No sé si les ha pasado que alguna vez han intentado hablar de algún tema y sienten que no están a la altura. A mí con frecuencia, como ahora que intento explicarles qué clase de experiencia estética supone ver la obra de arte titulada Tierras Solares dirigida por Laura Hojman al frente de un equipo magnífico. Su nombre, quizá como alguien ya haya podido intuir, hace referencia a la obra del mismo nombre del poeta nicaragüense Rubén Darío. Como ven, con esta entrada tan poco dinámica poco más se puede hacer. Por eso voy a intentar hacerles comprender en qué consiste empezando por experiencias parecidas.

El 6 de junio de 1998 estaba estudiando para un examen de recuperación de Física. Entonces cursaba 3º de BUP (actualmente 1º de Bachillerato aunque ni de lejos equivalente en intensidad) en la modalidad de Ciencias Puras. Quería ser Ingeniero de Sistemas Informáticos. Se me ocurrió usar para estudiar algo de música clásica a ver si me concentraba. Si he dicho que era un examen de recuperación habrán podido deducir que muy bien no se me daba. Cogí un CD que había por casa que ponía “Verdi. Aida”. Lo siguiente que recuerdo es llorar durante los minutos finales de la ópera, “la fatal pietra sovra ne si chiuse”, “o terra, addio, valle di pianti”. Entonces decidí que después de aprobar ese examen me cambiaría el curso siguiente a Letras y estudiaría Arte.

El 2 de marzo de 2004, sin saberlo, entraba en una sala del Museo de Bellas Artes de Amberes. El shock con Modigliani fue de golpe. El mismo me sobrevino un 3 de agosto de 2016 en el MoMA de New York también delante de Modigliani. Modi, siempre Modi, también en noviembre de 2003 en Sevilla. En las tres ocasiones volví a llorar ante las líneas sensuales de sus desnudos, en las miradas que llevan al vacío de sus retratos, en la búsqueda de la belleza a través de la forma. Porque Modigliani aprendió a vivir en la estética finisecular del XIX para proyectarla en un momento en el que las Vanguardias Históricas llevaban la forma más allá de la Belleza hacia otros caminos.

En febrero de 2004 el profesor Juan Carlos Marset nos ponía en clase la Trilogía Órfica de Jean Cocteau. La directora de Tierras Solares la ha visto. Lo sé porque también estaba allí. Hay algo de Cocteau en su película, y es, como sucede con el protagonista de La sang d’un poète, que lo bello no es algo que llegue per se, sino que hay un camino. Ese recorrido viene de dentro y está en nosotros como muestra Cocteau quien, al igual que Modigliani, entendió los últimos movimientos del modernismo como una estructura sobre la cual buscar lo bello en sí. Cuando en Orphée Jean Marais atraviese el espejo, no estará sino mostrándonos lo que María Zambrano nos trata de explicar con su metáfora de la búsqueda de la belleza como algo platónico: empieza en nosotros, en nuestro reflejo porque buscamos lo universal común.

El 21 de septiembre de 2007 se me ocurrió visitar el Museo de la Edad Media en París. El motivo es, como casi siempre que hay que buscar un motivo, un tanto absurdo. Era necesario huir a veces del bullicio y cuando has estudiado Historia del Arte un museo que esperas poco visitado te parece un buen lugar. Lo fue. Después de salas y más salas de armaduras, mazas, cálices de oro, esmaltes, vi que el recorrido daba a una sala semioscura. Al entrar no sabía que allí me aguardaba el tapiz de la Dama y el Unicornio. Nunca he sido un gran fan del arte medieval pero allí estaba, todo lo contrario a lo que siglos después querrá hacer Rubén Darío y el Modernismo. En el arte de la Edad Media las formas no son lo importante, sino el fondo. La pureza de un amor inalcanzable simbolizado en el unicornio junto a una mujer que observa en el espejo su propia vanidad. Lloré de emoción conforme iba entendiendo el mensaje que daría por sí mismo para un artículo. En ese momento creí que, por encima de todo, el mensaje es la primera opción del arte y la forma es secundaria. Me equivocaba.

Cos’è una vibrazione?

