Imaginemos por un momento la siguiente escena. Es la Conferencia de Berlín y es el año 1890. Las grandes potencias europeas se reparten África. Alguien ríe y tras cerrar el acuerdo pronuncia un brindis. “¡Por el Cubismo!”, y todos repiten “¡por el Cubismo!”. La escena no tuvo lugar, pero si tuviéramos una visión del tiempo holística, bien podría haber sucedido así.
Quince años después Picasso fue a Gósol en España y Matisse regresó de Colliure, Francia. La frontera española separaba el pueblo de montaña del pequeño puerto pesquero. En las alturas, Picasso descubrió una nueva sencillez mientras abajo Matisse exploró universos cercanos y conocidos que la pintura del Mi-di francés había proporcionado ya antes a los impresionistas.
Un día Matisse, camino de la casa de Gertrude Stein, la americana que tanto hizo por las vanguardias, se detuvo frente a la ventana de Heymann (apodado el «Padre Salvaje»), un comerciante de curiosidades exóticas donde estaba expuesta una estatuilla africana de madera negra. Entró y la compró. Era una estatua Vili del Congo, representando a una persona sentada, con la cabeza erguida, los ojos huecos. A Matisse le resultó extraordinario que las formas y proporciones eran más imaginativas que las representaciones del arte europeo a las que estaba acostumbrado, el tejido muscular no contaba. El pintor lleva la estatua a la Rue Fleurus, donde Picasso está sentado junto a Stein. El malagueño ve el objeto, acaba de llegar de Gósol. Lo observa detenidamente y vuelve a su casa en Montmartre. Es un shock.
Al día siguiente, Max Jacob lo descubre en su estudio, dibujando cabezas extrañas, donde los ojos y la boca parecen conectados por un solo golpe. Max contradice a Stein: la estatua Vili fue presentada por Picasso a Matisse, en su casa, durante una cena en la que también se reunieron Apollinaire y Salmon. Sin embargo, Apollinaire no ha habla de ello, y Salmon lo ha olvidado.
Para Matisse empieza una aventura que le lleva a recorrer varias veces el Museo Etnográfico de Trocadero que contaba con objetos de Oceanía, África y América enviados desde las colonias. Estos objetos estaban apilados en armarios polvorientos y a veces incluso en las propias cajas que se usaban para transportarlos. Apollinaire llegó a protestar por esta forma de exhibirlas, proponiendo que fueran expuestas en el Louvre (como ahora sucede) donde Picasso iba con frecuencia a admirar las estatuillas ibéricas que allí se encontraban. En aquella época Picasso no conocía las colecciones de Trocadero. En este juego de dos hay un tercer personaje cuyo papel fue decisivo: André Derain.
Él conoce Trocadero. Y también el Museo Británico, donde, en 1906, descubrió los diseños primitivos de Nueva Zelanda. Es Derain quien empujará a Picasso al Museo de Etnografía donde queda sorprendido por una máscara Fang. Ésta causó al pintor español un shock comparable al que recibió al ver la estatua Vili de Matisse. El hecho de si primero fue Picasso o lo fue Matisse no importa mucho en realidad. Hubo Gósol para uno, para el otro Colliure, y Derain y Gauguin para todos.
Y es que Gauguin también estaba fascinado por las piezas africanas y oceánicas que encontró en su momento en la Exposición Universal, cuya retrospectiva organizada sobre las Tahitiennes en el Salón de Otoño de 1906 inquietó a la vez a Matisse, Picasso y Derain. A partir de ese momento comenzaron a recoger estas piezas de otro tiempo, de otra cultura, que desafiaban al arte tradicional y elevaba la subjetividad del creador a un punto nunca antes alcanzado. Los primitivos, reconocidos como “artistas puros” por Kandinsky se unían “en sus obras sólo a la esencia interna, siendo así eliminada toda contingencia”.
