El 31 de Octubre de 1918 Egon Schiele era enterrado cerca de su mujer, que había muerto tres días antes. El otoño nunca ha sido un lugar fácil para habitar. El de 1918, además, era el último otoño de la I Guerra Mundial y quedaba poco más de una semana para que en Alemania echaran al káiser Guillermo II. Schiele moría en Viena, capital de un imperio que dejaba de existir en aquel momento, como los viejos valores que habían cimentado la Europa de la Ilustración, de las Luces, del progreso. Aquellos viejos valores que se vieron deshilachados por la avaricia expansionista de la clase burguesa que transformó desde el mismo momento en el que alzó a las masas primero en 1789 y las tiranizó pocos años después un mundo basado en las raíces, en otro basado en el futuro.
En ese mundo henchido de orgullo de sí mismo había nacido Schiele en 1890. Un año antes Francia había demostrado al mundo con la Torre Eiffel que el futuro ya no eran los recios muros de piedra de los castillos sino los enjambres de hierro de la industria, de la velocidad, del más y más futuro. El pasado ya no valía nada a finales del siglo XIX.
Apenas hay algunas palabras que puedan definir determinados momentos como decadencia o fin de siècle. Palabras que no se ajustan a la realidad del transcurso histórico. Schiele nació en el cénit de la decadencia, que había de servir de antesala a la primera parte del mundo contemporáneo, la de su decadencia, antes de asistir a la etapa crepuscular posterior a las guerras mundiales.
Esos principios en disolución en los que Schiele construyó su personalidad motivaron quizá una vuelta frecuente sobre determinados motivos. Como Berger se preguntaba, en un momento en el que los artistas eran libres de pintar lo que quisieran, más que en ninguna época pasada, ¿por qué tantos se repetían sin césar en determinados aspectos? En Schiele el motivo principal de su obra es la identidad. Es el proceso por el cual podemos reconocernos, vernos en la obra, no como un espejo de Narciso (María Zambrano dixit) sino como un diálogo con la construcción de nosotros mismos. El número de autorretratos de Schiele es apabullante a pesar de morir con apenas 28 años. Podríamos hablar, efectivamente, de narcisismo, pero entonces estaríamos olvidando a Durero y a Rembrandt.
Tanto el uno como el otro usaron durante años el espejo para retratarse y mantener así una biografía visual del paso del tiempo por sus rostros. Especialmente emocionante resulta el caso de Rembrandt en quien podemos apreciar desde la ilusión de la juventud en sus primeros autorretratos hasta el hastío y la resignación a la vida de los últimos. Sin embargo, la retratística de Durero o Rembrandt buscaba mostrar la existencia del individuo en su sentido etimológico: in-divisible. Schiele, en cambio, exploró la construcción de la identidad en sus retratos desde una perspectiva totalmente novedosa, la de ser divisible como persona, la existencia de dualidades, contradicciones e incluso la exploración de los horrores. Lo que explica, quizá, su propio comportamiento con las personas que le rodearon.
Sus primeros autorretratos de entre 1905 y 1907 nos lo muestran grandilocuente, con un punto exhibicionista, con un ego sobredimensionado fruto de su entrada con apenas dieciséis años en la Academia de Viena. Pero pasado el 1913, sus autorretratos parecen caminar más hacia el exceso, hacia el hombre facetado, como si el espejo a través del cual se reinterpreta fuera un espejo distorsionado. Hay expresiones grotescas, posturas casi imposibles, con un pelo que parece electrificado.
Es así como Schiele va dando pasos del autorretrato al desnudo, a la búsqueda de su propio cuerpo. Frente a la concepción ornamental del cuerpo en Klimt, Schiele nos ofrece un repertorio de miembros que parecen tensionar el cuerpo para romperlo, sobre fondos neutros que destruyen la idea del retrato hecho desde el espejo para transportar lo que debería ser una imagen de lo real en un concepto en continua representación. Es evidente que hay un interés narcisista en ello al mostrarse como criatura sexual. Sin embargo, en el caso de Schiele nos encontramos también como una forma de exorcizar demonios de su propia sexualidad. La vía para canalizar aquellos pensamientos que siente como imposibles de realizar conquista las vastas llanuras de sus pinturas. No deja de ser, de hecho, otra muestra más de la enorme preocupación de Schiele por la concepción fragmentaria del ser humano.
Para Paul Hatvani (1917), la obra de Schiele no es una reinterpretación del mito de Narciso en sus autorretratos, lo es en toda su producción. Este neonarcisismo buscaría recrear el mundo a partir de cómo el artista lo ve, lo transforma y sobre todo a partir de cómo se proyecta sobre el mundo y esa proyección cambia la realidad. En el caso de Schiele debemos sumar un entorno familiar concreto. Cuando contaba con quince años su padre, a quien estaba muy unido, falleció probablemente de parálisis sifilítica. Esto supuso un shock en la vida del pintor, quien apenas tenía relación con su madre.
