Uno:
-Tiene usted más vértebras de lo normal.
-Entiendo.
-Le recomiendo dormir mascando un rodillo de gomaespuma.
-Perfecto.
Más tarde supe que la conversación con mi médico de cabecera no fue exactamente así. Ignoro a qué se debe, pero por alguna razón me cuesta una barbaridad mantener la atención cuando tengo delante a mi médico. Quizá se deba al aroma que desprende la habitación, como si cada mueble y cada bolígrafo se hubieran recocido dentro de un preservativo durante todo el verano. O puede que tenga que ver con el público promedio de la sala de espera, septuagenarios tan enfermos que resulta difícil jugar a adivinar a simple vista qué les ocurre: los tipos irritantemente sanos y los irremediablemente mórbidos comparten esa apariencia plana de equilibrio bañado en un resplandor dorado. El resto, en cambio, tenemos que conformarnos con ir por ahí ahuyentando al personal con nuestras ojeras de la era soviética y  los avisos traicioneros del cuerpo en forma de punzada malaya o jaqueca de caballo.
Después de ver Los Angeles Plays Itself (2003), el fantástico documental de Thom Andersen sobre cómo la ciudad de Los Ángeles ha sido distorsionada, tergiversada y transformada en un escenario mental que simple y llanamente se ha tragado la realidad física de la urbe, me sobrevino el impulso de extrapolar la experiencia a esta sacrosanta ciudad por la que todavía arrastro los pies.
El resultado fue una pre-luxación cervical y la deprimente constatación de que Sevilla nunca ha sido escenario de nada. Tal vez de un par de películas de García Pelayo, los divertidos ensayos-ficción de Sebastián Bollaín y un montón de cintas de Super8 vendidas al peso en el mercadillo de la calle Feria. Bueno, también está Buñuel, pero en Ese Oscuro Objeto del Deseo no pasamos de los patios, una calle adoquinada y el tablao-erótico donde se exhibe Ángela Molina.
A Sevilla, en realidad, lo que se le da bien es no existir, descomponerse en demostraciones de lo hortera que pueden ser los árabes recibiendo a Alec Guinness, la inquietante polivalencia de la Plaza de España tanto para un dictador gadafizado como para que una reina intergaláctica, con la muy monárquica afición de pasar 346 días del año de turisteo diplomático se deje tirar los trastos por un mercenario con sable láser. Puede que Los límites del control de Jim Jarmusch sea realmente la última película interesada en Sevilla, o al menos en la Sevilla donde los nativos pasamos los días sin montarnos en calesa y donde el humor se parece más a la resignada ironía macabra de un polaco que a las chanzas de cuello flojo de Dani Rovira. ¿Que el protagonista se mete en un tablao? Pues Jarmusch es tan inteligente y tiene tanto talento como color le falta a su albino tupé, filmando una escena de cante y baile con una mesura capaz de conmover hasta al más apático de sus sobrinos, ese, el del flequillo planchado y la camiseta de Nirvana.
Por cierto, la pre-luxación cervical fue consecuencia de pasarme toda una mañana con el cuello en rigurosa orientación celeste a la búsqueda de señales de vida humana en el Real Alcázar. Según las noticias, aquí se iba a rodar parte de la quinta temporada de una serie de la que no he visto un solo capítulo, pero de la que presupongo que le queda de fábula meter arabescos y pavos reales. Y según el alcalde de la ciudad, la expectación iba a ser tal que, por ciencia infusa, el dinero ingresado por el turismo durante las fechas de grabación se iba a multiplicar por cinco o por diez, no solo por el previsible sablazo de los comerciantes locales al equipo de rodaje forastero sino por la extraña suposición de que el churruscado matrimonio cincuentón de la Borgoña no tiene otra cosa mejor que hacer que pasearse por el recinto para ver si cata a algún pobre albañil en paro disfrazado de paje de los Reyes Magos. Por otro lado, salvo que el Ayuntamiento cobre por mirar a través de un agujerito descosido en la manta que la productora ha colgado sobre la valla de dos metros que separa el mundo de fantasía y cópula paleolítica del resto de los mortales, no sé yo cómo va a recaudar tanto dinero la ciudad con “el turismo”. Tal vez solo sea una falacia más, pero mi débil y esperanzado corazón no quiere creerlo así. El niño de mejillas sonrosadas y ojos como vidrieras catedralicias que cumple condena dentro de mí aguarda expectante la aparición de algún actor, de cualquiera, me da igual, total no conozco a ninguno. En cambio, la calma es chicha y el Alcázar da la impresión de estar más vacío que nunca. ¿De verdad la HBO ha venido a grabar su serie aquí o es todo una tapadera para desviar la atención e irse a rodar, no sé, a Peñíscola? Me conformo con ver por lo menos a un enano.
Pues no. A quien me topo es al amable encargado de velar porque los metomentodo como un servidor no arruguen la sábana fronteriza.
-Por favor, puede continuar la visita por aquí-me recomienda el vigilante de la manta quien, por seguir la analogía, va de James Bond en un anuncio de Cocco Chanel.
-Oiga, ¿han empezado ya a rodar aquí?
El vigilante sonríe cerrando los ojos, como si le hubiera preguntado cuándo va a venir el Ratoncito Pérez o algo.
-Puede. Pero la visita continúa por aquí- me señala, apuntando con la antena del walkie en dirección a Mueva El Culo esquina con Piérdase de Vista.
-¿Puede entrar la prensa? Escribo para…
Entonces decido cerrar el pico. Ni fogonazo divino ni epifanía rodeada de coro de pajarillos. No se trata solo de ser un juntaletras mindundi; el secretismo, el afán confidencial estilo Área 51, la ausencia de europeos norteños de pantalón corto y visera blanca, todo conduce a la misma conclusión, una que sirve para las cantatas sobre brotes y germen de industria cinematográfica que se marca la oficialidad cuando de tanto en tanto nos sobreviene una anécdota del estilo de la HBO: aquí, en Sevilla, no está ocurriendo nada.