Matisse y Picasso integraron gradualmente el arte negro en sus creaciones. El primero añadiéndola a sus cuadros, el segundo haciendo de la estatuaria negra el centro de sus composiciones. El duelo Matisse-Picasso iba a llevarse a cabo sobre lienzos generando inmensas obras maestras.
Matisse golpeó primero. En el Salón de 1906 exhibió un único lienzo. Se convertirá en el legendario Le Bonheur de vivre. Es enorme, tanto por su tamaño (175 cm x 241 cm) como por su novedad. Es una mezcla del primitivismo que el artista había descubierto en Collioure, una suerte de civilizado Fauvismo, una poesía onírica que recuerda a la siesta del fauno de Mallarmé y a la deformación del cuerpo de Gauguin. Es una ruptura con el neoimpresionismo.
Para la crítica aquello era poco más que la representación de un día de campo. Frente a las burlas, de las que Matisse tomó distancia, el cuadro habla de divagaciones trascendentales. Se critica la yuxtaposición de colores, los contornos a veces delgados, a veces demasiado pesados, las deformaciones anatómicas, el abandono del puntillismo de colores planos. Incluso Signac, quien compró otro cuadro de escándalo, Lujo, calma y voluptuosidad, creía que Matisse se había equivocado. A pesar de que Signac y Seurat habían sufrido el ostracismo impresionista.
Matisse a su vez, aunque se demostrará terriblemente conservador, defenderá al Cubismo ya que él, en 1906, se situó a la vanguardia de la vanguardia. Incluso sus seguidores vacilan. Léo Stein, hermano de Gertrude, también se mostró angustiado ante Le Bonheur de vivre. Pero entiende una cosa: el arte del siglo XX es un arte hecho para el espectáculo, y la puesta en escena de Matisse y su propuesta le convencen para comprar el cuadro.
Al año siguiente el pintor regresó. Presenta Desnudo azul: Recuerdo de Biskra (1907), inspirado en un viaje que hizo a Argelia en la primavera de 1906. La crítica, de nuevo, seguía siendo impermeable a estos contornos extraños, siempre distorsionados a la manera de Gauguin. A esa cara como una máscara, a esa piel de tonos azules. Louis Vauxcelles reconoció que no entendía lo que él definió como un “bamboleo esquemático” del que Matisse y Derain (que expone Los bañistas) fueron los primeros arquitectos. Otros describieron al artista como un pícaro, su pintura como un universo de fealdad.
Una vez más, Léo Stein y su hermana compran la pintura.
Mientras tanto Picasso trabajaba en Bateau-Lavoir con su propia investigación sobre las formas más puras. Bajo la mirada atribulada de Max Jacob dibuja figuras que se asemejan a los grabados de las cuevas prehistóricas. Después del Retrato de Gertrude Stein, pintó Autorretrato (1906). Está preparando su respuesta a Matisse, agudizando sus armas. Conocía el trabajo de su rival por haberlo visto en casa de los Stein. Pensaba que los que afirmaban que la pintura de Matisse era revolucionaria estaban equivocados. Es una cumbre del arte, pero del arte clásico. Una lengua más moderna, sí, pero para expresar la tradición. Fueron también afirmaciones de Kandinsky: él no ve en Matisse uno de los grandes maestros de la pintura contemporánea, un genio del color, sino un impresionista visceral que, como Debussy, no ha roto con la belleza convencional. Picasso piensa que Matisse se detuvo demasiado pronto. La ruptura, la ruptura real, debía pasar por él.
Después de meses de investigación y bocetos preparatorios, en el invierno de 1906, Picasso comienza Les Demoiselles d’Avignon. En su mente, este trabajo es su respuesta a la felicidad de la vida que Matisse planteó en Le Bonheur de vivre. Los bocetos muestran que inicialmente representaba a un marinero en un burdel, junto a un estudiante de medicina en la misma habitación donde estaban un joven Mallarmé y cinco mujeres. ¿Por qué Aviñón? Porque en la realización de su trabajo Picasso pensó en la calle Avignon, en Barcelona, donde compraba papel y pinturas. En cuanto a la mar, se inspiró en Max Jacob, que había asegurado a Picasso que era originario de Aviñón (en realidad era de la Bretaña), ciudad que también tenía entonces muchos burdeles. Durante sus estudios preparatorios, Picasso lo pintó vestido con la camiseta de un marinero. Inicialmente, una de las mujeres tenía que ser su pareja, Fernande Olivier, la otra Marie Laurencin, y la tercera la abuela de Max. Picasso confirmó este hecho a Kahnweiler en 1933.