La muerte ocupa, pues, un motor activo en su obra. Pero debemos entender la muerte en los términos en los que años después la definiría Bataille: es el motor de la discontinuidad frente a la continuidad de la maternidad. El autorretrato es la vía que permitía a Schiele hallar la continuidad frente a la muerte, vinculada a un acto masculino por parte de las estructuras sociales. Ese imago que diría Lacan, sustitutivo de la proyección que su padre ejerció en su vida y que, mediante la obra de arte, Schiele pretende llevar a cabo con el mundo para hallar continuidad.
En esa búsqueda su adscripción al movimiento vienés de la Sezession, fundado en 1897, resultó fundamental. En la práctica, el movimiento resultó de una modernidad maravillosa, antecediendo en muchos años a otros movimientos posteriores que no solamente proponían una ruptura con la Academia sino que se fundaban bajo un ideario concreto, un programa artístico, un manifiesto. Para el joven Schiele, la figura de Klimt constituyó poco menos que una suerte de mesías que proponía una estética donde la imagen adoptara formas a partir de lo decorativo para llevar al artista y al espectador a la redención. Los principios que podemos ver en El beso o Danae de Klimt fueron pronto adoptados por Schiele como puede verse si comparamos las obras Water Serpents II de uno y Water Spirits I del otro.
Sin embargo, mientras que en Klimt encontramos líneas sensuales que mantienen el camino hacia lo bello convencional, Schiele propone deconstruir lo bello aparente para que la vista se refugie en la composición. La obra de Klimt tiene peso, materia, carne, sus cuerpos buscan traspasar el lienzo mediante la sugerencia de una existencia a través de la imagen. Los cuerpos de Schiele son un sujeto de interpretación, son palabras, formas, indicaciones, para entender otro tipo de realidad menos física.
Esta admiración estética por Klimt al mismo tiempo que nueva propuesta de ruptura, se observa con nitidez en su obra Eremitas (1912) en la cual no aparecen santos como parece proponer el título sino dos hombres. El mayor evoca a Klimt, con aspecto moribundo, mientras que el joven es el propio Schiele. Y he aquí donde surge toda la audacia de la obra, al entender que Schiele comprende la labor del artista como un ser que se encuentra aislado, en continuo estado de alerta ante las sensaciones que produce el mundo. Pocos años antes había tenido la oportunidad de participar de su primera exhibición junto a Pierre Bonnard, Matisse, Gauguin, Van Gogh, Valloton, Munch, entre otros, y esto supuso para él la consolidación en su propia forma de entender el arte.
A partir de este momento, Schiele perfila un estilo propio, no exento de una gran elegancia en sus líneas frágiles y apretadas. Dependiendo del énfasis que quiera darle a una parte concreta del cuerpo, las líneas en sus acuarelas y guaches son parte mismo del lenguaje, de la expresión. Busca acentuar una parte concreta porque la figura se convierte en significante. Esto es, las formas son un alfabeto visual que forma palabras y con ellas nos pretende comunicar algo concreto.
Como apuntó Panofsky en su magnífica La perspectiva como forma simbólica, la elección de un punto de vista respecto a lo representado supone un acto de voluntad narrativa tanto como el color o la forma. Schiele nos posiciona respecto a los desnudos que pinta en una perspectiva totalmente alejada de lo que sería una intención voyeurística. No hay una búsqueda de lo erótico en figuras retorcidas, deformadas, que rozan el contorsionismo visual. Rara vez encontramos figuras desnudas de frente en una posición de clara exhibición. En ocasiones, como sucede en Mujer reclinada con piernas abiertas (1914) los miembros están cortados, el fondo no existe y más que una sugerencia a observar un cuerpo encontramos una llamada a pensar dónde nos encontramos nosotros para poder verlo desde esa perspectiva. En el desnudo tradicional, los artistas solían optar por perspectivas que nos situaran en la escena, desde la Venus de Tiziano donde el espectador se sitúa prácticamente al otro lado de la cama, hasta la Olympia de Manet que parece recibirnos. En cambio Schiele parece querer que el espectador se sitúe en una posición forzada, como si de un espíritu invisible se tratase.
