La vida de Virginia Woolf hubiera sido mucho más sencilla si se hubiera conformado con ser lo que la sociedad londinense de principios del siglo XX esperaba de una mujer de su clase. Ese ángel femenino presente en todas las casas de la Inglaterra eduardiana, que organizaba fiestas, cosía vestidos y compraba flores ella misma. Una mujer que amaba solo a quien debía amar y que escuchaba a los hombres sin atreverse a expresar su propia opinión, y mucho menos a plasmarla por escrito.
Pero Virginia no era así, y lo supo desde muy joven. Ella jamás podría ser como la señora Dalloway, quizás su personaje más famoso, al que creó en su primera novela, Fin de Viaje (1915), y que una década después evolucionó en la obra que lleva su nombre. Porque no podía evitar sentir, amar y pensar por sí misma y, además, necesitaba escribir, a pesar de la limitación, que ella misma reconoció, de que “tenía los sentimientos de una mujer, pero solo el lenguaje de los hombres”.
En realidad, la propia Clarissa fue una vez una mujer con alma, antes de convertirse en una dama esnob y superficial, en la intachable esposa de un político de éxito. En Fin de viaje, Woolf nos la presenta todavía así, pero en La señora Dalloway (1925), cuando recupera sus recuerdos y se encuentra con su amor de juventud, la muestra a sus lectores en toda su complejidad. Clarissa representa la mujer que Virginia se negó a ser: la que renuncia a sus propios sentimientos por hacer lo correcto, por casarse con el hombre adecuado y por asumir el papel de perfecta anfitriona de Westminster que por posición le corresponde.
¿FICCIÓN O AUTOBIOGRAFÍA?
Si todos los autores reflejan en sus escritos, en mayor o menor medida, sus propias experiencias, en el caso de Virginia Woolf su obra no podría entenderse sin conocer las vicisitudes de su vida. “Todos los secretos del alma de un escritor, todas las experiencias de su vida, todas las cualidades de su mente están ampliamente escritas en sus obras. Me pregunto si lo que hago es autobiografía y lo llaman ficción”, escribió una vez.
Su novela Al Faro (1927) es un claro ejemplo. En ella recoge los recuerdos de sus veranos infantiles en Cornualles, frente al faro de Godrevy, en esos años en los que ella aún era feliz. Después perdió a su madre, a su hermanastra Stella y poco después a su padre, Leslie Stephen, al que adoraba, y llegaron los años oscuros de su vida, las depresiones y su primer intento de suicidio. Como después haría el torturado Septimus Warren Smith en La señora Dalloway, ella también se arrojó por la ventana, pero, a diferencia de su personaje de ficción, no consiguió quitarse la vida y tuvo que seguir existiendo, con todo el dolor que ello implicaba.
A partir de ahí, los recuerdos se convirtieron en su refugio y su inspiración. Decía que el pasado era hermoso porque las emociones completas no podían vivirse en el presente, solo desde el recuerdo, y que la escritura le permitía exprimir esos momentos que en su día pasaron demasiado deprisa, detener el tiempo y conmocionarse con ellos.
Quizás por eso recurre a muchas referencias reales de su pasado en sus obras. Por ejemplo, para crear a Clarissa Dalloway se inspira en gran medida en la protegida de su madre, Kitty Lushington, posteriormente convertida en Kitty Maxse, que representaba lo que Julia Stephen deseaba para sus hijas y que nunca consiguió. Tampoco su hermanastro George, ridiculizado en esta novela bajo el papel del odioso Hugh Whitbread, logró jamás convertir a sus hermanas en las maravillosas e insulsas amas de casa que se suponía que debían ser.
Hay, en cambio, mucho más de Virginia en el segundo protagonista de esta novela, Septimus, que regresó de la Gran Guerra convertido en héroe pero loco, tras enfrentarse a la muerte y descubrir con horror que era incapaz de sentir. Como él, Virginia también había sufrido de cerca la pérdida de muchos seres queridos y se había sentido horrorizada ante su propia crueldad hacia otros seres humanos. Ambos compartían su obsesión por la muerte como única vía de liberación, aunque solo Septimus consiguió huir a través del suicidio, al menos en su primer intento.
Los médicos nunca comprendieron la locura de Virginia. Tampoco la de Septimus. En la vida real, a ella la obligaron a comer y beber como supuesta cura a la depresión hasta el punto de que una vez llegó a engordar 19 kilos.(*) En la ficción, el doctor Bradshaw recurre a los vasos de leche como gran recurso ante los males del soldado, sin entender que el origen de esa enfermedad que le impedía enfrentarse de nuevo a su rutina diaria era la conciencia de haber luchado por mantener un orden dominante que ya estaba obsoleto. Ese que ensalzaba el deber y la familia, el que representan los Dalloway, y que él ya sabe que no tiene ningún sentido aunque a su alrededor nadie lo vea. Porque puede que ese loco fuera el más cuerdo de toda la sociedad inglesa de posguerra.
