Por primera vez en mi vida piso el escenario de un teatro no construido sobre un antiguo gimnasio o garaje para Vespas. Es una sensación abrumadora. Todas esas butacas, todo ese terciopelo rojo, todos esos palcos. Casi pueden palparse en el ambiente los efectos de la cantidad total de cabezas acumuladas a lo largo de las décadas prestando atención desde ahí enfrente. Curiosamente, provoca todo lo contrario al pánico escénico. Dan ganas de interpretar cualquier papel, de ponerse a bailar el batusi. Ahora sé lo que ven los actores, los entregadores oficiales de premios, los cantantes y los tragafuegos lituanos cuando salen al escenario y se nos quedan mirando. Ven el vacío. Que no es lo mismo que esta ausencia de público frente a la que Arturo Querejeta (1956, Logroño) se está fotografiando en este momento para la revista, dos horas antes de que se levante el telón para representar su Shylock en El Mercader de Venecia. Más bien el vacío de lo masivo, de un monstruo demasiado grande como para tener identidad, del espacio exterior capaz de congelarte la zarpa si se te ocurre sacarla del guante presurizado.  Temo que se me está yendo un poco la cabeza. Pero es que la estampa del Lope de Vega desde este punto lo embarga a uno con todas las sílabas de la palabra ATENCIÓN. Con qué calma, con qué naturalidad se mueve Arturo entre bastidores. La experiencia en espacios desmesurados repletos de público da para toda una entrevista. En cambio solo se me ocurre echar un ojo por si hay oro auténtico en las cajas de caudales de atrezo.
Pues no, no hay.
Por suerte, la sobriedad sueca del camerino me rescata del amago de infarto.

 Arturo Querejeta

Ha afirmado que nunca tuvo muy clara su vocación como actor hasta que empezó a cursar el COU, donde ya le tiraba el gusanillo de la redacción de fanzines. ¿Qué temáticas le interesaban más en este sentido?

-Bueno, yo en COU me volví loco. Recuerdo aquella época y digo que me volví loco porque afortunadamente caí en un grupo en que había todo tipo de actividades culturales. Tenía la necesidad, como imagino que le ocurre a todo el mundo, de, en un momento dado, expresarme, de transitar por otros campos. Lo mismo me metía a escribir fanzines que me metía en aulas de música de autores que yo mismo me preparaba: desde Leonard Cohen y Bob Dylan hasta Schubert. Cantaba en un coro, estaba en un grupo de música, tocaba la guitarra… En fin, estaba en un mundo incipiente donde mi talento, ya fuera mucho o poco, estaba desbordándose por todos lados y tenía que encauzarlo de todas las formas posibles. Entre otras muchas cosas estaba el grupo de teatro. De alguna manera fue ahí donde mi cabeza se colocó.  Aunque siempre he tenido una cierta tendencia a plasmar sobre el papel mis ideas, mis impresiones. El problema es que no tardé en darme cuenta de que de la literatura no iba a vivir… Porque lo que escribía no me parecía ni bueno ni malo ni todo lo contrario. Más o menos como me pasó con la música: quería tocar el saxo así que empecé con un clarinete. A los dos días se me pusieron los labios como la bemba de un boxeador y me di cuenta de que a aquello había que echarle más horas de las que realmente quería dedicarle.

¿Siempre tuvo clara la vertiente del teatro clásico?

-No, que va. Yo empecé como todos, con autores supermodernos, contemporáneos, de los que creías que te tocaban por tu edad. Y también por la España en que vivías. Tengo la particularidad de que pasé de Lina Morgan a Lope de Vega sin solución de continuidad: ¡fui el último partenaire de Lina en el teatro! Justo en ese momento me llama Adolfo Marsillach y entro en la Compañía Nacional de Teatro Clásico en el 92. Desde entonces he salido y entrado como cuatro o cinco seis veces. Pero por aquel entonces yo no tenía ni idea. Los clásicos me pillaban bastante lejos. Estaba más cerca de Chéjov, Strindberg o Buero Vallejo que Lope de Vega. Pero entonces se te cruza un director que confía en ti, como Adolfo, y sigues adelante. De hecho, ha sido la confianza con los catorce o quince directores diferentes que han pasado por la CNTC desde el 92 la que me ha permitido centrarme en determinado momento de mi vida en el teatro clásico.

Arturo Querejeta

En alguna ocasión ha afirmado que el actor nace, pero también se va construyendo, que es necesario tener la voluntad intrínseca de desear comunicar algo. ¿Qué le ha motivado de El Mercader de Venecia? Bueno, y de Shakespeare, ya que sus últimas representaciones se han centrado en el escritor inglés.

