El arte realizado por mujeres suele enfrentarse al problema de su difusión, entre otros muchos. Pensemos por ejemplo en la artista del Renacimiento Sofonisba Anguissola. Es inútil que no se lleve a cabo el siempre necesario peregrinaje artístico cuando éstas buscan reivindicar las figuras olvidadas: debería costar algún esfuerzo ponerse en presencia del arte igual que la gente hace el Camino de Santiago o cientos (cuando no miles) de kilómetros para un concierto. Pero también soy realista. Las obras de Anguissola están muy dispersas –su obra maestra, por ejemplo, está en Poznan, en Polonia y un autorretrato recientemente descubierto está en ese país, en el Museo Zamek de Lancut- y, dadas las dificultades de reunir suficiente obra para dar una plena de sus logros (junto al inevitable interés que tiene que despertar la obra de una de las mujeres contemporáneas de Miguel Ángel, a quien ese paradigmático gran artista tuvo en alta estima), parece extraño que no se hayan realizado más exposiciones que contengan su obra.

Esta reflexión se me planteó recientemente al volver sobre las lecturas de Alice Munro, Premio Nóbel de Literatura en 2013, y seguir descubriendo que la obra literaria femenina se nos aparece como la predominante dentro de las creaciones realizadas por mujeres. Es decir, la mayor parte de los reconocimientos artísticos de mujeres vienen desde el campo de las letras. Es cierto que desde hace tiempo encontramos mujeres premiadas en arquitectura como la fallecida Zaha Hadid o en otras artes como la fotógrafa Anne Leibowitz, pero la mayor parte de las veces las repercusiones mediáticas se obtienen a través de los libros porque son el soporte de difusión más inmediato, más barato y más cercano.

Sin embargo, sucede con determinadas artes como la pintura aquello que las Guerrilla Girls apuntaban, la creación de “Museos de Mujeres”, en lugar de incluir a estas creadoras en el mismo espacio que sus coetáneos masculinos. Sucedió precisamente con Anguissola, “vista con admiración” según Vasari por la corte de Felipe II en España donde llegó a enseñar a pintar a la reina Isabel de Valois.

Con total independencia de los méritos intrínsecos de su obra, Anguissola nos ayuda a apreciar algunas de las variadas limitaciones con las que había de trabajar una mujer artista en aquella época y la diferencia tan enorme con la creación literaria que desde entonces ha hecho que abunde más la segunda que la primera. Simplemente no había manera de que una mujer fuese capaz de ejercitarse dibujando una figura masculina, lo que significaba, externamente, que las mujeres se veían limitadas a lo que se consideraban categorías menores del arte, como los retratos y los bodegones. Aunque en literatura sucedía algo similar y solían dedicarse a escritos religiosos, tenían un mejor acceso a toda clase de publicaciones e incluso en algunos entornos estaba bien visto practicar determinada escritura.

Lo que eso pudo significar internamente lo plantea Vasari al discutir la obra de la Hermana Plautilla: “es manifiesto que habría realizado cosas admirables si hubiera podido estudiar de la vida como los hombres y hubiera tenido a su disposición las ventajas de diverso tipo que el estudiante de dibujo adquiere al dibujar de la naturaleza”. Vasari intenta demostrar su tesis apuntando que “las figuras y los rostros de las mujeres, a las que pudo estudiar a placer, están creadas de un modo mucho más satisfactorio en su obra que en la de los hombres, y tienen una semejanza mucho mayor con la verdad de la naturaleza”.

Aunque la fama de Anguissola era tal que es difícil imaginar que fuera muy afectada por las limitaciones externas –haber sido nombrada como pintora oficial de la Casa Real española era una distinción muy elevada-, no hay duda de que la limitación interna indujo una cierta dificultad en la obra. En compensación, Anguissola observaba ciertas expresiones con más penetración que nadie, expresiones que no eran de uso significativo en la pintura histórica o religiosa. Y esto da a su obra cualidades que no se encuentran en la pintura de artistas varones. Dicho de otro modo, se podría argumentar que lo que hizo de ella una artista tan extraordinaria fue el hecho de que transformó sus limitaciones en una visión que sólo habría estado disponible para una mujer. Que no encontremos una visión paralela en otras mujeres artistas de su tiempo es señal de su inmensa originalidad.

