Cuando una película encandila al público, ya sea debido a los actores, la trama o la banda sonora, todos y cada uno de los espectadores que la visionan, y que encima se dejan su dinero en los cines para hacerlo, desean fervientemente que dicha película sea reconocida con algún premio. Una forma más de reafirmar dicha preferencia y sentir que los gustos propios están entre los más extendidos en la población. Ser un borrego, lo suelen calificar unos, ser cool es como otros lo conocen.
Evidentemente, esa conexión imperecedera, entre el film y el espectador, tiene una base mucho más sólida que el reconocimiento puntual. Pero todos nos alegramos cuando un premio tan prestigioso, dentro de la industria, como The Oscars (ejemplo de ser cool poniendo el artículo en inglés) es otorgado a una cinta que nos ha enamorado y, por el contrario, nos encolerizamos cuando nuestra película fetiche desaparece incluso de las nominaciones. En ese momento todos destapamos el tarro de las excusas, junto con el de los exabruptos, y empezamos a tirar contra todo aquel académico que con su voto evitó que nuestra elección sea reconocida como seguramente merece.
El problema viene en mi caso. ¿De quién me quejo yo de que a una de mis películas preferidas no le dieran el Oscar si todavía no existía la categoría en la que competiría?
En 2001 la Academia, de manera inteligente, decidió otorgar por primera vez una estatuilla como premio a la mejor película de animación de cada año. Una pena que lo hiciera tan tarde dejando pasar multitud de títulos sin su premio merecido. Una de esas pequeñas y simples obras de arte es Space Jam, protagonizada por el mejor jugador de baloncesto de todos los tiempos.
7 de febrero de 1997, una fría noche de invierno. Después de varias semanas utilizando el desgaste psicológico contra mis hermanas mayores, conseguí arrastrar a una de ellas al cine, seguramente rompiéndole algún plan con mejor perspectiva que ver una película de Bugs Bonny y Michael Jordan con su hermano, un tanto infantil, de 12 años.
Solo necesité ver el cartel de la película, en la parte de los próximos lanzamientos del ya extinto multicines de El Mirador de Santa Justa, para saber que no podría perderme esa película.
En ese momento, mis últimos años de colegio y con el ingreso en el instituto (en una época en la que ese salto parecía que te añadía madurez) a la vuelta de la esquina, empezaba a descubrir a paso de tortuga el mundo NBA. Y no gracias a mi entorno, más preocupados por Ronaldo o Raúl que por Herreros o Sabonis.
TVE había dejado de dar partidos NBA para centrarse en la ACB, producto que vendía y explotaba en aquellos maravillosos 90s. Canal Plus llevaba pocos años emitiendo partidos en abierto. Con Andrés Montes y Antoni Daimiel a los mandos, pero a unas horas a las que un niño de 13 años le resultaba imposible ver, las opciones de ver partidos eran prácticamente nulas.
Mi imaginación se alimentaba a base de rascar resúmenes al mediodía en los programas deportivos de la propia cadena dueña de los derechos y de pequeñas reseñas en los diarios deportivos. No tenía más remedio que acercarme al mundo de la canasta americana en pequeños y medidos pasos.
La celebración el 20 de Octubre de 1996 de un partido de pretemporada en Sevilla, entre los Indiana Pacers de Reggie Miller y los Seattle Supersonics de Gary Paytron supuso el último brochazo para que mi pequeño corazón se pintara de naranja y empezara a botar repentinamente. Ver el cartel de una película de Michael Jordan, e ir a verla, no era más que el siguiente paso en mi acercamiento a este deporte.
En un primer momento el argumento era lo de menos. Que el señor Jordan estuviera acompañado por los Loonie Toons era algo que, particularmente, no me interesaba lo más mínimo, yo simplemente quería verlo a él y su forma de flotar en el aire. Esa sensación ingenua característica de la niñez, cuando aún tenemos personas a las que admirar y querer emular.
Pero lo que me encontré superó mis expectativas.
Un comienzo demoledor y lacrimógeno, en el que se muestra a un niño haciendo algo tan natural como tirar a canasta en el patio de su casa (natural en Estados Unidos, claro) con uno de los temas más conocidos de la BSO de fondo (“I believe I can fly” interpretado por Robert Kelly) sirve como preámbulo a un repaso mediante flashes de la carrera de Michael Jordan desde la Universidad hasta los tres primeros títulos de los Bulls.