Podría hablar ahora de septiembre de 2008 en Londres, frente a la Venus del Espejo de Velázquez. O del mismo mes dos años después en el Orsay frente al retrato de Madame de Loynes. Pero voy a ir acercándome a cómo se ha ido construyendo la experiencia estética que supone ver Tierras Solares a través de unas pocas experiencias más. La siguiente tiene lugar en noviembre de 2013 y en una sala de cine, estoy hablando del momento en el que entré a ver La Gran Belleza.

Conocía entonces el cine de Sorrentino pero no esperaba que en su reescritura de La dolce vita fuera a dar el paso que dio. Desde los primeros compases de la película su protagonista, Jep Gambardella, al ritmo de músicas que olvidan la tradición musical italiana de Verdi y de todo lo que vino después, se convierte en un Orfeo desilusionado por la búsqueda de lo bello. Desde que tiene lugar el final de la fiesta hasta que la película acaba Gambardella, interpretado soberbiamente por Toni Servillo, lleva a cabo un camino que, más que cercano a la película de Fellini, acaba por acercarse a la Divina Comedia. Los infiernos son todas las miserias personales de aquellos que tratan de encontrar la belleza en el exceso, en la superficialidad, como la artista Talia Concept que ridiculiza a Marina Abramomic (aunque la expresión “cos’è una vibrazione?” encierra todo un mundo de ideas estéticas sobre la forma), el propio amigo de Gambardella que no halla en el teatro la serenidad que esperaba.

Porque al final, lo bello, acaba estando en la forma como sabía Rubén Darío siempre y cuando esa forma encuentra su tonalidad para vibrar (¿entienden ahora eso de ¿qué es una vibración?). Por supuesto que lloré viendo La Gran Belleza y lo he hecho alguna vez más en las muchas veces que la he vuelto a ver. Es sólo un truco, la belleza en sí. Como escuchar el Opus 125 de la 9ª Sinfonía de Beethoven donde prácticamente hay unas pocas notas que se repiten varias veces durante diez minutos en varios instrumentos diferentes. Es solo un truco.

Esa sonoridad de la poesía de Rubén Darío se transmite en cada uno de los fotogramas de Tierras Solares en forma de imágenes. Era difícil hacerlo. ¿Cómo convertir los sonidos de, por ejemplo, versos como “Amar, amar, amar, amar siempre, con todo / el ser y con la tierra y con el cielo, / con lo claro del sol y lo oscuro del lodo; / amar por toda ciencia y amar por todo anhelo”? O más específicamente algunos de los que la voz de Pedro Casablanc nos va desglosando en el filme como “La princesa está triste… ¿Qué tendrá la princesa? / Los suspiros se escapan de su boca de fresa, / que ha perdido la risa, que ha perdido el color. / La princesa está pálida en su silla de oro, / está mudo el teclado de su clave sonoro, / y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor.” ¿Cómo podía hacerse?

La respuesta está en la propia intención de la película que va más allá de Rubén Darío y, al mismo tiempo, encuentra en él su razón de ser. Como se nos cuenta magníficamente en el documental, la poesía de Rubén Darío acabó siendo una verdadera poesía francesa escrita en lengua española. De esta forma recoge a Verlaine, a Baudelaire, a Rimbaud, y en un mundo que carece de Romanticismo como es España (más allá de las aportaciones muy particulares de Rosalía de Castro o Bécquer), consigue inundar del ritmo y el color que tiene el Modernismo a la entonces algo gris poesía española.

A la búsqueda de la Belleza

Rubén Darío fue un buscador de belleza. Quizá, incluso, una suerte de Jep Gambardella a ratos vitalista a ratos abrumado por la enorme belleza que encontró en Andalucía que supuso para él su propio imaginario orientalista. Como para Fortuny lo fue pintar a sus hijos en un jardín de estilo japonés. Lo imaginado como realidad ya que es la forma la que crea aquello que sentimos y percibimos.

¿Cómo llevar a cabo este recorrido a través de lo bello? Al igual que en La Gran Belleza, Tierras Solares explora cómo la forma nos lleva a encontrarnos con lo sublime, pero no desde la desilusión de Gambardella que sólo al final encuentra redención, sino desde la luz de la pintura de finales del XIX.

