Kennedy probablemente no existió. Seguramente dentro de algunos miles de años (cambio climático, guerra nuclear, dictador norcoreano, premio nobel de la paz estadounidense mediante) alguien realice esta afirmación sobre el expresidente de EEUU. O sobre el Che, mismamente.
El mythos, como bien supo ver Roland Barthes, es un modelo de pensamiento que nos permite convertir en real aquello que solamente era ficción. Y nada más falso que la re-creación de elementos del pasado que se proyectan sobre el presente bajo la idea del what if? Si ya en Watchmen se jugaba con la posibilidad de un largo mandato de Nixon, la ucronía de suponer lo que podría haber sido el gobierno de Kennedy de no haber sido asesinado el 22 de noviembre de 1963.
En una sociedad carente de liderazgo, donde un cantante, un futbolista o incluso un mal político, pueden convertirse en carne de cartel colgado en el dormitorio de un adolescente, no resulta rara la recurrencia a la generación de símbolos que cambian el verdadero sentido original de aquello a lo que hacen referencia.
Ya en su momento la figura de JFK se convirtió en un icono de regeneración política y social para un mundo que se encontraba deseoso de olvidar al fin las consecuencias de la II Guerra Mundial. EEUU se encontraba alumbrando una nueva época y necesitaba lo que encontró en Kennedy, el primer presidente mediático. Es curioso cómo el mito entorno a su figura ha hecho olvidar que se trataba de un ferviente católico de origen irlandés perteneciente a una elite cultural y social. Es más, parte de ese mito fue alimentado en su momento por la campaña electoral republicana que lo presentaba como un simpatizante de la izquierda (y con ello de la URSS) al basar su programa en The Affluent Society de J.K. Galbraith.
Kennedy también se convirtió en el símbolo de otro tipo de elementos. Mientras que otros mitos postmodernos como Obama han sido generados bajo la esperanza, el de Kennedy surgió como una oposición a la época de Eisenhower. Era otro tipo de esperanza, la de abandonar el rigorismo cultural y lanzarse abiertamente a la generación rock. No es casualidad que el 15 de julio de 1960 mencionara en su discurso la necesidad de “una nueva frontera”, recuperando el espíritu aventurero (otro mito) del avance hacia el Oeste. Esa nueva frontera habría de situarse en la Luna.
Hay que pensar que esto actuó poderosamente en la psique del americano medio. EEUU se encaminaba, al llegar a la Luna, “hasta el infinito y más allá”, prolongando su cultura de la victoria[1]. Ese espíritu tenía un objetivo claro, fomentar una hegemonía de puño de hierro vestido con guante de seda. Para ello, el programa de relaciones exteriores se basaría sobre todo en generar fuertes vínculos económicos y culturales. Al mismo tiempo, su firmeza en la cuestión de los misiles de Cuba le permitió aparecer como un presidente que no se arrugaba ante las situaciones complejas.
Lo curioso es que incluso aquellos aspectos más escabrosos han terminado por generar un halo alrededor de su imagen. Kennedy no solo era Marilyn Monroe, sino también una camarilla de prostitutas de lujo que llegaban incluso a la amante del jefe de la mafia, Sam Giancana. Incluso se le conocen relaciones con espías de la RDA. Además, ordenó la formación del Escuadrón ZR Rifle de la CIA que acabó con las vidas de jefes de estado extranjeros como Trujillo y Diem.
La repercusión en la cultura de su imagen ha creado un mito de proporciones astronómicas. También en cifras. La producción literaria entorno a su muerte ha generado cientos de publicaciones. Por supuesto abundan las que tratan el asunto como una cuestión de conspiración internacional (y casi esotérica), como hace Jesse Ventura en They Kill Our President. Más moderado pero apuntando a la mafia está Who really killed Kennedy? o The Poison Patriarch. También los hay que echan la culpa completa a Oswald en The accidental victim de James Reston Jr.
El impacto de Kennedy en la cultura es extraordinario, qué duda cabe. Incluso Vázquez Montalbán llegó a situar a su querido Carvalho cerca de la muerte del presidente americano en Yo maté a Kennedy. De los cerca de 40.000 libros que hay sobre él, o que tienen su muerte como centro, trasfondo o excusa, destaca Libra, de Don DeLillo. Lo más inquietante tal vez sea que la obra de DeLillo expresa una idea simple y terrorífica: la muerte de Kennedy fue la consecuencia de que la vida es una serie de concatenaciones irreversibles. Por un lado tres agentes de la CIA hastiados con el fracaso en Bahía Cochinos que necesitan que la opinión pública justifique un nuevo asalto a Cuba. Por otro, Oswald, presentado no como un estereotipo de valores proamericanos sino como un hombre cualquiera.
