“La verdad, la verdad, ¿para qué piden tanta verdad, ustedes, falsarios? Yo les diré la verdad: no sabrían qué hacer con ella como no saben qué hacer con sus sesos. Los tienen. Y ya está”

R. H. Hudmitch

Henri Grin decidió a los dieciséis años que ya había tenido bastante de ese jolgorio permanente que es el calvinismo de provincias. Así que no hizo las maletas, ni el petate, porque no tenía, (tan solo las montañas de estiércol sobre las que iba sentado mientras atormentaba a la mula de la familia con un látigo, “su primera invención natural”) y escapó de la gran obra de su padre que era su familia.

Como por entonces el sistema de becas estaba mucho más complicado que sacar 0,5 puntos sobre la nota mínima de aprobado y los ecos alemanes sobre las cataratas rebosantes de trabajo aún se limitaban a cuánto espacio por rellenar necesitase el boletín local de turno, Henri decidió largarse haciendo uso del más noble, ancestral y hoy por hoy obviado de los medios de exilio: sus pies.

Echó a andar. El mundo es un lugar mucho más magnético y fascinante cuanto más reducidas son las fronteras físicas y espirituales de la casa familiar.

No llegó muy lejos antes de unirse como lacayo a la etapa dramatúrgica de Fanny Kemble, actriz norteamericana hasta los veinticinco años, cuando decide casarse con Pierce Mease Butler, nieto del padre fundador de la patria que promulgó el acta de Persecución al Esclavo Fugitivo. Ni más, ni menos. Tal vez Fanny ignorase el ilustre ascendente de su señor esposo o la mecánica según la cual las plantaciones de algodón, maíz y arroz de la familia Butler producían tal cantidad de excedentes a un precio tan absurdamente bajo. La cuestión es que un día vio la luz (y las cicatrices de los latigazos a los negros de las plantaciones de Georgia su marido) y Fanny Kemble encontró un nuevo camino en la vida como pionera abolicionista, mediante la táctica inmortal de ponerle la cabeza como un bombo a su marido sobre las penurias, los derechos y los sufrimientos de sus becarios morenos.

Éste, claro, primero recurrió al inevitable orgullo masculino. Creyó firmemente que podía levantar un muro de hormigón entre sus reproches y sus asentimientos desvaídos. Luego, admitiendo el fracaso de la estrategia, la amenazó con el divorcio, con quitarle a los dos niños y con no ver un centavo de la herencia familiar de los Butler (para lo cual, por cierto, el muchacho tuvo a bien cambiarse el apellido ya que, por una serie de cuestiones legales, técnicamente no le correspondía casi nada de la fortuna del padre fundador).

Fanny no se amilanó y continuó publicando sus investigaciones sobre las lamentables condiciones de los esclavos, así como de la pasión desmedida de los terratenientes por esparcir algo más que semillas de maíz entre las mujeres de sus trabajadores.

Y que se sepa, no había Borbones.

Pero bueno, Fanny acabó separándose y acabó sus días dedicándose a leer a Shakespeare en voz alta de pueblo en pueblo. El señor Butler murió de malaria, arruinado, habiendo batido el récord de la mayor subasta de esclavos negros antes de la Guerra Civil Norteamericana.

Ya ven.

Henri Grin, no obstante, se cansó muy pronto de cargar con los baúles de la señora Kemble y en cuanto hubo finalizado su curso práctico de inglés pegando la oreja a los recitados de la señora, entró como ayudante de cámara de un banquero suizo en Londres. Cuatro años más tarde decidió cambiar la real niebla británica por el desierto australiano, pasando a formar parte del servicio de mayordomos del nuevo gobernador de la Australia Occidental, Sir William Cleaver Robinson, descrito por sus superiores como un tipo capaz de escribir las cartas más largas y pedantes del imperio. Eso sí, como administrador colonial era de lo más eficiente. Y como organizador de espectáculos, todavía más. Conocido por sus operetas y su afición a componer canciones, se lo requería en todas las inauguraciones oficiales de la corona.

El Pepe Reina de los gobernadores decimonónicos.

Recordado con aflicción por sus colegas funcionarios, William Cleaver Robinson quedó eclipsado por la fama de su hermano, William Robinson (a secas), el gran revolucionario de las técnicas jardineras inglesas, padre del cottage garden, amigo de Darwin, autor de libros que hicieron temblar los cimientos sobre cómo debe tratarse la jardinería de los cementerios y las parroquias y defensor acérrimo que la cremación frente al entierro.

Casi nada.

Una vez más, Henri se aburrió de la vida de servidumbre y se hizo a la mar, comprándose un barco minúsculo y destartalado y reclutando a cinco escoceses borrachos de los puertos de Sídney a los que aseguró haber localizado bancos de perlas como puños unos cuantos kilómetros mar adentro.

