Día 6 (que es 13 de noviembre y miércoles)

Los servicios prestados al señor Hao fulminan toda posibilidad de acudir a las dos películas que tengo para este día. Estoy tan absurdamente alejado de cualquier epicentro relacionado con el festival que decido salir a pasear por las calles del extrarradio con la acreditación colgada del cuello. El público que deambula por las calles de esta zona apartada del meollo cinematográfico se parece tanto al de las salas que en cierto modo resulta en un reflejo anti-SEFF: senectudes hace ya bastante tiempo jubiladas y sus nietos, bastante más jóvenes que lo que uno entiende por “joven” en el festival[1].Aquí a nadie le importa el último ensayo visual de Gunvor Nelson ni la tranquilidad defensiva de Leos Carax ante las preguntas del público del estilo ¿Por qué hace usted lo que hace/ Se ha dado cuenta de que es un genio o a mí me parece un genio y por tanto es un genio pido un aplauso?  No. Con mi acreditación borrosa metida en un plastiquito (que favorece que el gancho de la correa se deslice por la superficie y de un momento a otro mi identidad dentro del festival se convierta en un enigma porque el pase de prensa se ha caído Dios sabe dónde y en qué momento), reconozco que aquí, como en tres cuartas partes de la ciudad, solo soy un tarugo con una tarjeta de plástico donde han impreso mi nombre.

Es de Perogrullo, pero hoy, a esta distancia considerable de la puerta giratoria del NH y las colas intergeneracionales del cine Avenida y los neones ochenteros del cine Alameda, me doy cuenta de lo importante para todos los participantes en este evento que es mantenerse dentro de los cálidos, acogedores y algo falsarios muros del festival. Más allá uno recuerda que en el fondo no es gran cosa.

Y, en pleno ecuador del SEFF-FCES, tras cinco días recibiendo estímulos cerebrales que apremian a reflexionar sobre lo divino, lo profano, lo europeo y la angustia interior, puede que eso esté bien.

DÍA 7 (del que dicen que es jueves 14 de noviembre)

Más datos aleatorios aportados sin criterio aparente:

· Número de veces que me he cruzado con conocidos de otras ediciones del SEFF que me han reconocido y a quienes yo he reconocido y cuya detección mutua no ha bastado para pararnos, saludar y preguntar amablemente cómo les está yendo, qué han visto, qué les ha gustado y qué les ha amargado el día: 5.

· Adjetivos y sustantivos más empleados por los asistentes del SEFF y recopilados pegando indiscretamente la oreja en salas, colas o cafeterías:

–          Contemplativo

–          Magnífico

–          Existencial

–          Aburrido

–          Esteta

–          Delicia

–          Bonito

–          Malo

–          Genial

· Número promedio de camisas refractarias que los críticos y/o articulistas encargados de cubrir el SEFF aparentemente han metido en la maleta y van alternando a lo largo de la semana: 4.

· Temperatura media en la ciudad a lo largo de la semana: 23º Celsius.

· Temperatura media en una sala: 30º Celsius.

· La mitad de los asistentes al SEFF que compran palomitas las compran tamaño Extra Grande, lo cual parece estar relacionado con el hecho de que no pocos deciden cenar justamente los aperitivos del cine ya que el margen entre película y película es lo suficientemente estrecho como para descartar la idea de digerir nada demasiado sólido o consistente. Averiguar si esto degenerará en bloqueos de colon la semana posterior al festival.

· El promedio de asistentes al SEFF que compran palomitas es de 2 por cada 10 espectadores.

· Sólo en los cines de Plaza de Armas ponen música pop antes de comenzar la proyección de la película y alguien ha debido quejarse, porque a partir de hoy el hilo musical desaparece misteriosamente sin dejar rastro.

