«Yo soy el que soy», dijo Donald Trump en agosto, en la víspera del primer debate en las primarias del Partido Republicano. En realidad, lo que quiso decir con ello fue: “Yo no tengo quien me haga encuestas.” La palabra “encuestador”, cuando fue acuñada significaba un insulto. El propio Trump la usa despectivamente para referirse a los “charlatanes” que manipulan la opinión. Lo hace porque afirma que los otros candidatos tienen encuestadores: “Ellos pagan a estos chicos doscientos mil dólares al mes para decirles,’No digas eso, no digas eso’. Trump no tiene ninguno: Nadie me dice qué debo decir.”

Cada elección es un juego de moralidad. El candidato trata de hablar a la gente, pero le frustran las campañas en su contra, es vilipendiado por unos medios sesgados y con intereses, atormentado por una hemeroteca feroz. Yo soy el que soy, dice el candidato, y mis oponentes son lacayos. Trump hace esta afirmación con una arrogancia sin igual, pero no está lejos de lo que dejan ver en otros países el resto de candidatos. Incluyendo a los cuatro que están llamados en poco más de un mes a repartirse el pastel en España.

Últimamente, el Mar de las Encuestas es más profundo que nunca, y más oscuro. Desde finales de los años noventa hasta 2012, mil doscientas organizaciones electorales llevaron a cabo cerca de treinta y siete mil encuestas al hacer más de tres millones de llamadas telefónicas. La mayoría de los encuestados se negaron a hablar con ellos. Esto, como es lógico, ofrece resultados muy sesgados. Un estudio de 2013 encontró que tres de cada cuatro encuestas eran sospechosas de parcialidad.

La encuesta de opinión pública moderna ha estado presente desde la Gran Depresión, cuando la tasa de respuesta a la gente que se le pedía era de más del 90%. Casi todo el mundo tenía ganas de expresar su opinión política. Hoy en día, la tasa de participación del número de personas que aceptan participar en una encuesta es mucho menor respecto al porcentaje de población. Los encuestadores electorales muestrean sólo una parte minúscula de los electores, lo que no es algo baladí dado que puede suponer apenas una muestra del 0’6% del número de votantes totales. Suele afirmarse que el muestreo se hace de forma minuciosa, pero ante la menor tasa de respuesta, y con ello el aumento de los costes del muestreo al llevar más tiempo, esa promesa de minuciosidad se hace difícil. Se intenta corregir llamando a muchas más personas y parcheando el “sesgo de no respuesta” dando más peso a las respuestas de personas pertenecientes a grupos demográficos con menos probabilidades de responder. En los 80, Blumenthal ya se preguntaba si sería posible mantener el negocio de las encuestas cuando la tasa de respuesta fuera de menos del 20% (entonces era del 60%). Actualmente no llega a los dos dígitos.

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Sin embargo, las encuestas están generando una mayor influencia sobre las elecciones, más que nunca debido al alto número de indecisos. En EEUU, sin ir más lejos, los participantes en los debates a primarias son seleccionados mediante encuestas. La paradoja vino cuando se empleó a dos empresas de encuestación públicamente adheridas a los Republicanos (Pew) y a los Demócratas (Hart Research Associates). Ambas emplearon un sistema de encuestación a telefonía fija, siendo actualmente de aproximadamente el 40% de ciudadanos que ya no tienen este medio y la autollamada a teléfonos móviles está prohibida. Otro problema añadido es el del uso de encuestas online. No todo el mundo está disponible en la Red y ésta no lo está para todos. Quienes contestan por medio del teléfono fijo tienen un perfil mucho más conservador y envejecido que quienes lo hacen online, lo que ya sesga mucho los datos.

No es un problema que ataña solo a algunos países. Ni en las últimas elecciones en Israel, donde ya desbancaban a Netanyahu, ni en las celebradas en el Reino Unido donde Cameron obtuvo una “sorprendente” mayoría y ni mucho menos en las canadienses las encuestas sirvieron para nada porque ofrecían una realidad exacta pero sesgada: la de los encuestados.

El analista de la campaña de Obama en 2012, Dan Wagner, explica todos estos errores partiendo de un hecho muy importante: se usan las mismas técnicas desde los años 30. Es más, mediante el negocio de la información que ofrecen tanto Google como Facebook se pretende monitorizar la corriente de opinión sin contrastar que son una parte tan sesgada de la población como es hacerlo por teléfono únicamente. Todas las empresas que siguen el modelo usado por la americana Civis intentan prever las elecciones mediante la construcción de modelos predictivos y simulaciones para determinar lo que usted y otras personas-tipo le importan a la hora de elegir. Elaboran la predicción en base a tu perfil sin tener por qué contactarte. Pueden llamarte, pero no es necesario.

Es que no parecemos darnos cuenta de que estamos ante un problema que es mucho más que metodológico o tecnológico. Es un problema político. Todo este sistema que se ha ideado para pulsar la opinión pública en base a su información se basa en que es bueno conocer a priori los condicionantes del voto, cuando, en realidad, acaba por condicionarlos a posteriori de cuando se conocen los datos. Es decir, la encuesta en cierto modo erosiona la democracia.

