Algunas preguntas sobre si merece la pena celebrar los aniversarios de artistas, acontecimientos, obras o charangas generales, aplicadas al encargo sobre el centenario de cierta obra Tremendamente Famosa que el Ordenador Central de Cosas Que Se Arrojan A Lo Loco A La Internet hizo a este redactor.

¿Qué?: La Metamorfosis, de Franz Kafka. Un libro con tantas ediciones como familiares se reordenan en una cena de navidad, con la misma relación entre ellas: las viejas cuentan la misma historia que las jóvenes aun empiezan a inventarse pero con un lenguaje ligeramente desfasado, vagamente altivo, serio como los editores consideraban que debía traducirse la literatura seria antes de los ochenta: como si a todos los personajes los hubiese poseído el bautista del Marqués de Villaverde en plena visita de Carmen Polo.

¿Quién?: Franz Kafka, un escritor que nació en el Imperio Austrohúngaro, murió en Austria como ciudadano checoslovaco y tenía novias que, por lo general, estaban bastante buenas. El tipo de hombre del que uno no se explica su éxito y las mujeres se contestan a la duda sobre su enigmático atractivo nada más recibir cuatro cartas en un mismo día, todas con un estilo más o menos similar a Cómo te va. Perdona, no quise preguntar cómo te va. ¿Debo preguntar cómo te va? Olvida que he preguntado si debo preguntar cómo te va.
Franz K. tenía los ojos en permanente excursión fuera de las órbitas, lo que le dotaba de la siempre tranquilizadora apariencia de estar al borde de un ataque de ansiedad mientras sostiene una bandeja de porcelana Ming en una mano y un bebé de cráneo frágil en la otra. Tuvo un solo amigo de verdad, un tal Max Brod. Es importante tener amigos con nombres cortos. Como los perros, cuanto más fácil sean de llamar antes levantarán las orejas atentos a la falta de sustancia económica de uno ante, bribonaco dipsómano, la despatarrante cuenta del bar. No es aconsejable tener amigos que se llamen Maximiliano o Rigoberto o Esplendoroso.
Con un pie en la tumba y el otro todavía en los restos del imperio, el mejor amigo de Kafka asintió con la fuerza vertical de un martillo neumático ante la última voluntad del escritor. Por favor, le dijo, quema todos mis manuscritos. Incinéralo todo. Que no quede nada.
Sí, amigo. Así se hará.
Luego Max le agarró de la mano. Luego a Max se le inundaron los ojos de lágrimas.
Luego Max publicó todo lo publicable sobre Kafka nada más echar la última palada de tierra sobre la fosa de su colega del alma: novelas dejadas a la mitad, aforismos anotados en papel cebolla, correspondencia, sus diarios. De haberse tratado de un escritor puesto en las últimas tendencias de su época, Brod podría haberse marcado un par de ediciones dadaístas con los Extractos Bancarios de Kafka o las Listas de la compra de Kafka o las Facturas de los burdeles a los que iba Kafka.
Porque al checo, como a Frank Grimes, le gustaban las pilinguis. Igual que a Samuel Beckett le gustaba pegarse sus días de playa cual dominguero chiclanero o a Virginia Woolf gastar bromazos a altos cargos de la marina. Como cuenta Louis Begley en El mundo formidable de Franz Kafka, a K. también le gustaba perder el tiempo cosa mala. Lo mismo se echaba unas siestas de aúpa que cuando se despertaba se quedaba mirando el techo, todo para sufrir una crisis de agobio y culpa procastinadora tras la que salía escopetado a escribir en su diario: Día totalmente perdido. Imposible. No sé qué va a ser de mí.

¿A qué se dedicaba?: Como las salchichas o la mortadela, todo el mundo quiere que le cuenten una buena historia pero nadie quiere saber cómo se fabrica. Normalmente a base de grasa extraída durante una jornada laboral, tras la que intercambia un asiento por otro, las pestañas combustionan delante de la misma pantalla y otra vez a darle a la tecla. Tica tica toc toc. Borrar, borrar. Cerveza. Borrar, borrar.
K. empezó su vida laboral en Generali Seguros, compañía de seguros de la que tuvo que huir debido al trato “despectivo e inhumano” con que le obligaban a tratar a sus clientes. Además, la jornada laboral de diez horas, de ocho de la mañana a seis de la tarde, le dejaba la sesera lo suficientemente mutilada como para concentrarse en cuentos sobre hijos apisonados bajo el dedo subyugante del padre.
O sobre monos que hablan.
O entes no muy definidos que acechan en el hueco de la escalera para recordarle al hombre corriente lo miserable que es.

Amargado y deprimido cual felino en una tienda de tiras de velcro, cambió Generalli por la aseguradora estatal de trabajadores del Reino de Bohemia.
No deja de tener su gracia que Kafka, en plena era del can-can existencial parisino de posguerra, fuese el único bohemio notorio con jornada laboral y vida de viajante sofocado.

