Debido a la proximidad de las fechas, a veces resulta muy complejo analizar la importancia (o no) de ciertas obras y autores de estas fechas, y aún así, en opinión de Kevin Power «es improbable que el tiempo nos proporcione una panorámica más privilegiada desde la que poder ver las cosas con mayor claridad». De hecho, hay que tener en cuenta que, frente a las décadas anteriores en las cuales hay históricamente cierta homogeneidad general, los 80 presentan una serie de características ante las cuales, el sentimiento de cambio, de una nueva inercia, de una serie de emergencias y urgencias rápidas y cambiantes, los artistas no pueden permanecer ajenos y se observa una clara tendencia a recuperar el mensaje en la creación artística.
Las dos últimas décadas pasadas nos mostraron que, en el fondo, todo se articula en base a códigos, en un sistema que cada emisor puede interpretar de diferente modo con arreglo a sus propias coordenadas, por tanto, no hay nada absoluto. Pero esta relatividad no implica que el mensaje sea uno, solo es relativa la interpretación, por tanto, la subjetivización de ese mensaje. El arte, precisamente, se convierte así en uno de esos sistema polinterpretativos que haya sus razones en una mayor naturalización de sí mismo acercándose al modo múltiple de interpretación humana.
El arte pop pretendía una inclusión de la low culture en la high culture y, en cierto modo, también a la inversa, pero ese tipo de raseros resultan insuficientes y por supuesto poco satisfactorios a la luz de las sociedades occidentales del fin del siglo XX. Este arte se nos muestra no de ruptura con lo anterior sino que en muchos casos es sumatorio del pop sesentero, el formalismo versus informalismo de los setenta, el minimal, lo conceptual, etc. Más aún, la decadencia del minimalismo viene a declamar que el impulso progresivo de la vanguardia acaba siendo engullido por la entropía inherente de sus propios principios, al tiempo que la fuerza de influencia de la cultura americana sobre el arte contemporáneo estaba perdiendo su inercia.
Es un mundo que navega guiado por la imagen, y como tal constituye a fines del siglo XX una propuesta de una novedad extrema frente a todo lo conocido anteriormente. En este contexto la cultura de lo efímero gana adeptos, por lo que el arte debe reflejar, y así lo hace desde los ochenta, el uso y empleo de lo efímero, pero aún más, atender a las pregunta del dónde está y qué es la realidad ya que la realidad misma se ha convertido en una ficción. La cuestión planteada por Nietzsche de que Dios ha muerto se ha manifestado más fuerte que nunca, ya no existe ninguna gran idea, toda ideología surge de lo que Vattimo llama el pensamiento débil, o lo que es lo mismo una sensibilidad acomodada, «capaz de funcionar en el mundo cotidiano aunque la asalten la parálisis y la duda» (Sloterdijk).
Con demasiada frecuencia hemos visto que el pasado posmodernismo caía en el cinismo como método de anestesiar la dolorosa realidad. Proponía el cinismo de la risotada fácil con tono satírico cercano a lo que en la antigüedad quería Diógenes que viéramos. Sin embargo, en sus mejores momentos el movimiento posmoderno fue capaz de ser tremendamente crítico con el sistema siendo al tiempo cómplice del mismo. Se tiende a la destrucción de dogmas culturales, una posición de teoría que pretende que el conocimiento de nuestro mundo sólo puede deberse a una serie de conceptos establecidos socialmente que, de este modo, articularán el discurso de nuestra cultura.
Las diversas facetas artísticas, las tradicionales y las nuevas propuestas, han manifestado una gran autorreflexión formativa y a la parodia de sí mismo. Muchos artistas tendieron en esta época a la reconstrucción de tendencia metalingüística de manera que aprendemos así a comprender mediante fragmentos, pedazos de la realidad que son deglutidos antes de ser comidos. Los collages, ensamblajes y montajes explican por sí solos esta tendencia a re-crear tras destruir. Nuestro mundo actual es, de hecho, una experiencia fragmentada en tanto que toda la comunicación la realizamos a partir de elementos consistentes no en ciclos completos sino en partes a veces sin principio ni fin.
