A mediados de los años 50 Roland Barthes se dio cuenta de que la mitología no solamente no había muerto sino que iba a vivir en las décadas siguientes un maravilloso renacer. No sería un Renacimiento donde las figuras de religiones ya muertas cobraran vida a modo de narraciones fantásticas, sino la adaptación a los nuevos horizontes mentales de la necesidad de hacer sagrado lo que es cotidiano.

Para Barthes, el mito es una forma de construcción semiótica, esto es, un medio de transmitir formas de conocimiento que sólo pueden ser entendidas si se transmiten de este modo. No puede ser mítica una experiencia, alejándose así de la idea de desbordamiento que había explicado la estética desde que Kant publicara ‘Sobre lo sublime’ y Freud lo ratificara al hablar de la experiencia “oceánica”. En cambio, la construcción de mensajes de forma mítica permiten conceptualizar ideas mucho más complejas que mediante la metáfora o la alegoría.

En el mito, el signo se vuelve significante. Esto nos lleva a entender que se vacíe de contenido para albergar otro concepto, otra idea, pero sin perder la original del todo. De este modo, lo que hace el mito para Barthes es adaptarse a la forma dada de la palabra, de la imagen, de la idea, para re-crearse.

Myths

Ahora piensen en los mitos que habían surgido en EEUU y en Europa en los años de la recuperación tras la II Guerra Mundial. Los campos de exterminio y el horror que había llevado a los artistas del Expresionismo Abstracto a no saber qué pintar tras Auschwitz sino simplemente a reflejar la tensión técnica del acto artístico, eso había dado paso a unos neo-felices años 20 donde iban a surgir mitos postmodernos.

La década que va entre la publicación de ‘Mitologías’ de Barthes y las revoluciones-fiesta de 1968 (con Sartre reduciendo el existencialismo a una posición del individuo deconstruido frente a la sociedad ausente y dejando llantos por la pérdida de valores como si fueran objetos que no se recuerdan dónde están) es una muestra de esta emergencia de los nuevos héroes y heroínas basados en referentes emocionales que buscaban recrear al propio individuo postmoderno perdido en sus valores y en su identidad. Al fin y al cabo, estas mismas revoluciones-fiesta habían generado un progresivo deshilachamiento y las identidades que permitían distinguir en los márgenes de la cultura a la víctima del verdugo, a la verdad de olvido, a la ignorancia del saber, al vicio de la virtud, se diluyeron en una sociedad que dejaba de hacerse preguntas para no tener que responderlas.

En ese contexto se produjo algo bastante significativo en la Universidad de Columbia. Se anunció una actuación de Howdy Doody, una suerte de muñeco movido por un ventrílocuo que trabajaba en televisión y que era un referente para todos aquellos jóvenes que se movían por los campus universitarios hablando sobre Castro y la revolución obrera. Todos los actos políticos, todas las reivindicaciones, todo quedó aplazado porque la identidad a la que todos ansiaban pertenecer había llegado allí en forma de muñeco que les recordaba a la infancia perdida hacía apenas unos años.

Warhol había intuido lo que pasaba allí cuando poco más de diez años después realizó su serie ‘Myths’ donde Howdy Doody quedaba incluido junto al Tío Sam. Los referentes en una sociedad donde la identidad se ha diluido vuelven a lo primigenio y a lo estructural. Howdy Doody se convertía en el hilo que conectaba el tiempo en todas sus formas como las frecuentes revisiones estéticas que nos devuelven a épocas conocidas. El último ejemplo ‘Stranger Things’ con sus alusiones a mitos de los 80 como E.T. o ‘Los Goonies’. Howdy Doody, como los protagonistas de estas series, se convierten en la nueva Virgen que llevaban los Cruzados: una construcción mítica unida a una red de significados  donde existe un marco de referencias para sentimientos y valores.