Dos:

¿Por qué quieres trabajar en la FNAC?
Porque he elaborado una lista de trabajos miserables y dependiente de la sección de Entretenimiento de la FNAC ocupa el segundo puesto en la relación sobreesfuerzo/salario, solo por detrás de Palmerín, la mascota con forma supositorio de cannabis del Betis.
Porque me gusta el olor de los envoltorios de plástico sin abrir.
Porque no tengo que llevar pajarita.
-Me gustaría trabajar con vosotros porque creo que el entorno laboral puede impulsar exponencialmente mis expectativas laborales, así como suponer una oportunidad única para…

Estos tipos deben de haber oído la misma sandez mil veces antes, pero algo me dice que tanto ellos como yo nos sentiríamos más a gusto si nadie rompe la tradición.
He superado la primera fase del proceso de selección de nuevos empleados de la FNAC, así que ahora estoy encerrado en la misma sala de reuniones que durante el primer encuentro con los otros siete aspirantes, solo que esta vez el tete a tete solo incluye al tipo idéntico a un amigo mío que trabaja como redactor en SOFilm y a un ex alumno de Comunicación encargado del departamento de Entretenimiento, un área un poco difusa donde a veces entra el cine y a veces no.
Intento ganarme al licenciado en Comunicación recordándole que somos colegas unidos por el peregrino lazo de haber compartido asignaturas y profesores. Hermanos de armas. Black Power.
-Sí, conozco a algunos profesores, sí.
Eso es todo lo que consigo sacarle. Fracaso.
Durante la primera etapa, los aspirantes se enfrentan entre sí tratando de demostrar quién es el más avispado y tiene el coco más bullente de ideas revolucionarias para sugerir a los clientes que tal vez quieran rascarse el bolsillo por un cachivache o un vinilo que hasta entonces ignoraban que necesitasen. Esta misma pesca de arrastre de ideas mercadotécnicas también tuvo lugar la primera vez que me presenté para el mismo puesto hace dos años. Tengo la sensación de que alguien se está ganando una plaza fija en la FNAC apropiándose de las genialidades paridas en esas reuniones.
-Yo, a ver, es solo una propuesta, pero yo como encargado del área de Entretenimiento lo que haría sería traer unos mimos, como esos que se ponen en la calle Tetuán, para disfrazarlos de personajes de series, ¿no?
-Regalar un helado por cada libro de Murakami.
-Cantar.
Cosas así.

