Mi secuencia favorita de toda la vida para esta semana es esa que da inicio a Paris, Texas. Ahí va, el desierto tejano y sus rocas recortadas con un cúter psicotrópico. Un águila sobrevuela, se posa y aparece un punto rojo sobre un traje tan comido de polvo que cuesta distinguir si alguna vez tuvo otro color que no fuera la piel del desierto. Es Harry Dean Stanton, es el primer plano de la cara de Harry Dean Stanton y eso ya debería ser suficiente para dar paso a los créditos finales e irse a casa tan contento. Stanton tiene el otro rostro vivo genuinamente demoledor del cine, porque el primero se configura alrededor del estoicismo bíblico de Bill Murray. El día del Apocalipsis, Bill Murray lo observará todo en chándal y sabremos que a fin de cuentas no hay mejor forma de tomarse el Fin de los Tiempos.

Dean Staton está solo en mitad de la llanura, agarrado a una garrafa de agua, oteando el horizonte con esos ojos de vieja napolitana maníaca que tiene. No es que no tenga ni repajolera idea de dónde se encuentra (la orientación solo sirve cuando se conservan referentes a los que regresar o a los que arribar), más bien vaga entre pedruscos y arena como el pedazo de alma arrancado de cuajo de un cuerpo abandonado cientos de kilómetros atrás.

Esta es mi secuencia favorita del universo esta semana porque ha empezado la temporada de caza mayor del cine donde siempre, en la pedanía de Mónaco para ricos que no lo son tanto. Sinceramente, estoy tan completamente desorientado en esta tierra de nadie donde caen los obuses de las críticas, las crónicas, los tuits y los post y las vomitonas asépticas de esa ingente marea humana con un cordel al cuello y su nombre en una tarjeta, tan condenadamente perdido que esta, amigos, es mi mano, la que les tiendo antes de que el águila tejana pariente de buitre me la arranque de un picotazo.

Cada vez que algún conocido ha mencionado en mi presencia que Jean Luc Godard es La Leche Confitada del Lenguaje Cinematográfico he tenido el mal gusto de sufrir un tic nervioso que me obliga a salir corriendo para meter la cabeza en un cubo. Es un espasmo investigado por la ciencia y aun sin solución. Así que pueden imaginarse lo que me está costando salir del recipiente de plástico para escribir esto estos días de Sacrificio y Adoración al tótem franco-suizo.

Mi proposición es la siguiente: Jean Luc Godard no es ni mejor ni peor cineasta que Jackie Chan.

Mi explicación es la que sigue: Jackie Chan es un genio absoluto en su campo, lo cual, creo, es la base indispensable para distinguir entre buenos y malos directores de cine. Un buen director de cine es aquel lo suficientemente humilde como para saber de qué puede hablar sin resultar engreído, falsario, deshonesto, arrogante y mezquino. Esto mismo se puede aplicar a los escritores y, en definitiva, a casi cualquier disciplina artística. Los genios y los geniales (no es lo mismo, se pongan como se pongan) comparten la inequívoca cualidad de tener como mínimo una ligera noción de estar donde deben estar, algo así como la diferencia entre esos chicos con los ojos vidriosos cada vez que se imaginan siendo directores de cine y los chicos que quieren grabar una peli y luego ya veremos que sale de eso. Unos quieren el puesto, los otros la acción. C´est la difference. Por eso mismo, Jackie Chan es un pedazo de director de esto de juntar imágenes en movimiento, porque en lo suyo, la bufonería con doble salto mortal y lecciones morales de tu tío el del pueblo, no hay quien le supere. Y lo sabe y se dedica en cuerpo y alma a ello. Godard también. Es decir, al terreno que domina Godard, no al kung-fu para toda la familia. Y el terreno de Jean Luc Godard es el de la filosofía, el de los Asuntos Serios, el del abismo dentro del pecho, el de la sensación unívoca y muy distinguible que provoca el arte contemporáneo, del accionismo vienés al Film Socialisme: la claustrofobia. Godard es un maestro como la copa de un pino a la hora de torcer el cuello y mirar hacia arriba, hacia donde rebotan como partículas desquiciadas los Grandes Temas de la Civilización. Cuando toca plantearse Europa y nuestro papel en la Historia o nuestra posición como individuos en la sociedad a la que el Destino y un par de padres amorosos nos han arrojado, es un virtuoso como el que más. Pero ya está. Es un señor de ochenta años rebosante de talento dentro de su género, el de la Vanguardia Seria, no la de Hirstch y sus coñas zoológicas flotando en formol.

Porque las Vanguardias son un género en sí mismo, un corral cerrado con mucha menos influencia de la que se cree. He llegado a leer que Adieu au langage, la última película de Godard, va a instaurar un nuevo orden cinematográfico. Resuenan los ecos de Arrabal advirtiendo del milienarismo, los preppys de Montana entrando al refugio atómico antes del apocalipsis maya.

