«…a no ser que quedarte quieto

pudiera llevarte a la locura,

al suicidio o al asesinato,

no lo hagas.» 

Bukowski, ¿Así que quieres ser escritor?

 

 

El dolor es una forma de observación de la vida, como una alerta para los propios sentidos que nos mantiene alerta hacia aquello que no nos es natural. Es decir, el dolor en sí constituye una forma de encauzamiento por lo que puede llegar a manifestarse de forma cultural. El dolor biológico, físico, lleva al sufrimiento, que es una prolongación, decía Confucio, del mismo dolor llevado de forma voluntaria. Es decir, mientras que un dolor físico solo puede ser eliminado o paliado de forma médica, el sufrimiento corresponde únicamente a una cuestión personal. Una de las formas de encauzamiento del sufrimiento es la manifestación artística de la experiencia personal con el dolor o, desde otra perspectiva, un condicionante del estilo propio.

El Miguel Ángel del Juicio Final en la Capilla Sixtina no es el mismo que pintó sus bóvedas. En esa etapa de su vida, el artista que sufrió a un padre alcohólico y estafador, a un hermano que lo buscó por su cercanía al Papa y la posibilidad de medrar, al propio tormento de su espíritu, se encuentra mirando de frente a la muerte. «Mientras que vivo era la luz de mi existir, al morir me ha enseñado a ver la muerte, no con el pesar sino con el deseo de ella», le escribió a sus discípulos Vasari y Ammannati. Cada vez más sordo, con gota y una artritis producida precisamente por el tiempo que pasó pintando el techo de la Capillla Sixtina, el Juicio Final se nos aparece como la representación del dolor y el temor a la última frontera, la de la muerte. El propio Miguel Ángel se hace representar prácticamente en el centro de la composición, tratando de averiguar si podrá ascender a los cielos o será condenado, porque, como él mismo manifiesta en otra carta, «ha dedicado poco tiempo a Dios».

El dolor como tema, en lugar de como estilo, ha sido muy recurrente en la cultura Occidental debido a la expansión de la mitología cristiana derivada de los martirologios. Es frecuente encontrar en la Edad Media un sinfín de grabados, frontales de altar, capiteles, etc., que toman como base la Leyenda Dorada de Santiago de la Vorágine. Cortados por la mitad, quemados vivos, penetrados por varios orificios, el dolor físico como salvación eterna y recompensa por una vida entregada que termina en mitad de horribles tribulaciones era una forma de ejemplificar que la finitud de la vida tienen su recompensa si se es lo suficientemente entregado a la causa religiosa.

Sin embargo, resulta más interesante la interiorización del dolor que se produjo a partir del Barroco. Un tema que a veces pasa inadvertido es cómo una figura como la de Pedro comienza a ser representado como la de una persona atormentada por el hecho de haber negado a su propio Maestro. Cuando Velázquez nos lo representa aparece un anciano completamente transido de dolor, incapaz de asumir que ha rechazado a quien para él es el Hijo de Dios. Porque, al fin y al cabo, lo único que nos garantiza desde la perspectiva del finalismo judeocristiano una continuidad es la aceptación de una vida más allá certificada por un Creador atemporal para el cual no existe el tiempo. De ahí que se le llame con frecuencia el Eterno.

Así, pues, de lo que se trata es de cómo el dolor permite al artista experimentar con una especie de religación con lo divino para acercarle a la eliminación del tiempo. Después de todo, se ama contra el tiempo, para evitar y distraer la evidencia de la muerte. Se ama, nos dice Yourcenar, porque no soportamos la soledad en la que el tiempo se encuentra más presente. Pensemos, por ejemplo, en el Accionismo Vienés donde el dolor es casi un instrumento más del artista.