-Shakespeare es que es un seguro de vida. Los personajes tienen tanta carne, tanta solidez, tanta holgura que te puedes agarrar a miles de cosas. Eleva a cada personaje hasta un límite en el que hay que ser muy malo para no poder defender eso. En el caso de Shylock… Bueno, la figura del judío en esta obra es muy controvertida, pero no me he querido meter en historias sobre sionismo o anti-semitismo o tal o cual porque, fíjate si sería fácil caer en comparaciones con Israel o los árabes o el lobby judío, o la diáspora secular de los judíos o los judíos y el nazismo... No. Mi intención es huir de esa figura convencional y hacer un retrato de un ser humano, con sus luces y sus sombras. Por un lado, vive en un gueto, es denigrado socialmente, es un pueblo sojuzgado, humillado constantemente… ¡Sale por la calle y le escupen como si nada! Cómo eso va forjando el carácter de una persona hasta el punto de que en determinado momento quiera vengarse, conocer el trasfondo por un lado y, por otro, el puro hecho de que su trabajo es ser prestamista. Con ello Shakespeare te está exponiendo lo que hoy día llamamos “ingeniería financiera”: ¿Hasta qué punto un contrato suscrito por dos partes puede llegar a tener clausulas tan abusivas que termine afectando a los derechos fundamentales de una persona? Incluso a la propia integridad física del firmante. Recuerda que Shylock quiere una libra de carne de Antonio, el deudor. ¿Hasta qué punto debemos suscribirnos al imperio de la ley, a sus últimas consecuencias? Suscribes una hipoteca pero tienes una cláusula suelo, baja el Euribor y eso beneficia al banco pero a ti no. Eso es legal, pero no es justo. Y Shakespeare habló de eso hace ya 400 años: un ser humano convencido de que la ley está de su parte, que esos derechos deben respetarse a toda costa porque, si no, el sistema cae, que es lo que se dice actualmente. “Si quiebran los bancos, el sistema se va al garete”. Pero los bancos están destrozando a muchas familias.
En definitiva, volviendo a Shylock, el actor debe defender a su personaje, a las razones que lo han construido, independientemente de que uno esté de acuerdo o no con él. Hay que huir del cartón piedra.

Sin embargo, hay una cierta paradoja en esta obra. Ya habrá oído mil veces aquello de que El Mercader de Venecia parece hablar de nuestros días, que es un reflejo, etcétera. No obstante, es un poco peligroso tomar el relato como un simple reflejo adaptable al presente. A fin de cuentas, y hablando claro, Shakespeare se las hace pasar putas a Shylock: primero lo humillan por ser judío, luego termina humillándose a sí mismo al no poder recibir lo que técnicamente le corresponde, su hija le abandona por el tipo que le ha dejado a deber… Esta saña de Shakespeare también es fruto de su época. ¿Considera que el público, como ya afirmó sobre los actores, debería indagar un poco más en el contexto para no quedarse en la afirmación sobre “cómo se parece a nuestros días”?

Claro. Te puedes quedar con dos o tres referencias que habitualmente usamos en nuestro día a día. Pero más allá están los sentimientos y las emociones del personaje… Para mí que el espectador pueda apiadarse o sentir cierta empatía por Shylock es lo más valioso. Que entienda todo lo que ha perdido vitalmente. Luego podrán venir los eruditos, los historiadores y los académicos a disertar sobre el lenguaje y la forma, pero para mí lo más importante es la reflexión, las conclusiones que el espectador pueda sacar de un personaje tan ambivalente como éste. No queremos que la gente se quede con las convenciones, queremos que vean que hay un ser humano complejo. El espectador es inteligente. El otro día Eduardo Vasco decía en la rueda de prensa que lo que más le molesta como espectador es que traten de pensar por él, que no le dejen decidir.

Arturo Querejeta

¿Cree que el método de interpretación teatral se ha estancado o se ha alimentado de medios como la ficción televisiva o el cine?

Creo que no hay un método. Cada actor tiene su método, va adquiriendo una serie de herramientas, asimilándolas y poco a poco va creando un abanico de su propia formación. Claro que hay cosas específicas, como el verso, que tiene sus propias leyes, pero se aprende como se aprende a actuar en un culebrón o en una serie. Y en el fondo lo que subyace es que has ido aprendiendo un oficio. En definitiva, e independientemente del autor o el medio, para mí el punto de partida es siempre el mismo: en cada personaje te enfrentas a un ser humano.

Usted aboga por un actor no exactamente intelectual pero sí bien formado, en el sentido de que debe adentrarse y conocer no tanto un gran número de obras como sí todo el trasfondo histórico y social que la rodea. ¿Cree que sigue siendo posible ahora que la velocidad parece imponerse cada vez más en la formas de recibir la cultura?

-Pienso que un actor tiene que estar no formado, sino formadísimo en todo tipo de niveles. Hay que leer mucha historia, por ejemplo. Todos los actores lo hacemos. Pero también tenemos que saber de música, de pintura… Ese compendio de cosas es fundamental. Yo al menos sería incapaz de trabajar sin ello. Fíjate que yo creo que los actores de las generaciones más jóvenes están más formados que los de mi generación. Fundamentalmente porque las escuelas han ido ejerciendo una mejor labor en ese sentido. Antes los actores eran más intuitivos y se hacían a golpe de escenario. El único problema que veo es que también hay una parte en que te vas haciendo sobre las tablas (o delante de una cámara), más allá de la cantidad de formación recibida, y eso, en la situación que vivimos actualmente, cada vez está más difícil porque cada vez hay menos giras, cada vez se va a menos plazas, cada vez las funciones duran menos… Ahora estrenar una función en septiembre y que dure hasta julio es impensable. Hay lagunas en lo que se refiere a contrastar tu formación con el hecho real de dirigirte al público, cosa que no es achacable a los nuevos actores sino a las circunstancias que estamos viviendo en este país. Eso merma mucho el crecimiento de cualquier intérprete.