Clio Barnard asegura en los créditos finales de The Selfish Giant haberse inspirado en el cuento homónimo de Oscar Wilde. Es ese tipo de señales en mitad del camino que un director va dejando, como en el caso de Shirley, para procurar que el espectador no se desvíe demasiado de su propia intención final como autor. Si Barnard se ha molestado en sugerir cierta relación con el cuento infantil de Wilde es porque quiere que de algún modo relacionemos lo que acabamos de ver con el texto, que es la clase de recurso fácil al que recurren ciertos narradores: si señalo explícitamente la conexión que mi película/libro mantiene con otro texto, normalmente mucho más respetado y conocido, entonces, como mínimo, algo de esa otra obra se transmitirá por ósmosis a la mía. Lo malo de este recurso es que si funciona quedas como un individuo de alto nivel intelectual capaz de producir una buena película/novela a partir de otra y si no, si la cosa no termina de convencer, acabas cubierto de la masa viscosa en la que uno se hunde cuando remite a ciertos referentes indiscutibles de la intelectualidad para tratar de capturar parte de su influencia. Pero bueno, a fin de cuentas, el cuento de Wilde es un relato sencillo, corto, no estamos hablando del Tractatus ni de esas obras laminadas en oro e impresas en mármol que no se leen precisamente por la distancia que otorgan las incansables alabanzas de académicos y expertos y fauna literaria en general. Barnard ha elegido un relato casi místico, moralizante como un cuento infantil pero demasiado simbólico para un niño. Si tiene alguna relación con lo que este articulista ha presenciado en la pantalla de la sala 4 del cine Plaza de Armas, soy incapaz de saberlo.

Porque Barnard plantea un relato tan típicamente de novela realista decimonónica que apenas tiene que ver con el aura de parábola religiosa del gigante egoísta wildesiano.  ¿Y esto importa? Bueno, supongo que sólo en la medida en que uno como espectador decida sentirse ofendido (o no) por la proposición al final de la película a relacionar ambas obras. Aislándola, The Selfish Giant es un drama de realismo social puro y duro, con chico hiperactivo desquiciado, con pareja de críos marginales recortados de un sueño moderno de Mark Twain, uno bondadoso y el otro poseído por el encanto del dinero aunque con la justificación necesaria para proporcionarle la indispensable simpatía del público. También están los varones adultos crueles, las madres y esposas piadosas y hasta escenas con carro tirado por caballos y dos chicos soñadores amenazados por la miseria de su marginalidad. En cierto momento ocurre la tragedia, tras una sucesión de pequeñas mini-tragedias y mini-comedias, todo tan bien dosificado como solía distribuirse en el estilo realista de humor, desgracia social, lección y aviso general de, pongamos, Dickens[2]. Al margen de su relación con el cuento, la película estrictamente debería entusiasmar al mismo público que siente temporalmente la llamada del deber social tras tragarse las cinco temporadas de The Wire: posee los mismos elementos, el mismo ritmo, la misma apelación a prestar más atención a determinados aspectos de su urbe, ciudadano. Con la diferencia de que la serie se aproxima mucho más al estado de observación y desarrollo prolongado de una novela y The Selfish Giant, no. 90 minutos contra 65 horas de relato y exploración. Y al final, el mismo efecto. Uno abandona la sala ligeramente abatido, con la explicación tan fácil como recurrente de que “el mundo es así”. Puede que esa sea la única conclusión factible sobre la película, por otro lado rodada en el ya consabido estilo seco y directo y sin demasiada preocupación por forzar el plano ni su contenido: uno consume dramas sociales (en parte) para sentir que no se ha olvidado de los olvidados.

Ahora a ver quién resuelve el oxímoron.

DÍA 8 y 9 (que es más o menos el final de todo esto o también viernes 15 y sábado 16 de noviembre)