El fin último de los artistas del Accionismo no era una espontánea reacción hacia un cambio de actitud del espectador respecto a elementos de lo cotidiano. Buscaban establecer nuevos límites mentales y físicos de lo tolerable al cuerpo para llevar la propia experiencia de ser humano hacia nuevas fronteras. Trascender. En Lips of Thomas, Marina Abramovic llevó a cabo una performance en la cual trataba de generar una experiencia basada en los límites de lo nutricional, del fuego, el metal o el frío. Ingirió un kilo de miel para, acto seguido, beberse un litro de vino, flagelarse, grabarse una estrella de cinco puntas en el vientre, y tumbarse sobre hielo que le quemaba la piel. Según ella quería comprobar los «límites físicos del cuerpo, de la mente», para tratar de controlar el cuerpo desde el espíritu (sic).

Hay en esta experimentación del dolor del Accionismo Vienés una necesidad de despojar al tiempo de su carácter racional. El dolor, al entenderse como elemento de liberación, lleva al artista a experimentar el tiempo mítico, aquel en el cual solo transcurre en la medida en la que somos conscientes de la situación. Se busca establecer el límite más allá de ser autoconscientes, el momento en el que la mente ya no distingue realidad de irrealidad, cuando se adentra en lo teatral, la mentira, la ficción. Pero en el precipicio. El Accionismo Vienés era un arte de precipicio. Acercarse al límite último del tiempo, la muerte, sin llegar a ella. Experimentar lo que nos puede aproximar a su momento pero alagarlo mediante dolor para crear el no-tiempo. Salvo que seas Rudolf Schwarzkogler y te arrojes por la ventana, entonces ya sí que te encuentras con la finitud. Y el cemento.

No hacía falta ir tan lejos. Aristóteles ya afirmaba que la kátharsis que podían llegar a provocar las tragedias escritas en su época, como las que narran las historias de Aquiles o Edipo, permitían esa purificación en forma de nuevo nacimiento. El dolor experimentado por los personajes podía servir de emoción religiosa, de ritual, para redimirnos en nuestro momento particular y así hacernos llevadero lo que sería inaguantable en primera persona. Mientras que el Accionismo Vienés pensaba solo en su particular, Aristóteles nos decía en el siglo IV a.C. que aprovecháramos, en cambio, el sufrimiento ajeno para trascender. Esta capacidad venía dada por el don de la inteligencia, de la razón, por lo que alcanzar lo inmortal se convierte en un deber. Mediante la contemplación de la verdad filosófica (theoría), se imita lo divino a través de la lógica y de la intuición aprehendida.

La finalidad, pues, es acabar con el tiempo como elemento cultural para frenar el inevitable hecho biológico del deterioro biológico que finaliza con la muerte. Este hecho es el que sitúa a los individuos en las etapas de la vida, de ahí que la naturaleza carezca de la noción de tiempo del mismo modo que carece de la noción de muerte. Como nos dice Genaro Chic, «la cultura, la capacidad para transmitir información y hábitos por imitación e instrucción, en vez de por herencia genética, que no es en principio exclusiva del hombre (hay otros monos que saben emplear un instrumental de forma inteligente aunque rudimentaria), adquiere una nueva dimensión a partir de que el ser humano se convence de que ha de morir; de que el presente absoluto se prolonga por un lado hacia el pasado y, lo que resulta más inquietante, también hacia un futuro.»

Por un lado, una posibilidad de perpetuación nace de la disolución del individuo consciente en la masa, en la comunidad. La transmisión de patrones culturales, como acabamos de decir, es una forma de elusión del tiempo y de la muerte. Se renuevan los ciclos, los ritos, se perpetúan los apellidos y se rinde homenaje a los familiares idos y los líderes caídos de la comunidad. Pero, por otro lado, es evidente que esto nace de estructuras que tienen que ver con la autoconciencia. Sucede, por ejemplo, que los niños no tienen conciencia de tiempo racional y de muerte. Se mueven en el ámbito más profundo del tiempo mítico. Solo la conciencia de que el tiempo transcurre en unas porciones exactas (como aquella forma que se describe en el precioso relato de «Los Papalagi») se adhiere a la realidad del cambio y transformación de la vida en otra cosa.