En España parece que el teatro, el cine y el mundo editorial no es que estén en crisis por La Crisis, sino que han nacido en un estado de permanente quiebra inminente. O al menos ese ha sido el discurso mayoritario. ¿Existe algún modelo ejemplar, digamos, de teatro que pueda proponerse frente al español?

El teatro está en crisis. La sociedad también está en crisis. Pero siempre ha sido así, en general.  Lo que ocurre es que ahora estamos viviendo una muy gorda. Siempre está sucediendo, cuando no es tal sector es tal otro que se ha venido abajo. El teatro es el reflejo de lo que está pasando. ¿Cuál sería la fórmula mágica por la cual lograr cierto equilibrio? Es un tema realmente complicado. Yo creo que una parte fundamental es el ciudadano. Es el ciudadano el que tiene que demandar cultura, demandar que haya buenos escritores de novelas, buenos cineastas o buenos cantantes. O que haya un repertorio de música clásica. Ese nivel cultural medio de una sociedad es el que va demandando a cualquier sector que produzca. Si no, evidentemente, se va al garete. Luego podemos hablar de subvenciones, de lo público y lo privado y de lo que se quiera. Lo que está claro es que esto es una apuesta, es formación. La cultura no es vender chorizos donde cada uno lo pones a 1,50 y sabes que vas a ganar tanto si vendes equis cantidad. Y esa apuesta de la que te hablo produce unos frutos que se recogen muchos años después, generaciones después. Eso es lo que marca el nivel cultural de una sociedad. ¿Deberíamos tener exenciones fiscales con el sector cultural como ocurre en otros países? Pues seguramente. Y eso puede coexistir perfectamente con los patrocinadores. Mira la ópera. La ópera es deficitaria pero, ¿qué pasa? ¿Nos cargamos la ópera? Nos centramos demasiado en esos debates sobre financiación pública o privada cuando, como sociedad, lo que debería importarnos realmente es que el nivel cultural suba y exista esa demanda.

A ese respecto, ¿no cree que el papel de las academias, como la Academia del Cine, se ha desvirtuado en cuanto a su responsabilidad dentro de esa apuesta? ¿Que en lugar de crear y fomentar una demanda lo más amplia posible se han obsesionado por simple y llanamente atraer público, como si se tratase de niveles de audiencia para el sábado por la noche?

Yo mismo soy académico de las Artes Escénicas. ¿Para qué sirve una academia? Bueno, en estas circunstancias, para hacernos visibles. Es como el logotipo, la punta de lanza para presentarnos en sociedad. Como los Goya y toda la parafernalia de la alfombra roja y el espectáculo. Si no te publicitas no existes. ¿Eso hace que mejore la oferta cultural? Bueno, personalmente creo que esa más bien es una labor de base, una labor que se realiza desde la escuela. Es por ahí por donde hay que atacar. Y como te dije antes, los frutos se recogerán no mañana ni pasado, sino dentro de muchos años. La gente que venga hoy al teatro, por ejemplo, la gran mayoría será gente que acude habitualmente a ver obras teatrales. Ocurre igual con el cine o con la danza o cualquier otra actividad.

Querejeta

¿Está todavía por desarrollar una cultura de la inversión no tan centrada en el beneficio material como en el beneficio de invertir

Piensa en los programadores de los teatros. Muchos me lo dicen: “es que programo cosas y la gente no me viene, quieren más esto que lo otro.” Pero se trata de una labor de años, de acostumbrar al público, de mostrar que existe una oferta mucho más variada de la que se cuenta. Se trata de encontrar el punto medio entre los gustos personales y las demandas del público y entre medias ir subiendo el nivel todo lo que se pueda, mostrando otras formas, otro lenguaje. Hay que asumir el riesgo.

¿Y la crítica?

Te cuento. Hace poco salió una crítica que nos ponía muy bien, pero el crítico empezaba diciendo: “Yo soy de la opinión de los grandes creadores europeos, que respetan totalmente el texto de Shakespeare, llevando a escena a todos los personajes.” Nosotros hacemos adaptaciones y evidentemente hay personajes que se quedan por el camino. Digamos que en el texto pone que sale el rey, dos guardias, cinco músicos y el pueblo. Pues yo cogería a ese crítico y le diría: si ya es un suicidio ir con diez actores (y un piano) de gira, imagínate hacer una compañía con dieciséis. A mí me parece muy bien que usted sea partidario, junto con los grandes creadores europeos, de hacer todos los personajes y toda la función como viene en el original de Shakespeare, pero, ¿quién sufraga eso? Eso lo montan exclusivamente los Centros Dramáticos Nacionales o instituciones como el Piccolo Teatro de Milán. Esas son las cosas que hay que dejar claro.

 Isaac Reyes