Es posible que en efecto sea así, que no estén del todo equivocados. Es muy probable que Adieu au langage suponga un evento cinematográfico de dimensiones cósmicas, un punto y aparte marcado en los Libros del Cine con la sangre gélida de los becarios costrosos de los departamentos de universidad. Sin embargo, para el resto de los mortales, intelectuales, gañanes que llevan a sus novias cañón a ver El Caballero Oscuro, cinéfilos, cinécratas, visionadores ocasionales o aficionados empedernidos, el cine y la experiencia emocional sigue, como decía el verso, imparable su camino. Sin fisuras, sin rupturas, sin hecatombes ni trompetas derrumbando muros que solo los cuatro lectores de manuales académicos pueden palpar. No se equivoquen: esto no es un alegato ni una excusa para que dejen de esforzarse por experimentar algo diferente colocándose frente a “ Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxellesde Chantal Akerman o a ese equivalente visual de Satie que es Chris Marker, tan sencillo, tan hermoso. A veces notarán como la sangre comienza a solidificárseles en las arterias, pero merece la pena. No lo hagan por esnobismo ni por sentimiento de inferioridad. Pruébenlo y si les disgusta, a otra cosa. Solo es un género más, el más paradójico quizá, ese que lleva por nombre Vanguardia pero siempre tiene un principio y un final, como el cementerio donde reposan los restos encantadores de Tristan Tzara y Man Ray y tantos otros bromistas de antes de que el nazismo se cagara en el sentido del humor.

Jean Luc Godard no va a revolucionar el cine ni su lenguaje más de lo que lo ha hecho Jackie Chan por la sencilla y esperanzadora razón de que usted, erudito o cacho carne encasquetado en una butaca, usted, como yo y como ese que tiene más allá, siente y padece y piensa gracias al cine lo que ni en un millón de años se le hubiera ocurrido formular con sus propias palabras y sus propias recreaciones mentales. El cine está en todos los demás, alimentándose lenta, silenciosamente de lo que se filtra a través de patadas de kárate y disquisiciones con el Costa Concordia de fondo. Tanto usted como yo seguiremos necesitando que un tipo más avispado utilice el lenguaje, sea cual sea, para rescatar de esa soledad triste y aberrante todo aquello que no podemos (o preferimos no querer) exponer al mundo. Eso es el cine, esa es la música, esa es la literatura, novísima o pacata, pero inconfundible. Desconfíen de los profetas y los videntes: no hay ruptura, jamás la ha habido. A lo sumo un “¡Cuánto has crecido!” por parte de los más despistados. Huyan como caballeros medievales de los baños con estropajo cuando oigan justificar la (necesaria) dificultad de una película de vanguardia (o no tan de vanguardia) con el perezoso argumento de que “se entenderá en el futuro”. No hay nada más idiota, zafio y pretencioso que menospreciar las emociones y las capacidades presentes apelando a una absurda humanidad futura donde todo es mejor y, por ende, sabrán apreciar la ultimísima digresión fílmica avant-garde. Los géneros no pueden exterminarse entre sí. Lo siento por los tarantinófilos, lo siento por los agnesvardádófilos, pero todos vivimos y morimos en los mismos límites. Tu cine es el mío y viceversa. Esa es su verdadera Historia y no hay lenguaje sentenciado porque tu parte, tu terruño de filias y afectos así lo augure.

O si prefieren un motivo más prosaico: Godard ha hecho en Cannes una especie de performance de lo que Javier Marías hizo con el Premio Nacional de Narrativa, solo que a lo bestia, porque ni Marías es Godard ni Cannes son los carcamales literarios de este país. Al final, así, como el que no quiere la cosa, el franco-suizo ha mandado “una video-carta” explicativa sobre su supuesto rechazo a dar ruedas de prensa o presentación alguna de su última película. Pueden echarle un vistazo aquí.

http://www.festival-cannes.com/en/mediaPlayer/14236.html

Como ven, estaba más preparado que los traumas mediáticos vespertinos de Telecino. No quiero sacar conclusiones, porque bastante deshidratado estoy ya en mitad de Cannes, Texas con esta garrafa de agua, pero qué quieren que les diga: el cacareo y el murmullo de los fans y las groupies de la Vanguardia (los hay, en serio), los voceros digitales sorprendentemente acreditados contando los días que faltan para ver Lo Más Grande Jamás Filmado, la pseudo-polémica nacida de un hecho que debería resultar de lo más normal y consecuente: un director de cine pasa tres kilos de responder las mismas cuestiones clónicas e impersonales, las excreciones intelectualoídes en forma interrogativa ansiosas de recibir un gesto de admiración por parte del entrevistado (EJEMPLAZO AQUÍ: http://www.cineua.com/2014/05/cannes-2014-5-entrevista-a-jean-luc-godard/), en fin, la decisión consecuente y hasta admirable de un director con demasiados tiros dados que ha hecho su trabajo y no le apetece acercarse por Cannes a formar parte de un tinglado que, se sea un mito o no, poco tiene que ver con dirigir o con ver.

Pero eh, resulta que no, que sí se ha pasado por allí (como demuestra el enlace anterior), que su “videocarta abierta” ha encajado perfectamente dentro del enjambre de murmullos y dimes y diretes sobre si estará o no estará el Genio. Resulta que, después de todo, este virtuoso de un género concreto y específico es más listo en su mundanidad de lo que ustedes y yo creíamos, que se puede decir adiós al lenguaje mientras se ejecuta una campaña de marketing inteligentísima gracias a tu propia figura, tu nombre y el eco de tus decisiones aparentes.

Intenten visualizar esta imagen: un sarao nocturno a pie de playa, tralla musical soft para cincuentones metidos en el cogollo de La Industria, a un lado de la barra se acoda un tipo que acaba de rodar una peli sobre las fruslerías psicopáticas de Hollywood y el star system y todas esas dianas humanas envueltas en Armani que ustedes ya conocen; al otro lado, también acodado, el director de esa Vanguardia que se ahoga de espanto y dolor y sufrimiento estético ante las ruinas de la vieja nueva Europa. En la pista de baile Robert Pattinson menea el esqueleto alrededor de Stallone. En las gradas, gin tonic reseco en mano, la prensa acreditada observa.

Isaac Reyes