A medida que el trabajo progresaba el marinero desapareció y el estudiante se convirtió en una mujer. Cuando la pintura estuvo terminada, representaba a cinco mujeres, cuatro de ellas de pie, desnudas. Sus caras llevan la huella de las estatuillas y máscaras ibéricas. Contrariamente a la obra de Matisse, todas las curvas, el color, que aparecían extraordinariamente armoniosas en el francés, son oscuras en Picasso, con una violencia sin precedentes. Los cuerpos de las mujeres están desmembrados, cortados en ángulos agudos, pies y manos grandes, pechos afilados o inexistentes, la nariz aplastada, torcida, una pierna azul, movimientos bruscos, máscaras, un ojo enorme que parece fijarse en el espectador, una órbita hueca y negra, la asimetría del lado derecho más ibérico, las estatuas negras del lado izquierdo, geometrías netas que anuncian el Cubismo. Pierre Daix con razón señala que la violencia de estos demonios recuerda la pasión de Une saison en enfer y Picasso, en el momento de la composición de la tela, leía asiduamente a Rimbaud.
Ya no se trata de la poesía, de la indolencia, de los ensueños a los que llevaba la obra de Matisse. Estamos en un burdel, en las realidades más crudas. Frente a Matisse, Picasso opone esta obra incluso mayor que Le Bonheur de Vivre. No era el fin del universo anterior, sino el comienzo de un mundo nuevo. El burdel de Picasso es a Bonheur lo que el Sacre du printemps de Stravinsky a los últimos cuartetos de Beethoven.
Nadie entendió, sin embargo, la obra. Cuando Picasso mostró el trabajo a unos pocos amigos cercanos en el Bateau-Lavoir la vergüenza se ve en sus rostros. Braque se escabulló con una pirueta: “¡Es como si quisieras que comieras y bebiéramos aceite!”. Léo Stein estaba horrorizado. Otros afirmaron que el trabajo estaba incompleto. Derain temía que Picasso se colgara del cuadro. Pero e peor es Apollinaire. Por lo general, estaba dispuesto a defender la audacia del arte moderno, especialmente cuando Picasso estaba al frente. No dedicó una sola palabra al cuadro y ni siquiera mencionó su existencia en sus artículos. Sólo Gertrude defendió al artista. Sin comprar el lienzo eso sí.
El cuadro permaneció guardado durante mucho tiempo en los sucesivos talleres del pintor. Fue exhibido por primera vez en 1916, durante el Salon d’Antin organizado por André Salmon. Suya fue la idea, por razones de conveniencia y censura, que El burdel de Aviñón (titulado así por Picasso) o El burdel filosófico (llamado así por Apollinaire y Salmon) se convirtiera en Las señoritas de Aviñón. Picasso aceptó a regañadientes: nunca le había gustado ese nombre. Después de la exposición del Salón d’Antin la obra fue guardada y poco mostrada. En 1923, André Breton convence a Jacques Doucet, modista y mecenas, para adquirirlo. En 1937, una galería de Nueva York lo compró y luego lo vendió al Museo de Arte Moderno de Nueva York.
Incluso hoy, Les Demoiselles provoca comentarios. Los historiadores del arte discuten con el fin de dar una respuesta a dos preguntas: ¿qué proporción de arte negro hay en su composición? Y ¿podemos considerar el trabajo como el punto de partida del Cubismo?