A estas alturas los premiados y los perdedores (por omisión) ya saben que lo son. Se trata de una cuestión pragmática: hay que evitar que los ganadores que no confían en sus posibilidades abandonen la ciudad antes de tiempo y que los seleccionados continúen engordando la factura a expensas de la productora, la distribuidora o los ahorros para la universidad del hijo recién nacido. Un ambiente como de posguerra se ha extendido por las inmediaciones del hotel NH: cada vez quedan menos periodistas, los técnicos de Radio Nacional continúan preparando la mesa de sonido en su rincón frente a la barra (falta media hora para que empiece el programa de cine pero no hay ni rastro del locutor, que los viernes creo que cambian por una locutora), se rumorea que los mismos Pelayos que el año pasado contenían su agorafobia en el vestíbulo este año ni se han hecho notar, al menos no fuera de una sala. Es viernes y eso se nota. A través de la puerta giratoria puede distinguirse la cola que espera en la acera de enfrente para el pase de las ocho de Alabama Monroe. Digo que se nota que es viernes porque la ancianidad vuelve a competir seriamente con la amalgama poco exacta del grupo de “jóvenes”. Una conocida local encargada de revisar que los subtítulos de las películas no se desmadren y provoquen una performance dadaísta en la sala me comenta que Alabama Monroe es un dramón de cuidado y que a ella le ha sobrecogido de tal manera que temía el momento de encenderse las luces y encontrarse con los técnicos y los otros voluntarios del SEFF. Ha reconocido sueños y visiones de un futuro imaginado en la película, le han encantado las canciones y yo, que no la tenía programada, solo puedo darle la razón, porque realmente la tiene. Por primera vez en siete días recibo una breve, sencilla y honesta opinión sobre alguna película, sin la vaguedad de la indiferencia ni la pomposidad del aspirante a domador de caimanes. Esa misma tarde leeré críticas feroces, comentarios despectivos y sardónicos y todo el catálogo de exorcismos disponible online sobre A.M. Entonces recuerdo lo que me ocurrió con Balada Triste de Trompeta, una película plagada de interpretaciones encorsetadas de diálogos, con un montaje que no sabía qué hacer consigo mismo y escenas que no parecían venir a cuento de nada sin que se tuviese la sensación de que esa era precisamente la intención. Y sin embargo, el resultado final para quien les escribe fue exactamente el mismo de una buena película.

No voy a soltarles un rollo teórico sobre cómo las supuestas malas películas pueden ser auténticas genialidades, y no me refiero a la moda de admirar cine setentero de terror de bajo presupuesto. En realidad, una vez más, no sé a lo que me refiero.

Puede que esté hablando de ese ente perverso sin alma parido por estadísticos conocido como público. El público no es nada. El público es el nombre genérico que los cascarrabias de columna cinéfila dan a la masa que ya no aprecia su nostalgia escrita en celuloide. El público es el colchón de dólares sobre el que duermen los fabricantes de tsunamis marca España y materiales de Kentucky. El público no existe pero se le invoca en todos los corros, subgrupos y discusiones imaginables dentro de todos y cada uno de los participantes de este festival.

El público también es la amalgama con que se levanta una parte considerable de los muros invisibles donde mi precaria acreditación de prensa tiene algún valor. Desde el primer día ronda un fantasma muy incómodo y resabiado por las instalaciones del SEFF, ese que susurra entre plañidero y soberbio “somos mejor público que ese que pasa de largo por las aceras junto a las colas de los cines”. Lo he leído, lo he oído insinuado en el tono de algunos comentarios, lo he visto en ciertas proyecciones. Al final solo he podido tener la extraña sensación de que una cosa es declarar públicamente tu amor al cine y otra muy distinta respetar al espectador y de algún modo, creadores y comentaristas solemos dar por sentado que lo primero ya incluye lo segundo.

Todo esto viene al caso porque mi antepenúltima película la protagonizan un director genial como es Richard Linklater y un hasta ahora desconocido para mí James Benning, en un documental donde sobre todo se respira no la filia casi sexual por las imágenes en movimiento sobre una pantalla de ese Tarantino desquiciado, ejemplo sublime sobre cómo debe uno aproximarse al cine para tantos y tantos chavales y no tan mozalbetes, sino más bien una atracción constante pero alimentada por todo lo demás.

Es en ese todo lo demás donde se distinguen Linklater y Benning del espectro que ronda por el festival. Uno puede oírles hablar de la filosofía que subyace a ciertas exploraciones del lenguaje del cine sin dibujar un Picasso con el rostro, sin que se le pince un nervio de la columna y sin tener ganas de echar a correr en dirección contraria. Bromean, se lo toman a la ligera pero lo respetan, comentan con cierta convicción determinadas posturas personales pero no se siente ni por asomo el peso sentencioso de muchos de los acreditados.