La permanencia es más importante que el cambio en toda cultura antigua porque cambiar implica degradación. A través del dolor el Accionismo Vienés quería poner el acento en cómo el cuerpo es víctima del cambio pero que, inducido, permite trascender el tiempo. Es un truco, que nos diría Gambardella. El problema es que la naturaleza manda el mensaje al ser humano de que, a pesar de que el tiempo transcurre, todo vuelve al origen. El Romanticismo en el cual aparece la figura del vampiro es un movimiento cultural de vuelta al origen y es también una ideología adentrada en la contemplación de la verdad filosófica que ofrece la Naturaleza. Un vampiro, tal y como lo concibe Polidori, es un personaje terriblemente natural, alimentado de esencias interiores humanas que lucha contra el tiempo y el cambio. Los astros giran y vuelven a su punto inicial. Se suceden las estaciones. La naturaleza no finaliza nunca. Incluso los dioses mueren y renacen como Osiris, Deméter o Jesús de Nazaret.

En la idea del Vampiro, su castigo frente al tiempo es el pecado, una obsesión que está en el seno de las sociedades decimonónicas como muestran las pinturas de los Prerafaelitas o la multitud de construcciones piadosas al Corazón de Jesús como el Sacre-Coeur de París, la Sagrada Familia en Barcelona, etc. El desorden es tempus, y su parcelación en porciones más o menos iguales lleva a afirmar que vulnerant omnes, ultima necat (todas hieren, la última mata). El no-muerto es el mayor de los humanos porque mediante el dolor perpetuo de estar entre ambos mundos consigue una victoria sobre la muerte, una victoria que es netamente masculina. No es casualidad que la figura del vampiro aparezca al mismo tiempo que se desarrolla una literatura fuertemente misógina y un recelo gigantesco hacia la figura de la mujer, representada en Moreau por ejemplo como perversas y subversivas frente al orden moral del mundo. La mujer en el imaginario decimonónico impide al hombre luchar contra la muerte y, de hecho, lo arrastra hacia ella.

El dolor hasta la modernidad solo era una impostura. Las recreaciones de Marsyas siendo despellejado en el siglo IV a.C. o por Ribera en el XVII no tenían más que actuar como referentes iconológicos de una explicación narrativa. El dolor no era el motor que iniciaba el proceso de creación. El arte contemporáneo trajo desde el Romanticismo una mayor preocupación por el paso del tiempo. Ni siquiera la vanitas del Barroco asumía ese carácter de obsesión por el final. En su mayor parte, se trataba de un ideario vinculado a la doctrina emanada de Trento por la cual el tiempo de la salvación es finito, frente al momento de haber sido salvado que es eterno. La única forma de acercarse es a través de la acción divina. Hay en ello un evidente giro aristotélico aunque orientado hacia el modelo de vida cristiano. Es verdad que Valdés Leal representa en un cuadro que la vida se va In ictu oculi (en un abrir y cerrar de ojos), pero lo que se nos va no es el tiempo de la juventud, sino el de la salvación. Como decían unos versos barrocos, «Mira que te mira Dios. / Mira que te está mirando. / Mira que vas a morir. / Mira que no sabes cuándo».

La muerte, por tanto, y el paso del tiempo, como el dolor intrínseco a la propia vida, no eran más que elementos internos a la misma. Consustanciales. Sin embargo, el post-romanticismo trajo consigo a una caterva de artistas víctimas del gran mal del hombre proto-industrial: el aburrimiento. Que el dolor se haya convertido en gran medida en un tema para el arte en sí mismo y al mismo tiempo motor para algunos artistas como en el Accionismo Vienés tiene que ver en gran medida con la aparición del aburrimiento.

Es significativo que existan culturas que ni siquiera tienen una palabra para definir el concepto de aburrimiento, todas de fuera de Occidente o incluso algunas europeas anteriores a la Edad Media. Hasta el siglo V no encontramos una vaga referencia a algo semejante, cuando Juan Casiano habla de la «acedía», cercana al griego «apatía». En ese momento aún tiene un carácter ético y no simplemente al hecho del momento vacío dentro del tiempo relativo. Para Casiano, el spiritus acediae era un mal que asolaba a los monjes de Occidente porque sentían tristeza al contemplar cada día la misma celda vacía, el mismo horizonte, realizar las mismas tareas. Cabe resaltar que escribe sus palabras en un mundo en transición, que se aleja del crepúsculo de la Antigüedad del siglo anterior para adentrarse en un mundo nuevo. Es lo que señala Revers: «El anhelo de dilatar los confines y trascenderlos procede de la distancia del yo al espacio y tiempo que se vive en la tensión y contraposición de yo y mundo. El anhelo de lejanía resurge de nuevo en todo límite: El yo distanciado es espíritu y esencial contradicción a la limitación.»