Paradójicamente, la situación de la literatura trajo consigo en épocas posteriores un proceso similar. Si atendemos a las producciones de Virginia Woolf o de Mary Shelley, hay en su forma de afrontar las tensiones internas, domésticas, sociales, de sus personajes tanto masculinos como femeninos una indudable perspectiva fruto de su entorno. No son mujeres escribiendo como hombres ni en estilo ni en posicionamiento, sino que son mujeres escribiendo algunos temas, relatos, géneros, tradicionalmente reservados a los hombres pero abordados desde su punto de vista femenino. En el caso de Shelley, su ‘Frankenstein’ revela los terrores propios de la progresiva liberación de la mujer en el XIX que choca con una mentalidad que trata de aprisionarla. El monstruo es un trasunto de la propia época donde los monstruos mitológicos han dado paso a los creados por la ciencia, como lo es la criatura del Dr. Víctor Frankenstein. Es más, si se compara con el modo en el que nos es narrada la relación de Moby Dick con sus perseguidores, el monstruo de Frankenstein encarna los miedos de una criatura poderosa pero rechazada. Esta postura es, justo, la que también encontramos en los ensayos de Mary Wollstonecraft.

La perspectiva femenina fue algo que la postmodernidad diluyó en la literatura cuando el mercado empezó a crear la idea de que existían unos géneros, como la novela negra, reservados a hombres y que, cuando son escritos, deben ser abordados “como lo haría un hombre”. En cambio, si volvemos a lo que Anguissola nos enseña con su obra esto no tiene por qué ser así. Pensemos en su obra ‘Juego de Ajedrez’. Es una elegante y divertida representación pictórica del momento de la victoria en la que una de las hermanas de la pintora, Minerva, señala su derrota a otra, Lucía, que parece maliciosamente complacida consigo misma, mientras Europa, todavía una niña de quizás ocho años, sonríe con gran júbilo a Mineva y una sirvienta observa la escena con simpatía. Las muchachas llevan elaborados peinados y van vestidas con pesados brocados; el juego se ha desarrollado en el jardín, con una vista de colinas y castillos distantes y, en el tablero de ajedrez taraceado colocado sobre una de esas alfombras orientales que vemos cubriendo las tablas de interiores holandeses y flamencos la artista ha puesto su inscripción.

Anguissola debía tener unos veinte años cuando terminó esta pintura de buen tono, y la muestra a la vez como extraordinaria y como limitada en los aspectos que se han indicado. La figura y el rostro de Lucía que nos compromete con una mirada de complicidad autosatisfecha, están hermosamente modelados, aunque Anguissola evidentemente no quería perder el lado izquierdo oscuro del rostro de su hermana entre las hojas de roble que hay detrás de ella. Hay una torpeza al colocar a la sirvienta: la artista no consigue integrarla con las hermanas de manera que formen un grupo natural.

Podemos hacernos una idea de la originalidad del planteamiento de Anguissola situando este cuadro en el contexto en el que adquirió su arte. Los historiadores del arte han postulado una relación entre esta pintura y un juego de ajedrez alegórico pintando por Lucas van Leyden que ella pudo haber conocido a través de una adaptación del mismo que hizo su maestro Giulio Campo. La relación no sería de influencia ni de copia en sentido pasivo, sino más bien una relación consistente en tomar y hacer propios, totalmente a la manera de los pintores del siglo XVI, ciertos elementos figurativos y compositivos que encontró en ciertos artistas. De hecho, Durero y Rembrandt se apropiaban también de los grabados de Van Leyden o Schongauer para sus composiciones.