Me refiero a Double Play: Richard Linklater y James Benning, de Gabe Klinger, el tipo de documental capaz de enseñarle a uno por qué merece la pena esforzarse por comprender por qué ciertas cosas tienen valor, por qué tiene tanta fuerza la declaración de Benning sobre cómo hoy en día se hacen “demasiadas buenas películas pero apenas se explora cómo innovar el lenguaje” y si no, si a usted no le interesa nada de todo esto, no pasa nada. Porque como apreció el Linklater cuarentón o el James Benning de cualquier época, hay vida más allá de estas fronteras. De cualquier frontera.

ÚLTIMOS DATOS DISPERSOS QUE ESPERO SIRVAN DE ALGO

· Tres de las cinco veces que este articulista ha entrado en los servicios de Plaza de Armas había un adolescente con el pelo pasado por la plancha peinándose el flequillo.

· Los viernes por la tarde son el momento preferido de los jóvenes con el pelo planchado para reunirse en el centro comercial donde están los cines Plaza de Armas.

· El 60% de estos jóvenes con el pelo planchado llevan pantalones de camuflaje militar.

· Para acceder a los servicios del hotel NH hay que atravesar el pasillo de acceso a los salones de conferencias, bautizados con nombres como “Salón Cartuja”. Sin duda se trata de los servicios más limpios y brillantes que he utilizado esta semana.

· Mientras los técnicos de sonido de Radio Nacional continúan trasteando con los micros y las salidas de audio, un par de trabajadores del SEFF destierran al rincón del pasillo de conferencias el monolito de cartón frente al que los invitados se hacen fotos. Esto provoca que la sensación de zona de guerra abandonada aumente considerablemente.

· Al contrario que en muchas tiendas, nadie me observa con desconfianza cuando deambulo por el vestíbulo, lo que me hace sospechar que existe una apariencia de asistente al festival tan reconocible como para pasar desapercibido sin pase de prensa al cuello ni nada.

· Sobre una mesita junto al corredor alguien ha colocado una pila de carteles promocionales de algunas de las películas a concurso en las secciones aparentemente más independientes o marginales. En realidad no son carteles, sino más bien folios con la reproducción de los carteles. También hay alguna que otra “Caimán: Cuadernos de cine” con la cubierta abombada, como si alguien se hubiese sentado sobre el monográfico que le dedican al cine portugués. La verdad es que este rincón da un poco de pena. No es nada probable que el mismo encargado de marketing que ha depositado todos estos carteles y revistas gratuitas vaya a molestarse en venir a recogerlos. Casi resulta hasta incómodo sabiendo que la principal razón por la que toda esa publicidad ha sido impresa ha desaparecido a lo largo de la tarde con los veredictos de los distintos jurados.

· 9 de cada 10 periodistas especializados en cine son clientes fijos de algún gimnasio. En los periodistas culturales o en los simples “reporteros de todo” (que suelen compartir la sabana tropical del vestíbulo y las galas los primeros días y luego salen pitando), la proporción es tan radicalmente inferior que no hay datos.