Uno se hastía de su propia circunstancia cuando es consciente plenamente de la vivencia de su tiempo relativo. Y en el mundo que surge de la Revolución Industrial, el tiempo adquiere una nueva dimensión que venía preparada desde que Lutero augurara una Salvación trabajada en el esfuerzo y el día a día. Frente a ella, en un breve espacio de tiempo, Shelley, Byron, Polidori, imaginaron una serie de monstruos que se retorcían en el dolor para vencer al tiempo. Igual que el vampiro imaginado por el médico Polidori, el monstruo creado por el doctor Frankenstein existe en un no-tiempo porque para él tan solo transcurre el tiempo ajeno, no el propio pues no tiene nacimiento como tal ni tampoco muerte ni envejecimiento. Esos monstruos del Romanticismo son la expresión verdadera de lo que será el dolor como katharsis aristotélica, como verdad revelada que comenzará a aflorar sobre todo cuando cuaje la industrialización y se demuestre imparable cambiando la fisonomía de las ciudades y los modos de vida de la gente.

El mundo Occidental ya había adquirido hacía siglos un sentido teleológico al configurar el tiempo como una suma de acciones previas al Juicio Final. El judeocristianismo había otorgado ese carácter pero a través de Descartes, Rousseau o Ortega y Gasset la dimensión temporal del ser humano va a trascender la linealidad para abrirse también a la circunstancia y a cómo transformar esa circunstancia mediante la reflexión. La transformación, muy a pesar de todos ellos, iba a ser no el resultado de intensas repúblicas de intelectuales sino mediante imperios del capital que iban a transformar la vida del ser humano hacia el producto, y no al revés.

Amor y Dolor, Munch

Amamos como ha sido diseñado por la publicidad de los 50 y 60, lejos de cómo se hacía en el mundo pre-industrial. Ni mejor ni peor, tan solo diferente. Y en ese cambio el ser contemporáneo ha sido sometido al shock del aburrimiento. Pueden ahora pensar que lo que estoy tratando de decirles es que todo el Accionismo Vienés es producto del aburrimiento de sus artistas, y acertarán. En cambio, cuando uno observa la obra de Munch, por ejemplo, accede al mundo del dolor psíquico cercano al expuesto por Kafka. Es un dolor de la modernidad, lejos de los tiempos de las epidemias de peste, de las hambrunas bajomedievales, del miedo a que el Tiempo de la Salvación se agote y nos coja con lo puesto. El dolor de Munch es la resulta de ser un nórdico de una sociedad industrial, estudiante de Ingeniería que acaba siendo artista. Como Kafka en su burocracia de Generali Seguros. Baudelaire siendo un flanêur de la ciudad iluminada de día y de noche con el gas y la electricidad.

Es el tiempo, ahora marcado por las horas de las fábricas, del nuevo infinito llamado capitalismo que se rebela contra una naturaleza en la que nada es eterno sino renovado. Cuando en mitad del Mayo del 68 emerja efímeramente un cártel pidiendo &la imaginación al poder& no hará sino consagrar que desde el Romanticismo toda rebelión (cultural) es una revolución desde el dolor contra el tiempo porque el burgués, la clase media, se aburre. Frente al monstruo del tiempo que transcurre inexorable el artista de la modernidad se deja caer en los tormentos y duelos psicológicos propios de su época. La angustia, la vejez, los cuerpos atribulados por la enfermedad que está más presente que nunca en un mundo donde la mortandad se reduce pero no se acaba de vencer al último monstruo, al tiempo. Ni el dolor puede con él. Con ese monstruo, que todos llevamos dentro.

Aarón Reyes  (@tyndaro)