Llegados a este punto nos encontramos, pues, ante la situación que nos plantea la moderna novela negra escrita por mujeres, ¿por qué coger elementos empleados como tópicos una y otra vez y ofrecerlos sin la perspectiva de género no solamente en cuanto a temáticas o problemas particulares sino como visión que únicamente es posible a una mujer? Es decir, ¿puede entender un hombre lo que supone vivir bajo la amenaza constante de la violación en potencia? Esa forma de transmisión en lenguaje no está del todo bien definida en la novela negra actual igual que en otros géneros tradicionalmente masculinos.

Sin embargo, los grabados de la pintura renacentista y barroca fueron empleados por pintoras como Anguissola desde una indudable perspectiva singular que no se corresponde con el repertorio fisonómico del artista varón. El rostro de Europa en ‘Juego de Ajedrez’ refleja la personalidad esencial de la artista, como si en cualquier momento, en uno de esos remilgados autorretratos que hizo de sí misma pintando o tocando la espineta o manteniendo un libro abierto, de repente pudiera sacarnos la lengua a todos. Se siente que, dejada a sí misma, se habría restringido a las pequeñas comedias. El propio Miguel Ángel, al parecer, había llegado a retar a Anguissola a que hiciera un retrato de una niña llorando y según cuenta Vasari, no escogió una Virgen Dolorosa para hacerlo sino a una niña riendo.

Paradójicamente, el reconocimiento que en cierto modo tuvo en vida Anguissola al ser elegida como pintora de Corte en España no pareció mejorar su producción sino al contrario. Acabó realizando retratos oficiales, en los cuales podríamos atender a quizá ciertos elementos propios de su pintura que ningún otro pintor varón se había atrevido ni se atrevería después: pintar la alegría. Ahora bien, ¿hasta qué punto no estamos siendo influenciados por la idea de que las mujeres son más sensibles y lo muestran en su obra? Una cosa es aceptar que igual que Shelley o Woolf mantienen en la escritura una sustancia cultural propia de ser mujeres y de serlo en su contexto, y otra que lo reconozcamos en lo que la estructura cultural nos dice que es lo femenino.

Por ello, debemos ser cuidadosos al ver en la obra pictórica de Anguissola o de otras pintoras rasgos de perspectiva femenina. Hay que tener en cuenta una serie de limitaciones fundamentales de carácter externo. En un estudio llamado ‘Problemas masculinos’ de Abigail Solomon-Godeau, se mostraba cómo todas las obras que ganaron los Premios de Roma de la Academia entre 1793 y 1863 (un premio que permitía realizar una estancia de aprendizaje artístico en Roma), presentaban desnudos masculinos totales o parciales y en sólo un caso había una mujer. Ante esto era difícil que las mujeres artistas pudieran competir porque les estaba prohibido estudiar y pintar cuerpos masculinos.

Estas limitaciones externas que existían de facto hace dos siglos se transformaron con el paso del tiempo de la Academia al mercado: no interesa vender libros donde la visión femenina sea la evidente en determinados géneros aun cuando haya un porcentaje muy elevado (casi a la par) de mujeres que compren ese género. Puede haber habido momentos en la historia reciente del arte y la literatura en los que las mejores obras las estaban haciendo hombres: el expresionismo abstracto femenino en la primera generación fue muy marginal, y no hubo mujeres artistas pop de las que hablar. Pero en el mundo pluralista de hoy no hay realmente excusas para nada que sea menos que la paridad. Como mínimo.

No se trata de una cuestión de igualdad o de equidistancia sino de respeto a una forma de ver el mundo. Cuánto de lo que se puede clasificar como “visión de las mujeres” se debe a ciertas limitaciones externas como hemos visto en el caso de Anguissola no es excusa para que se borre por excusas de mercado. En gran parte la mayoría de las artes lo ha conseguido borrar. Es en la literatura, por su “excesiva facilidad de acceso y uso”, donde sigue costando aceptar que hay una forma de ver el mundo particular.

Noelia Arlandis