Por ello, las distinciones entre tal o cual artista, igual que entre tal o cual género, cuando es posible, redunda solamente en el absurdo ya que en muchos casos resulta difícil establecer una epistemología individual para cada uno ya que se adhieren no a un concepto estilístico común del cual añaden matices, como sucedía en el pasado, sino que son partes fragmentadas individuales pero participativas sin fricción. El artista llega a la creación por las mismas vías construyendo o reconstruyendo, imitando o imaginando.
Los ochenta suponen para los artistas que como Pedro Mora se encuentran en la madurez formativa de su obra una mirada retrospectiva a la historia social, política y artística, un nuevo papel de la inquietud por el arte en tanto que filón social al tiempo que se recupera una nueva visión de la escultura pública, una tendencia a crear para un lugar determinado explorando nuevas relaciones entre espectador y objeto, y en general multitud de nuevas propuestas que normalmente no son novedades en sí mismas pero retoman un discurso anterior para abrir nuevos caminos. Y todo ello postulado o asentado en sus bases por los teóricos de la nueva intelectualidad, Baudrillard, Lacan, Kristeva, Deleuze, Crimp, Owens, el citado Vattimo, etc.
Los exploradores del concepto, en cuanto a la escultura, hundirán sus raíces sobre todo en la Transvanguardia italiana y en la nueva escultura británica. Hay toda una serie de artistas, Horn, Mucha, Coleman o Sherman que adquieren toda una nueva visión desde la poética personal a la investigación de proyectos específicos. Por supuesto en el ámbito europeo y de las galerías, los coleccionistas privados y las salas de subasta que en estas fechas asumen el enorme hueco que las instituciones públicas no cubren. Más aún, hay que tener en cuenta que la nueva escultura surgida desde entonces debe competir en el mercado, y el arte actual es sobre todo y ante todo mercado, con el resurgir del gusto por la pintura, de manera que con frecuencia optará por presentar elementos que ésta no puede por definición ofrecer.
La nueva escultura británica de Deacon, Cragg o Kapoor fue pronto bien asumida aunque entre sus productores guardaran apenas pocas cosas en común. Formaban parte de un ambiente en el que destacaba lo referencial frente a lo formalista, teniendo una clara inclinación por la metáfora, según podíamos observar en las grandes formas de colores de Kapoor o en la manipulación de Woodrow de lo que encontraba en la calle relacionado con el gusto de Cragg por recoger los desechos de su entorno. En este tipo de búsquedas debemos entender que tanto el Minimal como el arte Conceptual habían generado muchas preguntas sin respuesta que ahora se empiezan a rastrear.
Kroker y Cook opinan que la cultura posmoderna se compone de una «diversión como ideología, el espectáculo como signo emblemático de la forma-mercancía, la publicidad de un estilo de vida como psicología popular, el serialismo puro y vacío como vínculo que desata el simulacro del público», viendo la cultura como si se hubiera llegado al máximo punto de expansión hasta casi reventar. Las obras posmodernas son con frecuencia consideradas como ininteligibles pero esta reacción corrobora que el tecnicismo del objeto invadiendo al sujeto, la complejidad de nuestra propia cultura material según Kroker y Cook, evidencian la falta de consenso para edificar los castillos de la definición en los cuales se han venido escudando con comodidad los críticos y los historiadores del arte al aplicar conceptos tradicionales a estas nuevas tendencias.
Las obras posmodernas carecen del significado distante del signo que nos permitía mediante la emoción hallarles una metafísica aplicada. Por ello, se ha vuelto ajena y fría como el monolito de Kubrick en 2001. Como él, la realidad de la obra de arte es simulacro del simulacro, y de este modo muchos artistas huyeron de la intensidad buscando la naturaleza de otros aspectos como el funcionamiento de los sistemas y los códigos en nuestra sociedad. Muchos artistas asumieron el nuevo juego de la imagen multiplicada y fragmentada a través de una pantalla lisa que atrae sobremanera al espectador. Se han preocupado por el problema de la memoria histórica, preguntándonos si no estaremos viviendo un eterno presente casi esquizofrénico. La década de los 80 se replanteó la saturación de imágenes desde dos posturas.