Paradójicamente, esta forma de representación fue la que más problemas le causó. En 1910 Schiele y su colega Erwin Osen alquilaron un estudio en Krumau. El motivo para huir de Viena, en sus propias palabras, es la envidia y las conspiraciones entorno a su figura, según dice en una carta a Anton Peschka. Quería abandonar la ciudad también para adentrarse en los parajes naturales del sur de Bohemia. De paisajes no obstante, nada. En sus obra de esta época explora su propio cuerpo, el de Osen, y un año después el de Wally Neuzil quien ya había sido modelo con Klimt. La efervescencia con la que Schiele trabajó en apenas dos años se traduce en un nuevo cambio de residencia a Neulengbach, al oeste de Viena. Es entonces cuando escribe a su tío y protector Leopold Czihaczek para expresar que ha entendido que el artista es inmortal, que su obra trasciende el tiempo y la memoria.
El 13 de abril de 1912 era arrestado. Fue acusado de seducir y violar a una menor. Las únicas evidencias en su contra se basaban en su obra. Resultaba perturbador para el tribunal que Schiele resultara, como pintor, interesante para un buen número de amigos y amigas de las modelos que usaba, con frecuencia compañeros de clase de éstas. La exposición a estos menores de su obra, que rompía con el modelo de desnudo artístico para adentrarse en la exploración de cómo proyectamos sobre el mundo como espectadores nuestro propio erotismo interior, resultó totalmente incomprensible para la sociedad de la época. No existió en la acusación ninguna prueba, ninguna denuncia de violaciones concretas sino supuestas y la única condena fue por exhibir su obra.
Las obras que llevó a cabo en Neulengbach son un verdadero ejercicio de experimentación visual. Todas las poses son artificiosas porque, en cierto modo, Schiele empieza a entender casi al mismo tiempo que lo hace Picasso en París, que hemos abusado de la belleza durante demasiado tiempo. No es casualidad que el mismo año que el pintor malagueño comienza a dar naturaleza al Cubismo, Schiele utilice formas y poses angulosas para crear nuevos universos de representación para el cuerpo humano. Porque al igual que el Cubismo se constituye como una suerte de lenguaje novedoso donde la forma artística es la palabra, la frase, el expresionismo de Schiele configura una gramática de las formas donde los gestos adquieren significancia propia.
Los rostros y posiciones de sus figuras se nos muestran como naturales, porque no son hieráticos ni monstruosos, pero al mismo tiempo impenetrables. Parecen resultar marionetas movidas por el artista quien las proyecta en el mundo para que hablen por él. No debe extrañar por ello que una fuente de inspiración muy importante para él fueran los enfermos mentales. A través de su amigo Osen, que trabajaba para el Dr. Kronfeld haciendo retratos en el sanatorio Steinhof, comenzó a tomar contacto con este tipo de pacientes. No es algo extraño en la historia del arte. Al fin y al cabo, Velázquez ya se interesó por personajes fuera de la norma, como los bufones. La búsqueda de otras posibilidades de expresión en el rostro siempre ha resultado de gran interés a los artistas.
Hemos de tener en cuenta, asimismo, que se venía de una tradición de más de un siglo de analizar los rostros para hallar en ellos caracteres de la personalidad. Hasta el propio Darwin había escrito sobre ello. Para Schiele suponía no tanto la posibilidad de retratar en una expresividad diferente sino, al contrario, encontrar en la realidad lo que ya solía hacer en la pintura.
Con esto en su cabeza, es fácil entender cómo la fotografía que empezó a practicar a partir de 1914 se centró tanto en el autorretrato, nuevamente, como en la búsqueda de diferentes perspectivas. Para él la fotografía no constituía una forma diferente de hacer arte sino un instrumento para el que ya practicaba. Los gestos, poses, puntos de vista, composiciones, etc., en los que se retrata o hace que le retraten muestran ese interés sin fin por todas las posibilidades de la expresión.
Esto provoca que la obra de Schiele carezca de un hilo narrativo, siquiera con el estilo en sí. Antes de las vanguardias el estilo definía el modo en el cual se narraban los hechos que se mostraban en las obras artísticas. A partir de las vanguardias la narrativa pasó a un segundo plano. El Impresionismo, por lo general, mostró la vida de la burguesía, el nuevo ser humano emergido de las luchas de clase del XIX que elevó a un grupo para el cual las raíces no eran tan importantes como los logros personales adquiridos. La narrativa debía centrarse en su modo de vida mostrado de una forma novedosa. Este afán por el estilo impregnó a los siguientes ismos, especialmente al Cubismo y al Dadá para los cuales el estilo era el tema principal de la creación artística. Pero en Schiele encontramos que no hay ni narrativa ni preocupación por el estilo, sino simplemente una exploración de los terrenos de la imagen como lenguaje de la expresividad.