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¿De qué va La Metamorfosis?: De un piernas que trabaja como comercial para no sabemos exactamente qué o quién y que un buen día, sin resaca mediante ni nada, se despierta convertido en un bicho nauseabundo. En toda la obra no se emplea ni una sola vez la palabra “cucaracha”. Tampoco “escarabajo”. Los talleres literarios dedican horas y horas a describir a la criatura, Nabokov incluyó sus propios bocetos en aquellos manuales sobre literatura europea que compiló Updike, la identidad insectil de la transformación de Gregor Samsa. se ha asumido tan rápida y fácilmente como se pilla la gonorrea en un prostíbulo de la selva guatemalteca. Extrañamente, la fijación con la taxonomía define bastante bien qué clase de lector es uno.
Uno puede obsesionarse con averiguar si Samsa ha mutado en un bicharraco de dimensiones desproporcionadas, escurrirse por toboganes pintados con la cháchara de los concilios teológicos y debatir durante milenios sin el fruto del Paraíso era una Golden Reineta o si el prepucio de Cristo ascendió a los cielos o, por el contrario, toda carne separada del cuerpo deja de tener alma a efectos inmediatos.
O puede soplársela y centrarse en lo que ocurre después.

¿Y qué pasa?: Pues que la familia no asume que el primogénito se ha transformado en un ser insectoide. La gracia negra, triste, cruel y divertida en las piernecitas que sustentan la obra precisamente consiste en que la madre y el padre de Gregor actúan como si un cuerpo, el de su hijo, hubiera sido sustituido por otro muy diferente, ajeno a las consideraciones, tribulaciones, sentimientos y, sobre todo, conciencia del bueno de G. De ahí la importancia de si su edición es de esas que tradujeron el título por “Metamorfosis” o de aquellas, las más viejas o también que incluyen el cuento en alguna antología, que se decidieron por “La Transformación”.
Esto, creo, sí que es motivo de debate con espada al cinto y mandíbula desencajada.
La transformación es un proceso, la metamorfosis prácticamente un acto inesperado y espontáneo, puñetero y tocagónada. Por eso desde este zulo apelamos a que lo más apropiado sería que la obra se titulase de las dos formas: La metamorfosis y transformación.
Es más, creo que debería llamarse: La metamorfosis y transformación de Gregorio. Esperen, no me arrojen todavía el volumen completo de El Hombre Sin Atributos, denme un segundo.
¿Qué por qué retitularlo? Porque la familia de Gregor Samsa está convencida de haber asistido a un acto poco menos que demoniaco, un inexplicable anti-milagro ante el que solo queda resignarse hasta que, como bien sabía San Pablo, el paso del tiempo regale un motivo para dar gracias. Como la muerte por inanición del hijo, alivio supremo para esa familia que solo ha aprendido a valerse por sí misma con la incapacitación definitiva de su único sustento.

¿Por qué merece la pena acordarse de La metamorfosis y transformación de Gregorio?: Pues miren, si alguna vez han encadenado un trabajo de mierda tras otro, han vuelto a casa con los jugos todavía chorreándoles por los costados abiertos, han echado un sueñecito y se han despertado para descubrir con espanto de canario en nube de grisú que solo quedan 9 horas para volver al curro, Kafka también. Solo que Kafka sabía cómo hablar de ello al mismo tiempo que se deslizaba entre reflexiones sobre la familia, la corrupción de la mente ante la carga del trabajo alienante, anodino y despersonalizador o, glup, el abismo que separa la conciencia de ese proceso degenerativo de cómo nos ven (y vemos) a nuestro colega, hermano, hijo o vecino cuando se quejan de lo que nosotros solo vemos como una metamorfosis.
Odiar tu empleo y las secuelas que provoca cuando puedes recibir como reproche argumentos alimentados con La Crisis o La Juventud, razonamientos nutridos por el culo, a granel, cual oca destinada al paté. Asfixiarse bajo la carga de las responsabilidades, aceptándolas con la misma fuerza con que se desprecian. El ciclo de contradicciones, esfuerzos, caídas y tortas en la cara a las siete de la mañana de lunes a viernes, horas extras no remuneradas, que cualquiera con un apellido no compuesto sabe de qué va.
Gregor bien podría haberse convertido en un Alien Xenomorfo. De hecho, cada vez que vuelvo al martirio de San Gregorio Samsa me lo imagino como se sueñan los extraterrestres: una vez un ente con tentáculos de silicio, otras una masa de pelusilla adornada con un prominente cuernazo. Otras con la cara de la reina Isabel II de Inglaterra. No importa. A pesar de haber perdido la guerra del estilo y la emoción (frente al dato y el relato sobre el dato) en internet, la literatura incapaz de dejarse morir sabe en qué consiste contar y dejarse contar. Cerrar un libro y decidir seguir dentro de él un rato más no tiene nada que ver con qué es el nuevo cuerpo de Gregor Samsa, ni si Kafka procrastinaba como si no hubiera un mañana o si se iba de putas. Más bien uno debería preguntarse cómo ha terminado convirtiéndose en eso.
Y estremecerse.

Isaac Reyes