En primer lugar, hubo un enfoque de deconstrucción mediante apropiación y la re-fotografía. En este último caso se busca recontextualizar la obra ya hecha de otro artista de cualquier momento, es decir, la presentación de ideales que se imbriquen con el deseo contemporáneo de no tener ideales ni trabas. En cuanto a los apropiacionistas, emplearon aquello que veían en las tiendas pero dándoles un nuevo significado, a lo Duchamp si se quiere, cargándoles de esencia metafórica.
La segunda postura se puede considerar una respuesta a la sequedad y el didactismo del deconstructivismo. La obra de arte entra en lo espectacular al hacerse más desmesurada, más brillante y atractiva gráficamente. Los artistas jóvenes van a sumirse, el algunos casos demasiado, en el impacto visual, no carente de humor y con una agradable suntuosidad de la producción. Es lo que hace Prince con sus chistes o Kelley socavando principios sagrados en algunas culturas elevadas como la filosofía o la religión. También es la exploración de Charleswoth de cómo se desenvuelve el deseo en la esfera de lo público o incluso la proyección que Koons hace de sí mismo como una hiperrealización de las contradicciones de nuestra era.
Los ochenta han sido una época en la cual se ha vuelto a poéticas muy personales, como queda claro en la obra de los artistas europeos tales como Gerhardt Richter en la pintura, así como Tröckel, Boltanski, Turrel o Coleman, cuyas ideas acerca de un arte visual le llevan a la experimentación con proyecciones de videos basados en la búsqueda de la experiencia del espectador. Este tipo de conceptos es el que subyace en Living and Presumed Dead (1983-1985) o en Charon (1989). En la línea de lo que bosqueja Juan Muñoz, FRISCO examina la función del espacio público y los problemas de asimilación y acentuación del objeto artístico dentro del mismo. Consigue la desespecialización de la obra de arte logrando que lleguemos a sentir un nuevo tipo de sorpresa mucho más elaborada que el cinismo satírico y fácil de otras propuestas menos acertadas.
Por ello podemos ir definiendo los ochenta como una época donde Narciso, en palabras de Remo Bodei, ha adoptado un punto de vista dionisíaco, cómplice con el sistema pero al mismo tiempo contrario a las ideologías impuestas. Resultan así extremadamente hostiles para los críticos que argumentan el ir más allá del posmodernismo estético. Decía Peter Burger en The Theory of the Avant Garde que el arte como institución mantiene una profunda complicidad ideológica con la lógica de la sociedad burguesa, «el arte está institucionalizado como teoría en la sociedad burguesa». No obstante, en el panorama español hay algunas de estas opiniones que son difíciles de aplicar o requieren de notables matizaciones.
El entorno político en el cual vivía España, marcado por una dictadura y su transición democrática, provocó la inoperancia de una extendida burguesía formada en los círculos más avanzados de Europa, y su modelo esta especialmente cargado de devocionismo estatal y populachero. Pero al mismo tiempo ha experimentado nuestro país más cambios que cualquier otro de Europa en ese período generando una promoción de artistas con posturas muy dispares respecto a la realidad producto de circunstancias políticas y culturales muy diferentes con necesidades emocionales radicalmente distintas.
Al analizar los ochenta españolas tenemos que considerar que maduraron en medio de una transición de una dictadura centralista y represora a una democracia policéntrica y plagada de crecientes nacionalismos localistas. Así, se generaron dos grupos, el de aquellos artistas cuya obra madura en los últimos años del franquismo y la de aquellos que eran apenas unos jóvenes adolescentes en estas fechas. En los primeros encontramos aún el rastro de la angustia vital de la náusea de Sastre, mientras que en los segundos vemos las ondas que llegan del mayo francés del 68 y las influencias de Marcase y Adorno junto a una preocupación constante por actualizar el lenguaje estético. Finalmente, podríamos incluir a Mora en un tercer grupo que es el de aquellos que ven madurar su obra entre el fin de los 80 y el comienzo de los 90 cuando se insuflan enormes cantidades de dinero a través de subvenciones estatales a los artistas esperando el Estado que estos se convirtieran en símbolo y propaganda de una reciente democracia. Por ello tal vez se muestran horriblemente desencantados con la ideología, contemplan cómo cualquier tendencia en política, religión, sociedad, carece de totalidad en cuanto a verdad ya que son alimentados por unos regímenes capitalistas de los que muchos repudian para no saber dónde acogerse ante los desastres demostrados del comunismo que cae en esas fechas.