MATRIMONIO Y AMOR
En la ficción, Clarissa eligió al conveniente señor Dalloway como marido. Virginia, en cambio, optó en la vida real por su propia versión de Peter Walsh (el amor de juventud que vuelve de tierras lejanas), Leonard Woolf. Además, se negó a ejercer su papel de esposa como si fuera una profesión y desarrolló su propia carrera literaria y editorial junto a él, en igualdad de condiciones.
A Leonard le conoció en el grupo de Bloomsbury, que fundaron los cuatro hermanos Stephen (Thoby, Virginia, Vanessa y Adrian) y que reunió a algunas de las principales figuras de la élite intelectual inglesa de la época. También a través de otro miembro del grupo, Clive Bell, conoció a la que se convertiría en su gran amor, Vita Sackville West.
A ella le dedica una de las obras más carismáticas de su carrera, Orlando (1928). En ella, el protagonista comienza siendo un hombre, porque es un héroe y por tanto es la única opción posible, pero un día se despierta y descubre que es una mujer, y su vida cambia totalmente. Descubre que tiene nuevas obligaciones como ocultar sus tobillos o perfumarse y, sobre todo, que ha perdido todos sus derechos, incluido el de la propiedad de sus bienes. Porque es la misma persona, pero al haberse convertido en mujer se ha convertido automáticamente en alguien inferior porque pertenece al ‘sexo débil’.
AUTORA FEMINISTA
Orlando es, por tanto, una crítica feroz a la injusta situación de la mujer a lo largo de la historia y, todavía, en la sociedad en la que a Virginia le tocó vivir, aunque a veces se la recuerde injustamente tan solo como la novela que dedicó a su amante en una relación homosexual.
Antes de publicarla, Virginia Woolf ya había tratado otros temas claramente feministas sobre los que pocas mujeres se atrevían a escribir en ese momento. Por ejemplo, en Noche y Día (1919) analizaba la necesidad del sufragio femenino y se planteaba si una mujer tenía necesariamente que casarse para ser feliz.
Pero si hay una obra por la que Virginia Woolf es reconocida como autora feminista es su ensayo Una habitación propia (1929). En él afirma que, para escribir, una mujer necesita dinero y un cuarto propio. O, lo que es lo mismo, independencia, tanto económica como en el resto de las parcelas de su vida.
Ella la tuvo, y quizás eso la salvó durante años. Porque mientras pudo escribir se sintió capaz de continuar viviendo. Hasta que ya no pudo más y, en 1941, se arrojó al río con piedras en los bolsillos. Septimus, el personaje de La señora Dalloway, quedó tan traumatizado tras la I Guerra Mundial (y eso que nadie imaginaba entonces que sería solo la primera) que se quitó la vida. Ella sobrevivió a esa Gran Guerra, pero no a los horrores que constató en la segunda y al miedo a una invasión alemana de Inglaterra y lo que ello podría implicar para los judíos, como Leonard.
Después de su muerte se publicó su última novela, Entre actos (1941), en la que, como presagio de lo que iba a ocurrir en Europa y en su propia vida, analiza la inutilidad y banalidad de la existencia cuando el mundo se está desmoronando, cuando “en cualquier instante, los cañones podrían destripar la tierra”. “Oh, si mi vida pudiera ahora llegar a su fin”, desea, en boca de una de sus protagonistas. Y esa vez cumplió su deseo.
Entre actos se desarrolla en un solo día, igual que La señora Dalloway o Las olas, la novela más experimental de Virginia Woolf. Pero la historia trasciende en el tiempo a esas escasas horas que recoge la trama, porque todos los personajes tienen una vida, un pasado, una conciencia que están presentes en cada instante de sus vidas. Y cuya estela continuará aunque ellos desparezcan.
Virginia Woolf desapareció antes de tiempo. Quizás nació antes de lo que le tocaba, en una época en la que no terminaba de encajar y en la que pocos la comprendían. Pero su obra permanecerá para siempre, sirviendo de ejemplo a generaciones posteriores de mujeres que se negarán a ser la señora de nadie y a renunciar a lo que desean solo porque se supone que es lo que deben hacer quienes no son hombres.
María José Vidal Castillo (@mjvidalc)
(*) Virginia Woolf. Vida de una escritora. Lynda Gordon (2017)
[…] Virginia Woolf, la mujer que se negó a ser la señora Dalloway artículo de María José Vidal Castillo para la Revista Distopía. […]