A la primera pregunta, se dijo al principio que el arte ibérico ocupa la parte derecha del lienzo, los más “revolucionario”. Los préstamos son reconocibles en la eclosión, la forma de las orejas y los ojos de dos jóvenes, uno de pie, el otro agazapado. En cambio, el ojo hueco de la mujer de la izquierda atestigua la influencia del arte negro. En apoyo de esta tesis, los historiadores han sugerido algunas fechas que tienden a demostrar que cuando comenzó el cuadro Picasso conocía la estatua Vili de Matisse y la máscara Fang de Derain pero no, o casi nada, el Museo de Etnografía de Trocadero, de modo que no había fuentes de inspiración.
Es cierto que Picasso comenzó a adquirir posteriormente objetos de arte negro que luego fueron acumulándose en el estudio del Bateau-Lavoir. También es cierto que él tenía menos objetos de este tipo que Matisse. Por último, a partir de los años 1938-1939 Picasso mismo dijo que si en el momento de enseñar la obra en el estudio de Bateau-Lavoir todos habían visto la influencia del arte negro fue porque cada uno descubrió entonces este nuevo hito cultural pero que en verdad era necesario ver en el cuadro una influencia casi exclusivamente ibérica.
John Richardson ha intentado introducir un nuevo matiz en este debate. En línea con un buen número de antropólogos e historiadores del arte, afirma que las caras de las mujeres son réplicas indiscutibles de máscaras africanas y que Picasso rehízo estas caras después de visitar el museo de Trocadero. Richardson también recuerda que cuando Picasso negó públicamente la contribución del arte negro en su obra, la Guerra Civil española había terminado: reclamar las influencias ibéricas en Les demosielles d’Avignon también reclamar sus raíces españolas.
La segunda pregunta, la del Cubismo, sigue sin resolverse. Salmón Jacob siempre ha considerado que Las señoritas de Aviñón fueron el punto de partida del Cubismo. Kahnweiler, que pronto se convertirá en el marchante de Picasso, también. Y cuando uno observa la parte derecha del cuadro, se reconocen claramente las nuevas formas que serían el modo de expresión de esta escuela.
Pero, entretanto, ¿qué piensa Matisse? Vio el cuadro en el taller del Bateau-Lavoir y entendió muy bien contra qué y qué tipo de violencia expresaba la obra de Picasso: contra el arte moderno en sí, contra sí mismo. La rivalidad entre los dos se acrecentó. En 1908, las relaciones entre los dos pintores se enfriaron porque Braque fue rechazado por el comité que decidió las obras que se iban a exponer en el Salon d’Automne. Matisse, que tres años antes había escandalizado en ese mismo Salón, era miembro del comité. También se alegó que había criticado el Cubismo naciente.
La disputa no duró. En los albores de la Primera Guerra Mundial, Matisse y Picasso fueron juntos al Bois de Boulogne. Se vieron en sus respectivos talleres e intercambiaron obras. En 1914 ambos escaparon de la movilización. En 1937, junto con otros artistas, fueron condenados por los nazis como representantes del “arte degenerado”. Cuando los alemanes entraron en París, Matisse ya había huído. Picasso protegió su trabajo en un sótano. Para Matisse, en palabras de Brassai, Picasso era su compañero y rival, su bestia negra y su compañero de armas.
Después de la guerra, visitó a Matisse (se había refugiado en Niza). Toda rivalidad había desaparecido entre los dos artistas. Hablaban de sus propias pinturas y de las de otros. Matisse era casi paternal con él. La calle de Fleurus estaba lejos, y las máscaras Fang, las estatuas Vili. Ninguno de los dos necesitaba a Gertrude Stein para hablar y aprender el uno del otro. Sabían que ambos eran grandes maestros del arte moderno, y que otros, al igual que ellos habían hecho tiempo atrás, estaban a punto de romper de nuevo la realidad.
Aarón Reyes (@tyndaro)
El verdadero Aarón, el que siempre fue, se revela en un artículo como éste- Gracias