La generación anterior creía en el mito de los lenguajes individuales como valor inefable para la autentificación personal respecto a la globalidad social. Frente a ellos, los nuevos tiempos impusieron la inutilidad del viejo sujeto burgués y de las experiencias de la naturaleza divididas en experiencias únicas de cada individuo puestas en común mediante la experiencia artística. Este tipo de diferencias pusieron en evidencia que ambas generaciones estaban muy distantes. El primer grupo se muestra arrostrado a la idea de una posición privilegiada externa desde la cual se pueden construir significados y ordenar la realidad. Por el contrario, los artistas jóvenes se mostraron más de acuerdo en que la realidad es en sí misma una ficción y que sólo pueden redundar en que es por ello, la realidad, una propuesta.
Los primeros escultores de los ochenta, madurados en la década anterior, rechazó el informalismo poético trazado por El Paso y apostando más por el Arte Conceptual y el Minimal e incluso el Land Art. Por ello, se trata de una generación que pone sus ojos en Europa y América más que en la escuela anterior de nuestro país, así destacaron las influencias del Support Surface de Pleynet en el grupo Trama de Barcelona o los postpictóricos Olitski, Noland y Morris en Sevilla. En este sentido, podemos destacar que el paso de una década a otra vino marcado por los poetas experimentales, la llegada de Schlosser y Lootz, la compenetración entre Criado y Corazón y el compromiso más sustancia con lo Conceptual.
La Nueva Figuración Madrileña que se gestó en la etapa de transición tuvo en la figura de Miquel Navarro un referente esencial. Sus Ciudades (1983) muestran inquietudes emocionales, intelectuales y políticas, reflexionando sobre dos premisas fundamentales, el orden y el desorden, la construcción formal y el juego anárquico, las metáforas sexuales y las arquitectónicas, un juego que implica sublimación pero también una profunda crítica.
Esta renovación de los procedimientos formales fue seguida por Susana Solano, Ángeles Marco o Fernando Sinaga. Marco partió de la base minimalista de Sergi Aguilar pero más motivada por metáforas personales y una gran capacidad analítica. Solano fue junto a Juan Muñoz la de mayor proyección en el panorama internacional, con una obra de fuerte impulso poético en los objetos cotidianos, impulso nostálgico en su origen, y al que después da una forma impactante, altamente sugestiva y táctil.
La generación de mediados de los ochenta aceptó con suma naturalidad la multiplicidad, la provisionalidad y la heterogeneidad como parte de la experiencia. Estos artistas buscaron, y aún siguen buscando en muchos casos, la respuesta a la problemática de la nueva representación de la imagen mediante la deconstrucción de la misma, la imagen en tanto que realidad re-presentada, explotando lo intertextual como es el caso de Pedro Romero, Federico Guzmán, Guillermo Paneque, Curro González, el malogrado Juan Muñoz cuyo ejemplo de ruptura con la sintaxis de la escultura española ha resultado un punto de inflexión fundamental, Perejaume, Pedro Mora y su afán de investigación de la multiplicidad imaginaria o en la poesía perversa pero reflexiva de Espaliú, por citar unos cuantos.
Todos ellos suponen en esta década una clara apuesta por una modernidad latente, que va ya más allá de la posmodernidad, y que en muchos casos no supone solamente un entronque con las corrientes que puedan encontrarse fuera de nuestro país, sino que poseen una identidad fuerte y manifiesta que les permite convertirse en referentes de la plástica, del arte, en general, sin atender a criterios absurdos ya en nuestros días, de escuela, fecha y prácticamente, autoría.
Los artistas, por tanto, que maduraron en estas fechas, se muestran, a modo de resumen de esta crisis, como antagonistas entre sí en cuanto sus propuestas, lo cual es reflejo de las múltiples búsquedas que se generaron a raíz de una situación de convergencia entre una generación artística partícipe de una resistencia a la situación anterior y una nueva en la cual el arte queda exonerado de los principios sociales que poseía el grupo anterior.