-¿Te importaría trabajar vendiendo seguros? ¿Por qué?
Deduzco que en algún punto de la ciudad otro aspirante está siendo interrogado por un gerente del Ocaso sobre sus inquietudes a la hora de trabajar como dependiente de la FNAC. Puede que haya acudido al sitio incorrecto.
-No, no me importaría.
-¿Por qué?
En realidad sí me importaría. Por eso he descartado casi todas las ofertas como comercial. Simplemente, estoy biológicamente incapacitado para venderle la moto a nadie. Por no hablar de la diferencia entre encasquetarle el pack Leyendas del Oeste a un jubilado y atemorizar a una familia con tres hijos sobre las altas probabilidades de que uno de sus vástagos muera desintegrado en una explosión de gas o aplastado por el techo del cuarto de baño.
-Si te dijera que tienes que cumplir un cupo, ¿tendrías algún problema?-me pregunta el doble del redactor de SOFilm.
¿Un cupo? Depende. En el colegio me obligaban a cumplir cuotas de volteretas sobre colchonetas, un ejercicio que temía por encima de lo humano y lo divino ya que me imaginaba partiéndome el cuello por culpa de mi total falta de aptitud para rodar por los suelos con gracia y armonía. Además, es un ejercicio ridículo; ni tonifica ni tiene una utilidad práctica en el mundo real. ¿Quién va a esquivar un camión de la basura o huir de un pitbull rabioso girando como una ballena varada en la playa? Para evitarlo solía recurrir a la autolesión. El día antes de los exámenes de volteretas me lanzaba corriendo contra alguna pared para justificar con mayor credibilidad mi condición de inválido. El dolor no es nada comparado con quedarse con la cabeza clavada sobre una superficie de plástico presentándole el culo a tus compañeros.
-Puedo cumplir cualquier cupo. Supongo que me pondría nervioso si se acerca el plazo y no llevo ni la mitad, claro.
-¿Y un cupo de captación de clientes? Porque no sé si lo sabes pero en realidad la FNAC hace dinero mediante la fidelización, no vendiendo libros ni películas.
Arrea.
No parece un sistema muy inteligente. A fin de cuentas, tarde o temprano el número de afiliados al Club FNAC superará al número de clientes potenciales residentes en la ciudad o remotamente interesados en hacerse socios, por no hablar de que antes, como en todo agotamiento, el número irá en progresivo decrecimiento hasta que el cupo sea, digamos, de dos clientes nuevos al mes. Entonces, al borde del colapso, quizá decidan hacer lo que hacen todos los negocios culturales de por aquí cuando se van al traste: montar una cafetería con cruasanes.

Tres días después de la entrevista recibí un amable correo electrónico donde se me informaba sobre mis “evidentes capacidades para tratar con el material” pero que lamentaban mucho tener que descartarme a favor de otro aspirante con experiencia en esto de venderle la burra al pobre tipo que solo entra buscando la primera temporada de Mr. Bean. Yo creo que eso es mentira. Al menos a mí nunca han intentado colarme ni sugerirme más libros o DVDs de los que tenía en mente. Como mucho me han señalado el cartelón fluorescente donde se grita la oferta de 2×1, pero para eso no creo que haga falta tener muchas tablas detrás de un mostrador. No sé, no sé. Resulta complicado describir un país donde para ser jefe de estado o gestionar la sanidad pública basta con nacer en el lugar adecuado pero, en cambio, hay que andarse con ojo sobre lo que demuestras que sabes o dejas de saber para acceder a un puesto de 324 euros mensuales.

Tres:

Miércoles, cine a mitad de precio. A pesar de los goterones de sudor frío, consigo suplicarle a mi pie derecho que siga el ejemplo del pie izquierdo y continué así hasta la taquilla. Casi lo consigo. En el último momento siento una especie de punzada arrojada desde las alturas celestiales y echo a correr en dirección diametralmente opuesta.
De verdad que lo he intentado, pero he sido incapaz de entrar a ver La Isla Mínima. Tarde o temprano acabará ocurriendo, como cuando por fin vi hace un par de semanas en La2 la  Blancanieves de Pablo Berger o cuando al fin me decidí a, ya ven, reproducir mi copia ilegal de Holy Motors, pero, de momento, me da que estoy mentalmente incapacitado.
Lo cierto es que me cuesta bastante ver cine de la forma en que otras personas que conozco se lanzan a orgías desenfrenadas de horas y horas de pantalla quemándoles las pestañas. Me lo paso demasiado bien con las pelis que me han dado una patada en el cerebro y me han metido el puño en la caja torácica sin el menor miramiento. Por eso, si el tráiler no acaba de engancharme, al final acaba ganando la versión más vaga de mí mismo y termino, que se yo, viendo por quincuagésima vez The Master o alguna ponzoña inconfesable.
Últimamente lo llevo bastante mejor y me estoy poniendo al día para poder dar la impresión de que puedo codearme sin ningún rubor con toda esa gente con una envidiable memoria para los nombres y una especie de relación patológica con el reflejo del mundo en la pantalla de sus ordenadores o de la sala 1 de su cine en versión original favorito. He descubierto el insano (y a la larga mortal) placer de esconderse en una sala a oscuras, doméstica o arrendada por algún magnate palomitero, y lo he hecho precisamente porque socialmente voy de mal en peor, que es como me temo muchos de mis conocidos acabaron entregándose a lo que con tanta finura victoriana se cataloga como “pasión” o, glup, “filia”.
No se equivoquen, si tuviéramos algo más emocionante  o espiritualmente elevado a lo que dedicarnos, lo haríamos al primer parpadeo ya que, en cierta forma, la total entrega a una devoción individual no deja de ser el reflejo del estrepitoso fracaso a la hora de encontrar un amor compartido.
El caso es que a estas alturas empiezo a sentirme agotado. Conforme pasan los años, a uno le cuesta recordar cada vez más cómo era eso de no ser invadido por la campaña promocional de una película, cómo se respiraba y se relacionaban los seres humanos cuando alguien tuvo la espantosa idea de obligar a las televisiones a apoquinar parte del presupuesto para financiar cine patrio, desatando así una oleada de autoreferencias, actores asomando la quijotera en cada programa, en cada informativo, en cada marquesina de autobús, redes sociales plagadas de tuits y comentarios de Facebook subvencionados, elevando a la enésima potencia el ya de por si fatigoso fenómeno de leer una tras otra las valoraciones de tus contactos, sus críticas informales y sus enlaces a comentarios de doctorando publicados en blogs y en ediciones digitales de las revistas culturales donde se abren el coco cada semana.
O sea, como esta, para qué nos vamos a engañar.
Escuchar a unos pocos o arrojarse a lo Bonzo en mitad del huracán Katrina de sus camaradas digitales, eso es un problema. Antes, a lo sumo, uno tenía que conformarse con los suplementos dominicales, con elegir a los críticos que considerase más cabales y, sobre todo, con pedir opinión a su colega, vecino, primo más fiable en esto de comentarte por qué tal o cual película más que tu dinero merece tu tiempo. No es que la mayoría de ustedes ni yo mismo vayamos a dedicarnos a algo mejor. Seguramente, la hora y media que podamos echar a perder tragándonos una bazofia sosa e inane vaya a escurrírsenos de los dedos viendo cómo crecen los gladiolos del balcón del vecino de enfrente, cotilleando las fotos de la fantástica nueva vida de su compañero de facultad o atrapados en un autobús a su vez encajonado en el señor atasco de los jueves por la tarde. La gente le da demasiado valor a su tiempo, como si tener mala suerte a la hora de elegir peli fuera a retrasar su descubrimiento de la cura contra cien tumores o a impedirle conocer a la mujer de sus sueños.
Pues ya les digo yo que ni hablar del peluquín.
La fatiga aumenta todavía más cuando el tema comienza a cavar trincheras, donde se clavan hermosos mástiles con banderas donde pone bien grande “CONMIGO” y “CONTRA MÍ”. Ejemplo: Gervasio Iglesias es un conocido productor cinematográfico andaluz, esencialmente El Productor de las películas de Alberto Rodríguez. Ángel  L. Fernández, uno de los fundadores de la revista Jot Down es sevillano. Ángel L. Fernández redacta una crítica de promoción de La Isla Mínima, dirigida por Alberto Rodríguez, otro compadre del terruño. Y todos tan contentos.
Una crítica de promoción se diferencia de una crítica a secas (bueno, y de una crítica de odio febril, pero para esas métanse la sección de cultura de El País y ya) en que la primera es un favor disfrazado mientras que la segunda es, muy resumidamente, un ejercicio, un (se supone) esfuerzo realizado por un fulano con una capacidad de discernimiento y expresión sobre el arte cinematográfico superior (coloquen diez mil comillas a “se supone”) a cualquiera del resto de nosotros, vanos mortales. El problema de los favores disfrazados es que no son intrínsecamente malos. Tal vez no digan mucho a favor del redactor ni de su amor propio, pero pueden jugarse cada uno de sus maravillosos dedos a que a ningún director o escritor o cualquiera que se haya pasado años para concluir una obra le va a hacer ascos a un elogio. Nunca viene mal un par de palabras de aliento, la verdad. Lo complicado es cuando la propia maquinaria de promoción de tu película se encarga de fabricar vítores, como Donuts fabrica accidentes cardiovasculares de azúcar glasé. Es entonces cuando la saturación le puede a uno, cuando empiezas a percibir que el problema no radica tanto en ese amor de pega de los enjabonadores a sueldo como en la inevitable consecuencia de tanto ruido tan concentrado. Es esa tristeza de las caricias a cincuenta euros la hora, el vacío aplastante de saber que en el fondo a ninguna de esas opiniones les interesa genuinamente ni el cine andaluz, ni español, ni los jóvenes realizadores ni las nuevas propuestas ni cómo es el cine popular o comercial. Al final, lo más trágico de estas campañas es esa soledad a la que te termina acorralando el eficacísimo mecanismo de Aprobación General. Ya no vas a pagar una entrada para ver La Isla Mínima, ahora vas a pagar un boleto para colocarte delante de un fenómeno cacofónico, con toda la tralla de semanas rebotándote en las paredes craneales, temeroso de no poder unirte a la fiesta, con los cojones a altura traqueal por si te deja indiferente, por si en el fondo no es para tanto, por sí, qué demonio, resulta que tú eres el problema y no sabes apreciar lo que tantos otros llevan días y días disfrutando al mismo son.