Las líneas que separan a las generaciones ya no se movían a partir de los 50 y sobre todo los 60 en aquellos presupuestos orteguianos, sino que eran mucho más líquidos, siguen siéndolo, pero igualmente son barreras aún más sólidas debido a la creciente necesidad de auto-referencia e identificación. Warhol, sin embargo, entendió quizá sin leer a Barthes lo que éste quiso decir. Probablemente porque ambos pretendían decir lo mismo. En el caso del artista polaco-americano, generar imágenes con las identidades que eran la referencia para cada generación, exponerlas como la sustancia última que unía a individuos de diferentes pensamientos, credos y percepciones vitales que necesitaban de un punto sólido entre tanta experiencia líquida.

Esto provocó en la crítica sobre Warhol, salvo casos como el de Greenberg o Danto, un mantra recurrente: Warhol, y en general todo el Pop, es superficial. Porque, después de todo, las imágenes, las referencias, los iconos generacionales eran a su vez temporales, efímeros y vacíos en su significado. La crítica obvió el poder que Howdy Doody, Marilyn e incluso las cajas de jabón Brillo tenían para el público que las observaba. Después de todo, ¿cómo no entender ese amor por el jabón Brillo de una generación que aspiraba a tener grandes casas, cocinas limpias, niños jugando en el porche delantero mientras los Brady hablan de sus problemas primermundistas en televisiones a color?

Cuando se presentó aquella serie de obras de Warhol las imágenes de Superman, Elizabeth Taylor, Mickey Mouse, constituían un nuevo imaginario. Un ideario visual en el que el significante está alineado con su significado en tanto en cuanto nos transmite una nueva sensación: es mi generación, es mi hilo conductor, y me explica mi contexto. La cultura de frontera y de victoria que culmina en el desastre de Vietnam transforma a los héroes del mito anterior. Superman ya no es el hombre de hierro que salva a la Humanidad sino un ser que, a mediados de los 70, se encuentra atravesado por dudas sobre quién es, cuál es su función en la sociedad e incluso se siente rechazado.

Barthes entendía que esta forma de trazar los nuevos mitos tenía mucho que ver con el uso de la creación artística como un “sistema de sistemas” que permitía entender tanto el mensaje directo propio del lenguaje empleado como el mítico. Dicho de otro modo, al exponer a Marilyn o Howdy Doody, Warhol nos permitía ver a ambos al mismo tiempo que comprender su significado generacional y cultural. Un sistema no excluye al otro. Es más, dado su carácter interpretativo, el mensaje mítico es cerrado para el grupo al que va dirigido al emplear sus códigos pero abierto para todos aquellos que no lo comparten y pueden interpretarlo en función de sus propias vivencias.

Asimismo, es fundamental entender una cosa: en el mito postmoderno que Warhol y el arte Pop nos arrojó a la cara se construye a partir de variables infinitas y cotidianas. La presentación en la Feldman Gallery no fue casual. Desde los 60 Warhol se pasaba por allí con frecuencia para preguntar por ideas para crear. Buscaba tomarle el pulso a la sociedad en la que estaba inmerso.

Fue precisamente ese espacio que va desde el final de una época hasta su coda ochentera la que provocó que el propio Warhol se convirtiera en mito referencial. 1968 se ha convertido de hecho en una especie de lugar mítico común a pesar de las enormes diferencias que había en las protestas estudiantiles de todo el mundo. Piénsese que mientras en París gritaban por un mundo socialista, a no muchos kilómetros de allí, en Praga, sus compañeros gritaban que qué clase de locura era aquella del comunismo. Entretanto, en Columbia se organizaban para protestar por un gimnasio que la universidad iba a construir en un parque público. Hubo un punto común en la búsqueda de un pretexto hilvanado a través de imágenes identitarias cuyos referentes, en el caso americano, eran la infancia.

El talento de Warhol fue su capacidad para objetivar a nivel artístico una serie de imágenes que definían una consciencia común. Codificó los deseos y temores generacionales mucho más allá de lo que eran o siguen siendo capaces los líderes políticos modernos. Era, paradójicamente, lo que Hitler a la política: un virulento creador de imágenes. Gracias a su representación del ‘american-way-of-life’ permitía eliminar del imaginario del espectador la represión contra la que se levantaron los Panteras Negras y Luther King, las sillas eléctricas, al mismo tiempo que les decía “lo queréis olvidar, queréis estos mitos porque la realidad racional es el horror”.