TODO ES UN TRUCO

Como una depuración perfeccionada a punto de apagarse, los ciclos y rituales del SEFF se reducen a la mínima expresión el último día: colas de espectadores simétricas, grupos de edades tan proporcionados que casi se diría que la batalla entre la senectud y la pos-adolescencia (con treintañeros entre sus legiones) ha terminado en empate: la mitad de la sala donde proyectan el último pase de The Immigrant tiene tantas canas como alopecia o matas de pelo juvenil de esas que por transmisión cultural genética desprecian las generaciones inmediatamente anteriores. Alguien decide aportar su granito de arena a la guerra intergeneracional machacando los huesos del pie de un señor mayor sentado en la parte anterior de la sala. Primero se escucha un alarido bovino, luego el tipo pega un salto, como en los dibujos animados, y se quita el zapato para diagnosticarse el pie aplastado. Todo bien. A mi izquierda se sienta una chica de veintypocos años, a mi derecha una señora de unos 70 acompañada de sus amigas y sus maridos. La señora comenta en voz alta lo “bonito que es ver el ambiente de la sala con tanta juventud” pero a la amiga el ambiente le resulta un poco agobiante y anuncia que necesita un refresco. Luego la señora me comenta que está bien poder meterse en un cine a pasar la tarde cuando hace frío y si sé a qué precio están las entradas del festival. Por un momento pensé que tendría abono o algo, ya que las entradas para La Grande Belleza se agotaron el día anterior, es el último pase y a este SEFF le quedan menos de seis horas de vida. Muchos cinéfilos con pase de prensa o de estudiante o abono de ocho películas religiosamente pagado se habrán quedado con las ganas de entrar y esta buena mujer apenas sabe dónde está ni qué va a ver.

Así es la vida.

Y por algún motivo el hecho de que esta niña de posguerra española haya conseguido asientos de los que otras especies afines al festival se han visto privados me hace sentir relajado de un modo que no puedo concretar. O tal vez la combinación de trabajo feudal con iniciativa personal para escribir sobre lo que uno ve dentro y fuera de las salas del SEFF vaya a reducir notablemente la esperanza de vida de los comentaristas amateurs del futuro.

La misma crítica que lanzó un ataque termonuclear contra la decisión del SEFF de proyectar la comedia española Tres bodas de más por tratarse de una película “demasiado alejada de los estándares de cine independiente europeo que se esperan del festival”, esa crítica no tiene reparos en bailar bajo lluvias de confeti con The Immigrant, que ha desatado la euforia en los enviados especiales tanto locales como forasteros. Desconozco el malabarismo técnico con que se ha encajado la película de Gray en la Sección Oficial, pero de momento las tres principales productoras que aparecen antes del título son tan norteamericanas como un texano meando petróleo. Puede que haya terminado en un festival de cine europeo porque se presta al pasatiempo (desfasado) por excelencia a este lado del charco: la crítica al “sueño americano”. No es que vaya a oponerme a los razonamientos retorcidos por los que acaba programándose una película de James Gray en el festival, lo que no comprendo es la bipolaridad de cierta crítica. Por otro lado, es una pena que Only God Forgives, mucho más europea en todos los sentidos (del director a su financiación) ni se haya estrenado siquiera en los cines en versión original que ocupan las pelis seleccionadas por el equipo del SEFF.

De nuevo, así es la vida.

Poco puedo decir de The Immigrant. Poco porque tengo la sensación de que ya se ha dicho. Incluso lo dijo James Benning en el documental del día anterior y me da igual volver a parafrasearlo: “Hay demasiadas buenas películas”. Eso es, creo, la última obra de Gray: una buena película (buena de las que se recuerdan, no buena de las que se van difuminando a los dos días en la memoria) basada en su amor por la estructura y el desarrollo tanto narrativo como de caracteres calcados de la novela rusa del XIX. No es una analogía gratuita: en su caso, al contrario que en The Selfish Giant, a James Gray le apasionan tanto las novelas de, pongamos por caso, Dostoievski que su idea del cine consiste en ofrecer adaptaciones increíblemente fieles de su estilo, no solo en el relato sino también en el efecto, un logro que no está al alcance de muchos. Es de suponer que de ahí la admiración que despierta. Formalmente no aporta nada nuevo, narrativamente todavía menos. Siempre es una alegría ver actuar a Joaquin Phoenix, quien da la impresión de continuar con su personaje anterior en The Master[3], como una secuela de aquellas historias sobre las vidas pasadas que le cuenta Seymour Hoffman. Luego están Marion Cotillard y el hombre de la cara blandita que es Jeremy Renner. También hacen su aparición estelar los giros de personalidad donde un personaje mezquino muestra su pedacito de bondad y lo mismo pero al revés con el personaje en principio honesto y sincero y el asesinato y la miseria del mezquino que ama-pero-a-la-vez-es-un-cabronazo-consciente-de-que-lo-es-y-eso-lo-atormenta y ella, que no le quiere pero le quiere y así hasta que, bueno, lean a Dostoievski o Tolstoi o Pushkin y si no, vean a Gray, que viene siendo lo mismo pero en 90 minutos.