Sentado en el probador de un H&M, corro el peligro de morir aplastado por la montaña de ropa que he metido aquí dentro. Seguro que le ha ocurrido a algún coreano.
A esto me dedico cuando me invade una crisis existencial como la que me ha aturullado camino a la taquilla: salgo pitando al centro comercial más cercano, colecciono camisetas, pantalones y jerséis que no me pondría ni aunque me clavaran una bayoneta en las costillas y me los pruebo delante de un espejo. No sé de dónde sale esta manía por ridiculizarme. Lo cierto es que es bastante reconfortante. Algunos hombres se disfrazan de mujer cuando sus señoras esposas llevan a los críos a catequesis. Yo me encasqueto bermudas coloreadas por niños camboyanos atiborrados de éxtasis y con un cargamento infinito de rotuladores fluorescentes. No sé, no sé. Aquí, embobado con el gato con gafas estampado sobre una camiseta, me doy cuenta del devaluado valor del aburrimiento. Hoy día resulta bastante difícil enajenarse de los conocidos, aislarse en un entorno el tiempo suficiente como para obligar la masa encefálica a asumir un auténtico riesgo creativo de cualquier condición, tanto “artístico” como personal. Basta someterse un par de días a la bendita ley de que todo el mundo tiene su punto de vista para no sucumbir a la condición indispensable de cualquier creación o reacción palpitante: que, en el momento de su nacimiento, le importe tres pimientos el iluminado comentario de cualquier hijo de vecino. Quizá por eso sigo atrapado en este dichoso probador.

EXTRA: Sinopsis de películas ambientadas en Sevilla para su mayor gloria y promoción, todo discurrido en el transcurso del enclaustramiento monacal rodeado de prendas horteras para el hombre joven.