Esta situación estética de Warhol no hubiera sido posible sin la democratización de la distribución artística. En 1964 podían comprarse impresiones en off-set de ‘Flower’ por cinco dólares. Es el comienzo de una forma de acumulación de arte reproducido que coge el museo imaginario de Malreux y lo proyecta a través del vidrio del capitalismo. No importa ya el significante que el artista hubiera asignado a la obra en su contexto, sino al significado que el comprador-espectador le atribuye en su mitología personal.

After the party

He ahí donde Warhol  se proyectó hacia el futuro: al imprimir latas de sopas Campbell’s sobre bolsas de compra, al realizar reproducciones de sus propias obras que igualmente eran entendidas como reproducciones en sí mismas, estaba lanzando espejos al ser humano postmoderno. Trataba de establecer una dialéctica compleja entre la definición de los objetivos de cada individuo y los de la comunidad en la que habita. Si bien es algo que ya encontramos en Platón cuando Sócrates trata de establecer las definiciones de los conceptos de forma que sirvieran para el grupo y no solamente para el individuo, la neo-mitología nos lleva al proceso contrario. Los expresionistas abstractos habían introducido este cambio al redefinir la idea de abstracción que pasaba de la geometría y el purismo en las formas al subjetivismo y la personalización. No cambiaron, eso sí, la comprensión filosófica del arte como lo había hecho Duchamp al sacudir las consideraciones estéticas del arte cuando éstas habían sido establecidas en el XVIII.

Warhol comprendió el punto en el que se encontraban los ‘ready-made’ al adoptar su postura en esta diatriba. Sin Duchamp redefiniendo los usos de lo cotidiano, no habría sido posible Warhol redefiniendo lo cotidiano como uso. En la grabación que hizo del Empire State donde nada cambia durante horas y horas de metraje está empleando algo tan dinámico como el cine para establecer un mensaje estático. Al aplicarlo a sus bolsas impresas o al ‘Flower’ estaba rompiendo la barrera entre lo original y lo reproducido de una forma que habría hecho chasquear dedos a Walter Benjamin.

En efecto, adiós al aura porque el aura lo es todo. Duchamp había postulado al presentar su ‘Fuente’ (el conocido urinario firmado por un artista falso) que en adelante todo lo que un creador estableciera como creación debía ser considerado objeto creado. Lo que es lo mismo, la sola idea de un artista es arte en sí mismo. Warhol avanza sobre esta idea ya que sus reproducciones impresas nos colocan ante una difícil disyunción: ¿es el original tan válido como la copia solamente porque el artista ha decidido que sea un arte copiado? Aquí es donde entra el mito. Una reproducción del ‘Guernica’ o del ‘Gran Desnudo Rojo’ de Modigliani sobre una pared no sustituyen la experiencia de lo original porque su mitografía es para nosotros igual que Howdy Doody fuera de su contexto cultural. Sin embargo, aquello que entra dentro de nuestra mitografía sí acaba adquiriendo esa aura y esa distinción de lo creado. El cine o la música actuales constituyen quizá el mejor ejemplo, o incluso el mito de la foto y el autógrafo.

¿En qué espacio queda, pues, el ser humano postmoderno para comprender su realidad? Por el momento en una realidad donde incluso las ideologías políticas, las nuevas revoluciones y contrarrevoluciones, son una reedición de las pasadas. La construcción de los mitos modernos en función de imágenes instituidas como iconos hace que encontremos en Warhol la construcción filosófica más veraz y reveladora sobre la sociedad que dejó al morir. La foto, por ejemplo, que Korda hizo del Che Guevara y que se repite sin parar en camisetas, carteles, tatuajes, llevando a reasumir una vez y otra un mito común. Kennedy, Suárez, en sus nuevos trasuntos como Obama, donde el ser humano ha sido devorado por el mito. Y así hasta configurar nuevas realidades que explican, incluso, los nuevos enemigos. Los mismos de siempre porque, en el fondo, aspiramos a ser eso, los mismos de siempre.

Aarón Reyes (@tyndaro)