En definitiva, si existe algún espacio para la sorpresa en The Immigrant, estará en que a la misma crítica que exige a la entelequia del público un esfuerzo especial durante esta semana para enfrentarse a formas y mensajes diferentes a lo que normalmente traen las distribuidoras a Sevilla, a esa crítica le ha sobrevenido un orgasmo colectivo justamente con el tipo de cine que consideraban ajeno al evento.

Esto se está acabando. Quedan un par de pases en todos los cines y el ambiente se ha reducido al de un cine cualquiera en un fin de semana cualquiera. El palmarés se ha dado a conocer al mediodía. Los premios se los han llevado todas las películas que mi deber para con el señor Hao no me ha permitido ver. Dicen las malas lenguas digitales que en lugar de la película a la que han concedido el Giraldillo de Oro, El Desconocido del Lago,  van a proyectar Alabama Monroe, que se ha llevado el premio del público. Dicen que esto se debe a que en las altas esferas incomoda exhibir amor homosexual y primeros planos genitales con la plana mayor del ayuntamiento interesándose momentáneamente por el cine europeo. Poco después se sabe que en realidad se debe a la carencia de dos copias de la misma cinta, ya que mientras Eva Hache ironiza sobre la gala de inauguración, en otra sala se está proyectando El Desconocido del Lago. En el fondo, no deja de ser otra muestra del cinismo que corre por las venas de todo crítico.

Precisamente de eso (en parte, como siempre) trata la última película de mi SEFF, que es de Paolo Sorrentino, un señor al que todo el mundo cataloga de barroco y excesivo y que probablemente sea cierto. Cómo le gusta mover la cámara de un lado a otro, cómo le apasionan los giros y las grúas y la música y lo grotesco. La Grande Belleza consiste en 142 minutos de cinismo desencantado puro y duro con algo de trampa, una ilusión muy simple pero al mismo tiempo enrevesada y algo desoladora: la seductora fantasía del apático mordaz.

Toni Servillo interpreta la versión 2000 del personaje de Mastroiani en La dolce vita: periodista de éxito rodeado de la creme de la creme de la cultura y la farándula romana, herido crónico en su orgullo al no haber podido escribir una sola novela desde su juventud. En su 65 cumpleaños le sobreviene una crisis existencial que aplaca a golpe de metralla verbal contra sus conocidos. Humilla a personajes insoportables, ofrece al público de la sala esa satisfacción tan reconfortante como perversa de disfrutar catalogando a idiotas y luego azotándolos. Cuando roza la línea donde su propia actitud puede tornarse contra él, Sorrentino lo salva con breves destellos de humildad y sinceridad no destinada a la destrucción del prójimo: lo mismo apela a la “aceptación de las miserias comunes “a un personaje al que acaba de descuartizar retóricamente que se le parte el corazón viendo jugar a unos críos en el jardín bajo su casa. Lo cierto es que los diálogos brillantes e ingeniosos salen disparados de la boca de los personajes a una velocidad que lo deja a uno aturdido y el planteamiento de un individuo desesperado por los abalorios y la decadencia tanto de su entorno como de sí mismo es lo suficientemente interesante como para considerar La Grande Belleza una (otra) buena película. Sin embargo, como dice el artista de circo, “todo es un truco”. Paolo Sorrentino tiene 43 años. Jep, el periodista amargado, 65. Uno puede pasarse las dos horas y veinte de película regodeándose en la disección impávida del protagonista y, aun así, no puede reprocharle algo tan simple como que no se da cuenta de que si vive en semejante miseria es porque le encanta sentirse el rey de esos miserables. No se le puede reprochar porque ese señor tiene la misma edad que la anciana que tengo sentada al lado y como buenamente podrá responderme la anciana, a ciertas edades pretender ciertos tipos de cambios en lo más profundo de una persona es poco menos que una quimera. Pero un momento. Como dije, Sorrentino tiene 43 años. ¿Qué pasa con él? ¿Qué pasa con los treintañeros y los veinteañeros que nos lo estamos pasando en grande con cada puya clavada en pleno corazón de los irritantes colegas de Jep? Él está demasiado mayor para enfrentarse a problemas como qué es la honestidad o cómo puede degenerar la sinceridad o el hecho de que ser consciente de una condición no basta para dejar de alimentarla. Jep tiene todo el derecho del mundo a considerar  en alta estima su odisea de cinismo y hastío y lágrimas en los ojos ante los pequeños acontecimientos “puros” de la vida. Pero, ¿qué pasa con nosotros? La trampa consiste justamente en creerse viejo. La señora que tengo al lado tiene todo el derecho a identificarse, si es que encuentra algo en común, con el periodista. Yo no. Por la sencilla razón de que el truco, la trampa duerme precisamente en la excusa complaciente de que a fin de cuentas no se puede cambiar. Sorrentino es demasiado joven como para defender que las cosas que le cansan y aburren y que cree identificar con total lucidez deben estar (y permanecer) ahí, que lo más honesto es continuar siendo quien se es pero recordando lo que se fue, no tener ínfulas de grandeza pero tampoco abandonar el desprecio abatido con que paradójicamente mantenemos con vida lo que despreciamos.