La mayor parte de sus obras ofrecen un formato rectangular en el cual la figura se sitúa en el centro, estableciendo un modelo jerárquico de composición. Ésta se encuentra aislada de toda realidad, como expuesta en una mesa de quirófano o en un escaparate. Son figuras dispuestas para servir de análisis. Por lo general no hay profundidad, no hay tridimensionalidad, casi se nos aparecen como si fueran insectos atrapados tras un cristal. Si vemos el retrato de cuerpo entero que hizo en 1915/1917 de su esposa Edith los pies se disponen hacia nosotros, al igual que toda la composición a pesar de la naturalidad de las expresiones del rostro. Como si consistiera en abstraer la idea de Edith para que esta idea nos relate un concepto.
El simbolismo a través del cual se expresa Schiele se pone de manifiesto asimismo en los retratos que hizo de su madre con la que le unía una relación distante a causa de su vocación. Tras la muerte de su padre, siempre se esperó de él que asumiera una profesión vinculada al negocio de los trenes con un sueldo que permitiera a la familia tener una posición acomodada o al menos sin preocupaciones. El conflicto permanente en el cual Schiele y su madre vivieron dio lugar a obras como La madre muerta o El nacimiento del genio. Este vínculo entre maternidad y muerte se nos revela cargado de misoginia y complejos por la relación tan particular del artista con su propia madre.
El niño en La madre muerta parece envuelto en una esfera sin vida, negra y terrosa que parte de la propia madre que lo cobija como si fuera tumba y gestante al mismo tiempo. Es una suerte de grito de acusación contra la predestinación, una forma de decir “¿para qué vas a darme la vida si la vida que quieres para mí es matarme?”. Pero, al mismo tiempo, en esta serie de obras hay una enorme preocupación por la infelicidad de su propia madre. Tanto es así que las siguientes obras retratan a una madre ciega (nunca lo estuvo) como forma de expresar la incapacidad de ver cómo es su hijo realmente.
No obstante, no se debe entender esta tensión desde la perspectiva del pobre artista “maldito e incomprendido”. Las cartas que se conservan de Schiele a su madre revelan una idea de sí mismo destinado a grandes cosas, reprochando a su madre que le impida alcanzar la supuesta inmortalidad de los artistas. Le echa en cara, como se ha visto, que no sea capaz de ver que mediante la creación artística está modificando el mundo al proyectar sobre éste un nuevo punto de vista. Incluso en las referencias que hace de sí mismo, de su hermana y de su madre, se expresa en términos de considerar que las mujeres (en este caso las de su vida) no hacen más que boicotear su liderazgo, su capacidad de decisión, que manifiesta como rasgos masculinos frente a las debilidades de las mujeres según afirma en sus cartas.
La actitud de Schiele respecto al mundo, a sí mismo, tiene mucho que ver con su forma de entender las relaciones afectivas con las mujeres. Abandonó a Wally Neuzil, su musa y amante, por Edith Harms. Podría haberla dejado por Edith o por su hermana Adele, tanto daba, porque lo que buscaba era un matrimonio con alguien de clase media-alta. ¿Influido quizá por los deseos de la madre de asentarse económicamente? Es posible, pero eso no evita que podamos intuir en el abandono a Wally Neuzil, con quien había vivido durante cuatro años, sufrido la huída a Krumau, la acusación y cárcel en Neulengbach y protagonizado la casi totalidad de su obra erótica o amorosa. Wally acabó por inscribirse en la Cruz Roja y muriendo de fiebre escarlata en los Balcanes en 1917.
El vigor y la fuerza visual de su obra erótica y amorosa anterior al matrimonio con Edith da paso a escenas de desesperanza sobre el amor. ¿Es una toma de consciencia sobre su propio comportamiento? Ya se ha visto que la obra de Schiele es una forma de expresar elementos que el artista considera que no pueden decirse de otro modo. No es que encuentre ahí el cauce para lo que no sabe decir, o para lo que no entiende de sí mismo. Es que simplemente entiende que hay cosas que deben expresarse mediante los términos del arte. En La muerte y la doncella (1916) trata de exorcizar sus propios actos, en un rechazo quizá de sí al mismo tiempo que una aceptación de cómo es.
En una de sus últimas obras, La familia (1918), Schiele usa un nuevo lenguaje, más realista, vinculado a su situación de vida de clase media. Acepta lo que es y lo que hace y quiere proyectar sobre el mundo, según su forma de entender el arte, un tótem que le permita cambiar la realidad de sus actos. Justificarlos. Los cuerpos ya no se nos muestran tan golpeados como en el retrato que hiciera de Wally años atrás. Esta transición hacia algo más realista y menos agresivo nos habla de serenidad. Incluso de melancolía al entender, tras la atrocidad de sus actos, que la felicidad no era la decisión que había tomado.
El 28 de octubre de 1918 Edith moría de gripe. Estaba embarazada de seis meses. Tres días después, lo hacía el propio Egon Schiele de la misma enfermedad.
Aarón Reyes (@tyndaro)
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