Un conductor de la empresa municipal de transportes se juega el puesto por culpa de su falta de agresividad al volante y total ausencia de determinación a la hora de meter el morro para colarse, echar todo el cuerpo del autobús sobre aterrados conductores de Mini y su incomprendida manía de esperar pacientemente a los sofocados ciudadanos que, con el rostro hinchado, trotan desde la otra punta de la calle haciendo aspavientos para que el autobús espere medio minuto.
-Esto se tiene que acabar, NOMBRE DEL CONDUCTOR.
-Sí, señor. Perdone, señor.
Pero no se acaba porque el conductor es muy buena persona y, además, carece de todo sentido de la autoestima. Tiene siete hijos porque no cree en los anticonceptivos ni en la vasectomía y su señora esposa se arroga fervorosamente la mayoría de las convicciones de su marido.
Total, que el encargado de cuello enrojecido le concede un día más para probar su capacidad de cumplir los horarios a toda costa o le dará la Gran Patada. La historia transcurre a lo largo de ese día, desde muy temprano por la mañana, cuando observamos como el conductor pasa su mano callosa por la frente de su legión infantil doméstica, despidiéndose, para intrigar al espectador. ¿Qué va a pasar? ¿De verdad lo va a intentar? ¿Perderá la cabeza por culpa de la presión y se arrojará por un barranco con el autobús cargado de pasajeros, pasajeros que no dejarán de insultarle y recriminarle que qué narices le ocurre hoy que va como loco, pegando frenazos, subiendo cada vez más el volumen de la radio, sintonizada en una nada efectiva relajante emisora de música clásica?
Al final de la jornada, habiendo superado al menos siete momentos críticos en los que el conductor bailoteaba al borde de la deflagración y la violencia de boca espumosa, NOMBREDECONDUCTOR está a punto de completar la ruta cuando se montan tres chavales con ganas de bronca y de arramblar con la caja del día. El conductor, sedado por el alivio de haber concluido el periodo de prueba, les pide amablemente que se vayan a hacer gárgaras, invitación que, evidentemente, desata el comportamiento de mono en celo de los tres chavales. Mientras dos de ellos golpean la cabina otro se baja la cremallera y empieza a mearse por todo el vehículo. De nuevo, el conductor vuelve a ofrecerles cortésmente que se bajen del autobús. Ni caso. En ese momento, el chofer apaga las luces, el resplandor malva de las luces del salpicadero dibujando cuatro rasgos mal trazados en mitad de la noche. Y dice:
-Última parada… ¡El infierno!
Aterrados, los camorristas tratan de abrir las puertas, llorando a moco tendido. No pueden. Finalmente, vemos como el autobús toma la primera salida de la autopista a Huelva y se pierde en la oscuridad. Puede que suene el coro de la Pasión según San Mateo. Consultar a Producción.

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Dos policías investigan la venta de una droga en las Tres Mil Viviendas que, según la parla de la calle, le permite a uno tener una experiencia mística con La Virgen de la Macarena o con el Señor Jesús del Gran Poder. Uno está felizmente casado, extorsiona a una chica para que sea su prostituta particular, se va al fútbol los fines de semana y los jueves se pasa por la hermandad de penitencia de la que es miembro por vía hereditaria. El otro poli es de madre vasca y padre panameño, musulmán sufí y homosexual, más joven pero prematuramente desencantado con los jefes, la jerarquía policial y los concejales de seguridad. Cuando toca infiltrarse en los bloques de pisos donde trapichean con la droga místico-lisérgica, el poli homosexual sufí se ofrece sin reparos para meterse en la boca del lobo y llenarse el cuerpo e guarrerías psicotrópicas mientras su compañero, encantado de camuflarse con el color de la pared de la comisaría, se pasa toda la investigación rellenando quinielas con el culo pegado a la silla de su escritorio.
En un momento dado, el infiltrado se evapora sin dejar rastro. Por fin, el poli haragán decide tomarse en serio la investigación, descubriendo la fundación a las afueras de la ciudad de una nueva iglesia basada en la droga de la Virgen y el Señor. A las autoridades locales se les pone la cara del color del azafrán cuando reciben la información, por lo que ordenan desmantelar la cada vez más numerosa comunidad de yonquis adictos a las revelaciones místicas. Allí, el poli cofrade descubre cómo su compañero desparecido se ha erigido líder del grupo, aprovechando la redada policial para asaltar el Arzobispado y secuestrar al monseñor del momento, con la intención de atiborrarlo de la droga visionaria.
Luego, por alguna razón, la mujer del poli holgazán le pone los cuernos y se va de casa.
Nota: ¿sustituir la iglesia de los Santos Drogados por una red oculta de señores de la ciudad aficionados a reunirse clandestinamente para ponerse ciegos a ácido mariano? Pensarlo.

 Isaac Reyes