El barco desapareció en febrero de 1877, apareciendo pocos meses después en Cooktown, Queensland, totalmente destrozado y hundido. Según Grin, partió de Fremantle, en la costa oeste de Australia, y a la altura de la Isla Lacrosse unos aborígenes desquiciados atacaron la embarcación, dejando como único superviviente al suizo, quién logró conducir los restos hasta su destino final.

De los escoceses, asesinados a lanzazos o no, nunca más se supo.

Es 1880, no tiene un solo céntimo y su trabajo de fregaplatos le hastía casi tanto como todos los anteriores. Esa vida no es para él. Por eso decide dedicarse a vender acciones falsas de compañías mineras, negocio lo suficientemente lucrativo como para casarse y empezar a engendrar hijos como se plantan nabos, alternando el fraude con la pintura de paisajes copiados de fotografías. En 1897 decide escapar de su familia y de la policía emigrando a Nueva Zelanda, no sin antes meterse en el bolsillo los diarios de Harry Stockdale, explorador de la región australiana de Cambridge, famosa por no parecerse ni lo más mínimo a su original inglés.

Cosas de la colonización.

Ya en Wellington, lejos del encausamiento criminal (no sólo por las acciones timoratas, sino también por el extraño experimento de un traje de buzo de su propia invención que terminó con un danés ahogado en las aguas de Sídney) y de las reclamaciones por la pensión alimenticia de su señora y sus siete hijos, Henri va a parar a los círculos espíritas de la capital, donde trabaja como fotógrafo de almas y, además, le aseguran que tiene un don innato para contactar con los muertos.

Apenas permanece un año en la isla cuando decide volver a Londres, no sin antes pasearse por el puerto de Wellington profetizando el hundimiento de todo barco que pasara ante sus narices.

Acertó dos veces, incluido el vapor en que se embarcó, el Waikato, nuevecito, hundido dos meses más tarde tras su llegada a la capital británica.

Una vez allí, se presenta en el despacho de William Fitzgerald, director del The Wide World Magazine, una revista ilustrada mensual cuyo subtítulo rezaba: “La verdad es más extraña que la ficción”. Y Henri lo era más que ambas.

En agosto de ese mismo año, 1898, comienza a publicarse por entregas en la revista una narración serial titulada “The adventures of Louis de Rougemont”, donde el susodicho Louis de Rougemont asegura ser el hijo de un rico comerciante parisino llamado De Rougemont. De pequeño se trasladó con su madre a Suiza, donde cultivó su talento como geólogo y luchador de espectáculo. Como la idea del servicio militar francés no le entusiasmaba demasiado, se dedicó a viajar por Oriente. Zarpó de Batavia en una balandra holandesa de buscadores de perlas, resistió el ataque de un pulpo gigante y fue el único superviviente cuando ésta se hundió. Aislado en un arrecife de coral, De Rougemont se las vio y se las deseó para sobrevivir, adiestrando albatros para que pescaran por él y cabalgando sobre tortugas para matar el aburrimiento, detallando poco después cómo logró cultivar hortalizas en la propia sangre almacenada en los caparazones de los animales. También se edificó su propia casa de nácar y su propia canoa que, como la de Robinson Crusoe, resultó ser tan pesada que ni siquiera pudo arrastrarla hasta el mar. Tiene visiones de una muchacha francesa a la que no puede reconocer, divaga sobre la locura y, finalmente, logra arribar a Cambridge, Australia, donde se casa con una muchacha aborigen llamada Yamba. Pasa no menos de treinta años vagando de un punto del desierto a otro, acompañando a su mujer y a su tribu, quiénes gracias a sus dotes como luchador deciden proclamarlo jefe y dios, todo a la vez. Describe el encuentro con Alfred Gibson, el explorador desaparecido durante la expedición de Ernest Giles, financiada por el barón Ferdinand von Mueller, un tipo empeñado en ponerle el nombre de Amadeo de Saboya a un lago salado enorme en mitad del desierto.