El marco de tiempo de la historia se centra en su primera retirada. Recordemos que después de ganar esos tres primeros títulos para Chicago, el mítico 23, decidió dejar el baloncesto para probar con el baseball profesional. La muerte de su padre, al cual prometió que jugaría al baseball, provocó ese abandono momentáneo de su trono. 17 partidos disputó con los Chicago White Sox, equipo de las grandes ligas cuyo propietario era el mismo que los Bulls para ser bajado a equipos vinculados de ligas menos competitivas posteriormente, como los Scottsdale Scorpions.
Aunque la muerte de su padre no queda reflejada en la película, el resto de circunstancias sí y conforman en paso previo al desarrollo de la trama.
A partir de ese momento, Michael Jordan se ve envuelto en una vorágine de acontecimientos que le llevan a ser absorbido en un hoyo de un campo de golf y llevado ante la presencia de los más alocados personajes de la Warner. El motivo, necesitan de sus habilidades para vencer en un partido de baloncesto a un grupo de diminutos extraterrestres que se han vuelto gigantes gracias a robar las habilidades de un grupo de estrellas de la NBA.
La sucesión de gags por parte de Bugs Bunny y compañía compiten en surrealismo con las escenas en las que intervienen los jugadores que han padecido el secuestro de sus habilidades. Alcanzando el momento álgido el partido final lleno de referencias culturales, con guiño a Pulp Fiction incluido.
Ver a Charles Barkley, Pat Ewing, Larry Johnson, Mugsy Bogues y Shawn Bradley en unos papeles tan cómicos (especialmente Barkley siendo vapuleado en un partido callejero) arranca varias sonrisas, cuanto menos, que se ven acompañadas por el asombro y la incredulidad por la multitud de jugadores profesionales haciendo pequeños cameos. Derek Harper, Charles Oackley, Dan Majerle o Vlade Divac son algunos que aparecen de soslayo. Mención aparte para el papelito de Larry Bird, entrenador de Indiana Pacers en aquel momento, que produce otro pellizquito en el corazón a los amantes de la canasta, genialmente acompañado por Bill Murray.
Una potente banda sonora, coronada por “Fly like an Eagle” de Seal, y con temas como «Hit ‘Em High (The Monstars’ Anthem)» de la colaboración de los raperos B-Real, Busta Rhymes, Coolio, LL Cool J, y Method Man, o “Basketball Jones” de Barry White y Chris Rock, acompañan al espectador en su transición a las canchas animadas de la Warner.
El film terminó recaudando cerca de 240 millones de dólares teniendo un gasto, aproximado, de otros 80. Magnífico resultado teniendo en cuenta que la idea nació de un anuncio para Nike que compartieron Jordan y Bugs Bunny y sin otra idea más que entretener al público.
La historia fue vapuleada por la crítica americana que la vieron como una excusa de amasar dinero aprovechando la alta popularidad de la disfrutaban tanto la serie de los Loonies como el propio Jordan en ese momento.
Pero a esa edad, yo no fui consciente de esos matices algo más adultos. La película supuso un aumento exponencial en mis ansías de querer adentrarme en el mundo NBA, de ver partidos, de conocer jugadores y equipos e incluso de tener algún producto oficial pero lamentablemente llegué tarde a lo más importante.
Llegué tarde a conocer a esos Bulls campeones. A saborear los cientos de partidos del equipo de Illinois. De ver cruzando la pista a Scottie Pippen, a Toni Kukoc, a Ron Harper y al inimitable, y recientemente embajador NBA en Corea del Norte, Denis Rodman como escuderos de Jordan. De verlo brillar cada partido, cada posesión con el balón en sus manos. Con los años comenzaron las noches en vela, videojuegos de NBA y el gasto del poco dinero que manejaba en las revistas oficiales.
Afortunadamente, los dioses del baloncesto quisieron curarme la herida, al menos en parte, y sacar esa fina y dañina espina clavada en lo más profundo de mi conciencia. En 2001, Michael llevaba a cabo su segunda vuelta a las canchas, enfundándose la camiseta de los Washington Wizards. Un periodo menos brillante, pero esa ya es otra historia.
Si los Oscar hubieran reconocido al género de animación para ese año, y si hubiera podido vencer al Jorobado de Notre Dame, estrenada por Disney varios meses antes, quizás y solo quizás pudiera estar hablando de una película ganadora de este premio que, sin duda, lo hubiera merecido por ser una de las mejores películas de baloncesto de la historia.
Carlos Sabaca (@casabaca)
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