Esto provocó como vemos una levedad de la típica contraposición entre abstracción y figuración, en la medida en que la importancia del signo provoca que lo importante sea expresarlo y no el cómo se manifiesta. Las actitudes de los artistas se manifestaron como globalizantes, retomando ideas de todos los movimientos y generando una modernidad atemperada que buscaba una síntesis y un entrelazamiento con la herencia internacional en un momento en el cual no se valoraba tanto la renovación radical de las formas ni la experimentación, moviéndose así los artistas españoles con más fluidez.
A finales de los ochenta y principios de los noventa, hubo un cierto retroceso de la euforia que había caracterizado a la época anterior, buscando otros modos artístiscos en perspectivas más amplias, renovándose al tiempo los géneros y técnicas anteriores. En este cambio de rumbo Andalucía tiene, junto al País Vasco, mucho que ver, a través de los focos de Sevilla y Málaga, con artistas cuya importancia no se dará a conocer tanto en Madrid o Barcelona, no digamos ya en sus sitios de origen, sino en Ámsterdam y París. Es la generación de Cabrera, Curro González, Paneque, Pedro Mora, etc.
En la década que culmina el siglo XX, y en los comienzos del XXI, existe una tendencia a mirar al mundo externo y tomar como referentes el comic, la prensa, el vídeo, fragmentos digitales, situando la obra como objeto dentro de la nueva cotidianeidad en la cual la publicidad ha supuesto que el mecanismo de intrusión del sistema del objeto en el del sujeto sea algo absolutamente normal. La escultura así se nos presenta en la última década con una gran preocupación por su carácter manipulable generando así una interacción enorme entre artista-montador-espectador cumpliendo en fin lo que Duchamp aventuraba.
Por ello, en Vapor de amor de José Luis Vicario (Torrelavega, 1966) nos damos de frente con la obra capaz de ser manipulada en su propia materia en sí misma, presentando diferentes formas a cada espectador. De esta forma es el receptor, y no el emisor, el que crea realmente la obra al darle un sentido, sobre todo en los casos en los cuales la obra cuestiona la misma función del arte, deconstruyendo a veces como medo para olvidar los valores establecidos sobre la necesidad de determinar la funcionalidad. A veces, de hecho, la escultura buscará lo táctil, penetrar en la creación, y de esta participación reflexionar sobre los peligros que conlleva la globalización cultural que busca la representación de la figura mediante piezas fragmentadas.
Tal vez sea Virginia Domeño (Guerendain-Ulzama, Navarra, 1972) la que muestra en sus obras esta recreación a la que hacemos referencia. Así, al hablar de su obra La-la-la, la artista Navarra dice que
la naturaleza está hecha no sólo para verla, sino para que vivamos en ella. Hay tanta gente intelectual que en enseña, dirige y gobierna, que es de lo más sano y refrescante encontrarse a alguien que habla de sustos, de flores, de perfumes (…) Y se llega a esto también como consecuencia de la interminable sensación de insatisfacción ante todo lo que la sociedad de consumo y los medios de comunicación nos proponen incesantemente (…) La experiencia del arte en cuanto deriva, método crítico de las Condiciones preexistentes.
Decía María Teresa Corrales (Medellín, Colombia, 1969) sentirse «más cerca de lo diminuto que de lo enorme», ya que la manipulación desde que somos niños nos remite a lo abarcable, no obstante puesto en relación y relativización del objeto con el espectador como acontece en su Intermisión, en la cual lo importante es su ubicación en el espacio que requiere de una modificación a la cual el objeto contribuye.
El sujeto se encuentra ante la obra, se enfrenta a ella, se pregunta cuál es su papel en esta nueva situación. El Autorretrato sin título (1997) de Leire Mayendía (Bilbao, 1973) presta atención al modo en que las identidades se convierten en homogéneas en el contexto social en el cual una simple tarjeta se ha convertido en la llave de apertura al mundo. Tan identificativo como la ropa interior de Mónica de Miguel (Salamanca, 1970) en Ropa mix en la cual la transformación mediante yuxtaposición adquiere una nueva significación. Jugar, de este modo, con el implícito condicionamiento de la forma no dejando nunca que ésta se imponga sobre el contenido.
Aarón Reyes (@tyndaro)
Espléndido y generoso apunte. Un placer leerte.