Rubén Darío conoció en París la pintura del Salón de los Rechazados que desde 1870 recogía a Manet, Monet, Degas, Renoir y a todos aquellos que acabaron siendo englobados como Impresionistas. La luz de la pintura y sobre todo, como se nos cuenta en el documental, la posibilidad de que un árbol ya no tenga que ser verde, sino que puede ser azul, o rojo, tanto da, inunda los versos de Darío. La forma comienza a apoderarse del arte iniciando un camino irrefrenable que en España todavía tardaría en cundir.

Hasta que llegó él. Madrazo, Fortuny, Gonzalo Bilbao, y toda una legión de pintores educados en la Academia pero que visitaron París porque sabían que allí se estaba cociendo el futuro del arte volvieron con las manos atadas. No había apenas espacio en el mercado artístico para aquellos nuevos postulados. Quizá no haya quedado demasiado claro: ceci ce n’est pas un pipe. Magritte puso eso debajo de una pipa para decirnos que las formas traicionan cuando tratamos de entenderlas como un todo unido a su fondo. Desde el final del siglo XIX en la literatura iba a estallar una bomba que llevaba décadas esperando que alguien la detonara y de ahí la deflagración afectaría a todas las demás formas de creación.

Veamos por ejemplo a Verlaine a quien Rubén Darío conoció, más o menos dado el estado etílico habitual del poeta francés: “A vous ces vers de par la grâce consolante / De vos grands yeux où rit et pleure un rêve doux, / De par votre âme pure et toute bonne, à vous / Ces vers du fond de ma détresse violente”. La sonoridad se impone como eficacia estética, como una forma de llevarnos hacia la imagen que se pretende crear. Ese atrevimiento encontró eco en toda una estructura de pensamiento que abogaba por la libertad de la realidad cambiante. Aunque muchas veces se mencione a Turner como un predecesor pictórico del Impresionismo, su obra no deja de ser el resultado de una plasmación de lo que el ojo ve del mismo modo que Velázquez en el Jardín de Medicis. Verlain y Rimbaud son los precursores del Impresionismo al liberar a la forma de toda cadena.

Del mismo modo, Rubén Darío liberó a la pintura española mucho más que las estancias que todos los artistas de cierto renombre, y algunos más desconocidos, llevaron a cabo en París. Como Sorolla, que es en definitiva a donde quería llegar. Que está presente en muchos planos es evidente, especialmente en la escena de playa. Es Sorolla y es Gambardella, porque más allá de todo homenaje e inspiración Tierras Solares es una película modernista. Era la única opción para reflejar en imágenes no los versos de Rubén Darío, sino aquello que él quería transmitir con su poesía, su ideario, su forma de entender el mundo. No bastaba con recrear históricamente su momento, había que evocarlo en universales porque de eso va, al fin y al cabo, el modernismo.

Va de buscar los últimos retazos de una belleza que nos es común a todos los seres humanos. Una belleza que no está encerrada en el significado de las palabras que son solamente signos de un idioma que puede ser ajeno a quienes no lo entienden y por eso azul o tierra trascienden lo que son para hallar en el sonido, en la forma, en la idea, el punto de conexión entre todos los que comparten ese instante de percepción. Un arte, el de Rubén Darío, el de Sorolla pero también el de García Ramos, Martín Rico, José Arpa, que aparecen en los colores, en las escenas, en la composición de los planos para llevarnos al último instante del arte donde aún no se había producido lo que Danto llama la transustanciación del lugar común.

Todavía podíamos encontrar en ese arte lo universal en lo relativo. Tierras Solares consigue que entendamos a Rubén Darío desde el ofrecimiento a interiorizar la belleza como algo universal mientras interpretamos de forma particular lo que estamos contemplando. Y qué más quieren. Yo lloré mientras lo veía, mientras lo hacía mío.

Porque como dice Rubén Darío, “¡Vamos al reino de la Muerte por el camino del amor!”, pero como dice Gambardella, “antes hubo vida. Escondida debajo del bla, bla, bla, bla, bla. (…) En el fondo, es sólo un truco. Sí. Es sólo un truco”.

Aarón Reyes (@tyndaro)