no creativa que fue crucial, especialmente como hemos visto los dueños de los clubes y políticos locales que empatizaban con este movimiento. La radio estuvo lenta al respecto hasta que KOKE empezó a emitir con country progresivo, y algo más los fines de semana. Sin embargo, algo fallaba. Lo que se hacía en Austin se quedaba en Austin, con la excepción de Willie Nelson. No acababa de arrancar un verdadero movimiento que se proyectara al exterior. Hasta que se asentó entre el público una costumbre: salir y gastar tiempo y dinero en la música. De esta forma comenzaron a emerger The Fabulous Thunderbirds, Stevie Ray Vaughan e incluso se empezaban a escuchar grupos punk. Con el tiempo, Lucinda Williams, Lyle Lovett, Jimmie Dale Gilmore, Patty Griffin, comenzaron a proyectarse fuera de Austin gracias no solamente a la oportunidad, sino a la existencia de una masa crítica que seleccionaba con su afluencia a uno u otro concierto a los mediocres de los buenos, y a estos de los genios.
Marina Ortega
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