Es en este último punto donde el mito de Kennedy se revela como símbolo de un sistema social y económico. Situada en su apogeo, la sociedad occidental de comienzos de los 60 es un mundo, como ya hemos dicho, que marcha ajeno a las grandes mareas bélicos de la primera mitad del siglo XX. No tienen sentido los miedos del expresionismo alemán, ni las inquietudes de Joyce. Es el mundo que aparece reflejado en Mad Men, vacío de espíritu y necesitado de eslóganes que cohesionen la experiencia fragmentada de las multitudes. Es el inicio de la Era de la Confusión Mental Aleatoria. Oswald acaba siendo arrastrado por la inercia social, intenta ser un buen hijo y un buen americano, pero es el sistema quien lo acaba modelando para que crea que el mayor de sus servicios a la nación sería, paradójicamente, el magnicidio. No hay más conspiración que la que el destino ofrece a un ser vacío, muy cercano al personaje de Freddie Quell en The Master (P.T. Anderson, 2012).
Precisamente, como refleja Libra, la muerte de Kennedy es también la muerte de esa especie de luna de miel que había vivido el gobierno americano con sus ciudadanos desde la II Guerra Mundial. Muerto el líder, los políticos posteriores pudieron lanzarse a una carrera descarnada contra el ciudadano, potenciando guerras contrarias a la opinión pública como Viétnam, mostrando el lado más corrupto del sistema como Nixon (quien también abandonó el patrón oro permitiendo la generación de la burbuja financiera) o, en última instancia, desmantelando el Estado como llegaría a hacer Reagan.
En la pantalla el mito de Kennedy quizá ha vestido de otro modo, más centrado en el espectáculo que en la reflexión. La más conocida es sin duda JFK de Oliver Stone, cuya búsqueda de una supuesta Verdad Absoluta sobre la muerte del presidente le lleva a la conspiración pura y dura. De corte más íntimo y personal pero presentando a Kennedy casi como una víctima de sus propias obsesiones está The Kennedys (2011), A woman named Jackye (1991) o JFK Reckless youth (1993, tal vez con uno de las peores representaciones a manos de Patrick Dempsey. Otras se han centrado en sus aspectos políticos, alimentando siempre su mito de hombre de estado decidido y firme como aparece en Kennedy (1983, mucho mejor con Martin Sheen como el presidente), PT 109 (1963, sí, tardaron poco en acrecentar el mito) o Trece Días (2000).
Pero el mito de Kennedy es mucho más que eso. Si uno entra en la web de la Biblioteca y Museo John F. Kennedy, puede encontrar desde libros a anillos, monedas, marcadores de libros, pantalones de yoga que ponen que Kennedy murió usando unos (?), pegatinas, llaveros, pósters, cuadernos, bodys para bebés (??), calzoncillos (no me quedan más ?), mantas y hasta ropa para perros. También puede usted usar un tanga sobre la conspiración, hasta el punto de poder lucir una camiseta donde se afirman que su asesinato y el 11-S van de la mano. Y todo lo que usted quiera.
Los objetos reales vinculados a su mito son también objeto de adoración como las reliquias de Jesús (vayan a ver algún día su supuesto ombligo en Roma, muy grande). El coche donde murió (un Lincoln Continental SS-100-X) que se exhibe en el Museo Henry Ford. El Museo sobre el Asesinato, hecho en la planta donde supuestamente Oswald efectuó el tiro (el comprador del piso asegura tener en su casa la ventana y el marco desde donde se efectuaron los tiros y fue subastada por 3 millones de dólares en eBay).
La muerte de Kennedy, pues, generó un mito de proporciones descomunales, reflejo de una sociedad mutante. Ello, además, alimentando por el hecho de ser una de las grandes figuras de la política contemporánea que carece de un gran biógrafo. La carestía de investigadores dedicados de forma científica a su figura ha propiciado que Kennedy haya dejado de existir, sea posible negar que existió, y tengamos que aprender a convivir con ese otro Kennedy que reflejan los evangelios de la cultura contemporánea de masas. Quién sabe, tal vez de esto también podamos aprender cómo nacieron otros mitos del pasado.
Aarón Reyes
[1] Engelhardt, Tom, El Fin De La Cultura De La Victoria, Paidós, 1997.
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