Conforme pasaban los años, De Rougemont fue acumulando un aparente rencor infinito contra todos esos hombres blancos a los que trataba de acercarse como loco, brincando, con las barbas a la altura del ombligo, cubierto de polvo rojo. Al parecer, según cuenta, huían de su persona como de la peste, creyendo que se trataba de “otro salvaje más”:

“(…) Aparentemente era un paria, con el rechazo de cada hombre blanco hacia mi persona. “Bien”, pensé, “si la civilización no está preparada para recibirme, esperaré hasta que lo esté”. Decepción tras decepción, generalmente unidas a las opiniones de Yamba y mi gente, fui congraciándome gradualmente con la vida salvaje; y lenta pero firmemente fui asimilando que estaba condenado a no regresar a la civilización nunca más…”

 

Por lo que se ve, De Rougemont no terminaba de alcanzar la armonía trascendental con su yo salvaje. Y esto, claro, da lugar a más divagaciones plagadas de contradicciones, donde en la misma frase despotrica contra los pecados del hombre blanco, sus armas y su arrogancia e inmediatamente después, en cuanto atisba la nube de polvo de un carromato, echa a correr suplicando que lo rescaten de aquel infierno tribal. Lo mismo se siente en paz con la Creación al lado de Yamba y sus súbditos aborígenes (aunque por lo general la historia se narre como si ambos estuviesen abandonados a la buena de Dios), que le atormenta la idea de no regresar nunca más entre los suyos, quiénes lo mismo son los aborígenes como blancos del estilo de Gibson.

Para su desgracia, el explorador, su “última esperanza de civilización”, arrastraba secuelas mentales tan graves que no podía poco menos que asegurar que aquel hombre era un “completo imbécil incapaz de no emitir otra cosa que mugidos”.

Una vez muertos Gibson y Yamba, a De Rougemont no le queda nada más en el desierto, por lo que, por fin, en lugar de continuar lamentándose decide poner rumbo a la costa.

Y poco más, porque las entregas y la posterior novela en que se compilaron terminan con una escuetas cinco líneas donde, metiendo quinta, se explica cómo narra su historia a un parlamentario británico que, fascinado, le redacta una carta de recomendación para que se la entregue al director del The Wide World Magazine, donde afirma que “Este hombre tiene una historia que, de ser cierta, dejará atónito al mundo”.

En efecto, tan asombrados se quedaron que el Daily Chronichle, periódico en la línea profesional actual de preocuparse por el rigor de las exclusivas ajenas, se olió que aquí había tomate del bueno.

No tardaron en encontrar a la despechada señora de Henri Grin allá en Australia, suponemos que ya sin sus siete hijos (independencia o mortalidad infantil), soltando fino y bonito sobre su marido, el aventurero que aseguraba ser hijo de un rico comerciante parisino llamado De Rougemont. Tampoco faltaron los testimonios de geógrafos y viajeros asegurando que la falta de datos precisos sobre los aborígenes y la morfología del lugar no casaba demasiado con alguien que ha vivido tres décadas entre los salvajes a los que estaban dando pasaporte Winchester en mano.

Visto lo visto, Henri Grin escribió una carta en nombre de Henri Grin denunciando que se esté utilizando el nombre de Henri Grin para difamar contra el señor Louis De Rougemont.

No coló.

Hecho el paripé, Henri montó un espectáculo de teatro donde continuaba relatando las portentosas aventuras de Louis De Rougemont, o sea, de sí mismo. Agotada la fórmula, se pasó al metateatro, poniendo en pie una segunda función titulada “El mayor embustero del mundo”.

Se pueden imaginar de qué trataba.

Daniel Defoe publica su gran lección moralista por excelencia, Robinson Crusoe, en 1709. A día de hoy, los departamentos de literatura de medio mundo siguen engordando sus archivos con investigaciones académicas sobre las fuentes empleadas por Defoe para escribir la novela. A todos les pareció y les parece de lo más normal.

En cambio, Henri Louis Grin cometió la mayor de las herejías: superó a los creadores, asimilando en su propia persona la ilusión y los hechos empíricos.

Los escritores se erigen dueños y señores de farsas con las que emparedan trozos moribundos de realidad, el público aplaude y los críticos, en el escalón más bajo, parlotean sobre los trucos y los ilusionistas que los llevan a cabo.

Henri Louis Grin adoptó para su propia existencia las reglas de la creación y la ficción. Arrojó al mundo la posibilidad de aprender, emocionarse, reprobar o poner en marcha el cerebro para rebatir la parte de su vida que decidió transformar en un folletín por entregas. Las dimensiones de la treta superan tan abrumadoramente cualquier observación, que al público no le quedó otra que  abuchear sin compasión.

Hay que defenderse de los impostores capaces de jugar con su vida como un niño se divierte dibujando o un juntapalabras ingenuo escribiendo. De lo contrario, ¿cómo vamos a soportar seguir lamentando no alcanzar las fantasías sobre las que otros afirman, sin cortarse un pelo, haber cabalgado?

En 1901 fue echado a patadas del escenario durante una representación en Australia.

El  9 de junio de 1921, Henri Grin y Louis De Rougemont mueren en un asilo de Londres.

Durante su primera actuación de regreso a Sídney demostró, ante un teatro abarrotado, cómo puede conducirse una tortuga.

  Isaac Reyes