Este año se cumple el décimo aniversario del Festival de Cine Europeo de Sevilla, conocido en el argot de los interesados por este evento por sus siglas en inglés (SEFF). Las siglas en español fueron descartadas muchas ediciones atrás, probablemente porque FCES se acerca peligrosamente a HECES y nadie quiere ir por ahí refiriéndose al festival con un sonido que recuerda a la mierda.
No crean que es un asunto tan banal como parece. Las siglas se colocan en su orden anglosajón no sólo por su sonoridad rápida y más cercana a Sevilla que a heces; también es un primer atisbo de declaración de intenciones. Es el idioma de la promoción internacional, de la planificación de marketing, de la universalización de la cultura y hasta de los turistas multinacionales extraviados en zonas de selva tropical. Por lo tanto, el FCES debe reconvertir su traje fonético en SEFF, porque lo reclama la promoción, porque es más bonito de tararear, porque…bueno, llegado cierto punto a unas siglas les ocurre lo mismo que a los nombres cuando se pronuncian muy rápidamente: se separan de su referente y el sonido flota en el aíre extraño, disociado, buscando una imagen o una idea a la que pegarse.
Con la publicidad pasa lo mismo. Y el SEFF (o FCES) se ha trabajado más que otras ediciones su autopromoción, especialmente en las redes sociales, lo que conlleva hasta en el más disperso la inevitable pregunta: “Está bien, pero, ¿qué es el SEFF?”
Pues un festival, pero, ¿de qué? Pues de cine europeo. Ok[1]. Pero, ¿qué cine europeo? Y bueno, hemos dado por supuesto que sabemos lo que es un festival. Yo, personalmente, no lo sé. A las ferias de barriadas de Sevilla ahora también se las conoce como festivales. Montan una tómbola benéfica y se conoce como festival solidario. Por tanto, ¿qué clase de festival es el SEFF?
Ahí es donde la cosa empieza a complicarse.
Tampoco tengo la menor intención de averiguarlo. Ni entiendo ni comparto la opinión de que este tipo de eventos deban poseer algo parecido a una “identidad”. Principalmente porque no sé aplicar semejante término a un ente abstracto de actividades y programación cinematográfica. Puede que uno se quede con sensaciones, con las ideas sugeridas y las connotaciones y las valoraciones surgidas con todo aquello que ocurre tanto con las películas como alrededor de ellas.
DÍA UNO (que es 8 de noviembre)
Shirley
Algunos datos soltados al azar pero seguramente relevantes de algún modo para tratar de entender todo lo anterior:
· 4 de cada 10 espectadores de la Sala 1 del Cine Alameda donde voy a ver mi primera película del festival, Shirley, tienen más de 33 años y menos de 37.
· 4 de cada 10 espectadores de la sala tienen entre 60 y 67 años.
· El número de espectadores con (al menos a simple vista) una edad típicamente universitaria es lo suficientemente reducido como para suponer que comprenden el resto de la proporción.
· 8 de cada 10 espectadores de entre 33 y 37 años sufren de alopecia.
· Lo habitual es que los espectadores vayan acompañados por su pareja o en grupos de cinco o seis. Cuando dos grupos de cinco o seis entran en conflicto por reservar la misma fila de butacas, el sentido estadístico del articulista entra a su vez en otra acumulación de conflictos.
· Pese a tratarse de una película de lo que podríamos denominar “cine experimental puro y duro”, el 97% del público se queda hasta el final de la proyección, lo cual es relevante dado el índice de espantadas de otras películas de este estilo en ediciones anteriores.
· El negocio de la venta de palomitas ha decrecido, al menos en esta primera sesión, drásticamente.
· La densidad de asistentes, por el motivo que sea, también parece menor a simple vista tanto en los alrededores del cine como en los espacios interiores y, sin embargo, se vendieron todas las entradas para la sesión de las ocho de la tarde de Shirley.
· El número de mendigos habituales que no piden dinero que se apalancan en la esquina de olor amargo de los restos de la extinta biblioteca municipal se ha triplicado, incluyendo un cachorro de perro de raza no identificable. La biblioteca municipal abandonada se encuentra más cerca del cine Alameda que el Cine X al que homenajea el cartel del SEFF 2013.
Fin de la metralla de datos.
Shirley es una película de cine experimental y eso la mete de lleno en una serie de dilemas verdaderamente complicados. Para empezar, Gustav Deustch, director de la película, parece tremendamente consciente desde la primera escena de cómo el planteamiento que ha elegido para su producción requiere un esfuerzo extraordinario por parte del público, porque, a fin de cuentas, se presupone que eso es lo que se espera de una obra literaria o cinematográfica experimental. O tal vez no. De algún modo, no sé exactamente muy bien por qué, la vanguardia y la propuesta de formatos y planteamientos no convencionales se ha asociado durante décadas a reclamar del público un esfuerzo interpretativo: yo como autor tengo una serie de ideas sembradas gracias a mi desarrollo cultural avanzado y si ustedes como espectadores disfrutan de ese mismo desarrollo cultural avanzado serán capaces de descubrir los matices premeditadamente ocultos de mi obra, de lo contrario, tal vez disfruten de la forma por la forma o tal vez arrojen sus zapatos contra la pantalla. En cierto modo, esta proposición de cine de vanguardia intelectual resulta tan complaciente como el porno emocional de nuestro creador de tsunamis patrio y a Gustav Deustch le asusta bastante esta complacencia tanto como se esfuerza en proporcionarla.