Casualidad o no, la última película que veo habla directamente a todos los críticos y periodistas y blogueros y espectadores del festival, aunque no tanto para invitarles a dudar como para sugerirles que todo va bien, que podemos continuar confundiendo al público con el espectador, que los críticos tienen derecho a arrojarse espada en mano contra todo aspecto imaginable de una producción cinematográfica, que no pasa nada si soltamos discursos en torno a nuestra humanidad colectiva mientras secretamente nos creemos un poco mejores que los demás, que se puede ser sentencioso en un post o columna o tuit sobre cine y a la vez continuar defendiendo descaradamente que uno sólo está ofreciendo su opinión concreta y específica dentro de los márgenes que le incumben. La mitad de los asistentes a esta sala tenemos más opciones que el viejo Jep y, aun así, aquí estamos, disfrutando.

Sorrentino se equivoca. El ruido y el blablabla nos aplastan día a día. Pero salgo del cine y recuerdo la sencilla y apasionada opinión sobre Alabama Monroe de mi compañera infiltrada en el voluntariado.

Puede que el único que haya respetado, intencionadamente o no, al espectador durante esta edición del SEFF haya sido precisamente su director. Después de todo, ha conseguido lo que afirmaba una semana antes, un “festival para todos”, donde malas películas se han vuelto repentinamente buenas gracias a los espectadores y el demonio implacable del público solo sobrevive en los exorcismos editoriales de periodistas con camisas refractarias o sueldos precarios.

Glup.

Acaba de romperse el plástico que sujeta mi acreditación. Da lo mismo, ahora toca atravesar la frontera donde nada de esto importa demasiado. Y a la salida del cine noto extrañamente, en los comentarios exhaustos y los gestos de corredor de fondo al borde del colapso, que no sólo para mí es un alivio.

Isaac Reyes


[1] Quiero decir que varios portavoces y jefes de prensa y vendedores de humo digital del SEFF se refieren a los treintañeros alopécicos como “jóvenes”, incluyendo también a los candorosamente entusiasmados universitarios de primer o segundo año, que, audiovisualmente hablando, es como meter en el mismo saco a los criados con el nacimiento y auge del VHS y los amamantados con el nacimiento y auge del DVD. No es que las diferencias generacionales se midan así en el mundillo (o en varios mundillos afines), pero pueden hacerse una idea del intervalo de edad.

[2] Quien, junto a Shakespeare, se ha vuelto uno de los nombres más insoportables de leer por la facilidad con que aparecen en cualquier reseña de este tipo. Perdonen las molestias.

[3] Según el guión original de la película de P.T. Anderson, había una escena donde el personaje de Phoenix soñaba que era un astronauta. Pues bien, de haber soñado que era un proxeneta esta sería sin duda la recreación más fiel.