Shirley se muestra como una sucesión de planos fijos diseñados de tal modo que reproduzcan visualmente escenas de lienzos de Edward Hopper, en cuyo interior una actriz pelirroja que interpreta a una actriz pelirroja de teatro a lo largo de tres décadas (desde los años 30 a los 60) se mueve, recita monólogos interiores que se confunden con ideas expresadas en voz alta y, sobre todo, se desplaza por el escenario con movimientos perfectamente coordinados para dibujar estampas hermosísimas. Nunca antes había asistido a la creación de quince cuadros diferentes tomando una serie de elementos repetidos en menos de diez minutos y como experiencia es realmente impresionante. Por lo tanto, durante la primera mitad de Shirley, uno simplemente puede disfrutar de este ejercicio, por más que el término ejercicio a uno le produzca cierto rechazo asociado con la imposición de deberes en el instituto o las exigencias de las preguntas de los exámenes (cuéntame esto, resúmeme aquello). El problema llega cuando Deustch no se corta un pelo a la hora de querer ser sincero con el espectador respecto a sus propias intenciones como director: en un plano muy divertido con dos ancianos como protagonistas, de repente la pelirroja protagonista se levanta de un sillón, nos mira directamente y básicamente nos pide veladamente que si nos agobian todas esas pistas al estilo INTERPRÉTAME, que nos olvidemos de ellas y nos quedemos con aquello de lo que podemos disfrutar sin más, con la imagen, con la composición, con el juego de sonidos y música que remiten al manido y agotado adjetivo lynchiano[2]. Y claro, al final termina sucediendo justamente lo contrario, justo lo que ocurre cuando te piden que no pienses en elefantes rosa fucsia: piensas en manadas enteras de elefantes rosa fucsia. Desde ese momento, al menos personalmente, a uno le asaltan sensaciones muy incómodas que nada tienen que ver con el efecto de las imágenes. Más bien tiene que ver con la inseguridad del director, con esa petición expresa autoconsciente, que podría incluso pasarse por alto si no fuera porque en el último tramo de la película, por si no había quedado lo suficientemente claro, la actriz pelirroja nos lee un fragmento del famoso mito de la caverna de Platón. Es justo en este momento donde Gustav Deustch se atreve de una vez a descubrir el tipo de cine experimental que quiere ofrecer, ese tipo de vanguardia intelectual que, como también ocurre con el cine más convencional con tintes intelectuales o metáforas del tipo “niños que representan adultos y/o roles sociales”, se muere de ganas por contar una idea previamente establecida (el dilema ancestral de la imagen y el referente, la verdad, el conocimiento según los sentidos, el recuerdo y la memoria a partir de lo que vemos) a un público que encontrará satisfacción en reconocer esa idea que ya sabía, porque le han contado el mito de la caverna en el instituto o porque ha tenido algún atisbo de este planteamiento o, por qué no, porque es el público ideal del cine experimental intelectual y se ha leído el Politieia de Platón[3].
Entonces, ¿qué pasa con Shirley? Pasa que es visualmente espectacular no sólo por la forma sino también por la experiencia de ver cómo se construye esa forma. Pasa que si simplemente fuese una experiencia para los sentidos sería mucho más honesta que incluyendo la inquietud del director por la inquietud de los espectadores que no encuentran placer en descifrar códigos intelectuales. Pasa que la vanguardia intelectual no tiene por qué estar reñida con una experiencia para la emoción y los sentidos. Y pasa que, de haber pretendido Gustav Deustch no ser tan metasincero sobre sus temores, Shirley hubiese podido ser esa clase de obra capaz de entusiasmar con la pura imagen tanto como dispensar el juego cerrado (y algo viciado) de la identificación de teorías y planteamientos culturales compartidos. Sin embargo, parece que lo segundo, una vez más, pesa más que lo primero, no tanto por el resultado como por la intención.
Y pese a todo, no teman a Shirley. Merece mucho la pena, tanto si disfrutan pontificando académicamente lo que ven como si son de aquellos a los que les supera la emoción de la melancolía narrada a través del estilo de uno de los mejores pintores del siglo XX.
Isaac Reyes
[1] Ok es el término anglosajón para “vale”.
[2] En este caso de manera flagrante: los colores hopperianos de Terciopelo Azul, el fondo sonoro de inquietantes ecos industriales, los personajes poseídos por un espíritu mecánico vaciado de toda emoción, la actriz atrapada en un mundo claramente imaginado e irreal por alguien que quizá no sea ella misma. Seguramente existan muchas más referencias aparte del señor Lynch, pero teniendo en cuenta lo que gusta a este lado del charco, no es nada descabellado.
[3] Además de las propias y más evidentes referencias pictóricas tanto a los cuadros de Hopper como a la información sobre la vida de Hopper que desvelan estos cuadros y así hasta no terminar de caer nunca por el agujero de la madriguera de referencias artístico-intelectuales cruzadas.
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