Las preguntas realizadas a la hora de elaborar la encuesta buscan la generalización de perfiles, empleando cuestiones de índole socioeconómica, estudios, etc. Pero va encaminada a identificar un único pensamiento en tu cabeza. No hay que olvidar que el origen de las encuestas está en las propias papeletas que se comenzaron a usar primero publicadas en los periódicos para que cada cual las recortara y llevara a las urnas en el siglo XIX, y posteriormente fueron suministradas por el gobierno. Los diarios siguieron imprimiendo las papeletas como forma de hacer sus “sondeos”, práctica que mantuvieron algunos partidos.

Estos sondeos se hacían no mucho antes de las elecciones, mientras que ahora tenemos encuestas con intención de voto “cocinadas” por el CIS cada pocos meses. De su fiabilidad a tantos meses vista de unas elecciones habla la aparición no pronosticada de Podemos, su ascenso fulgurante y el batacazo gigantesco que es de prever si hacemos caso, precisamente, a las encuestas. Este método ha sido criticado por las encuestadoras Gallup y Dew no solo por su inexactitud sino por lo que pueden suponer de influencia sobre el posible votante con tanta antelación.

Hace un siglo William Randolph Hearst unió la fuerza de sus medios de comunicación para crear un modelo que hoy nos resultaría inquietante pero que, si nos paramos a analizar, no dista mucho del que se utiliza al preguntar continuamente a quién va usted a votar. Crearon un sistema por el cual se enviaba directamente a la casa de la gente los votos para saber cuál era su intención. En 1932 tenían más de veinte millones de encuestados por este método. Aun así, George Gallup (fundador de la mítica empresa de encuestas) percibió que tenía un grave error: a todos a los que se había enviado se tomaron sus nombres de guías telefónicas y registros de automóvil. Esto dejaba fuera a los potenciales votantes demócratas que en aquellos tiempos raramente tenían teléfono y coche.

Fueron precisamente Gallup y Du Bois quienes pusieron en práctica un modelo de análisis pequeño pero representativo socialmente de la estructura del país. De esta forma no hacían falta veinte millones de personas sino tan solo cinco mil. Gallup se había graduado en psicología y partía de la base de que la tendencia de voto respondía a un patrón de comportamiento predecible. También había leído a Walter Lippman que creía que la “opinión pública” es una ficción creada por las elites políticas para adaptarse y avanzar en sus intereses. Gallup no estaba de acuerdo, y tenía la sospecha de que la opinión pública, al igual que el interés del lector de un medio, podían ser cuantificados.

Gallup comenzó a aplicar la psicología a la política. Se mudó a Nueva York y comenzó a trabajar para una agencia de publicidad y al mismo tiempo comenzó a dar clase en la Universidad de Columbia. En 1935, en Princeton, fundó el Instituto Americano de Opinión Pública, con fondos aportados por más de un centenar de periódicos. Un año después, entrevistando a cinco mil personas predijo que Alf Landon sería derrotado por Roosevelt mientras que The Literary Digest, que había recibido dos millones de respuestas de sus suscriptores, daban un resultado totalmente contrario. Desde ese instante Gallup mantuvo que su trabajo era esencial para la democracia. Las elecciones vienen sólo cada dos años (si tenemos en cuenta las elecciones intermedias que no son generales), pero “tenemos que conocer la voluntad de las personas en todo momento.” Afirmó que sus encuestas habían rescatado a la política estadounidense de la maquinaria

El método de Gallup se conoce como “muestreo por cuotas.” Determina qué proporción de las personas cumplen perfiles diferentes. Los entrevistadores que realizan sus estudios tienen que llenar un cupo para que la población muestreada constituya un mini-electorado exactamente proporcional. Pero lo que Gallup presentaba como la “opinión pública”, era la opinión de los estadounidenses desproporcionadamente educados, blancos y masculinos. A nivel nacional, en la década de los años 30 y 40, los negros constituían alrededor del 10% de la población, pero representaban menos del 2% de los encuestados de Gallup. Debido a que los negros del sur se cuidaban mucho a la hora de votar o no, Gallup no asignó ninguna “cuota Negro” en esos estados. Como el historiador Sarah Igo ha señalado: “en lugar de funcionar como una herramienta para la democracia, los sondeos de opinión se modelaron deliberadamente en, y agravados por, los defectos de la democracia.”

A partir de Gallup se comenzó a hablar de dos tipos de encuestas: encuestas de opinión y previsiones de resultado de las elecciones (también conocidos como encuestas de intención de voto). Cuando Gallup comenzó, curiosamente, se mostró escéptico sobre el uso de una encuesta para pronosticar unas elecciones: “esta prueba no es de ninguna manera perfecta, ya que una encuesta preelectoral no sólo debe medir la opinión pública con respecto a los candidatos, sino también debe predecir exactamente qué grupos de personas en realidad se tomarían la molestia de ir a votar”. Además, no creía que predecir las elecciones sean un bien público: “mientras que tales previsiones proporcionan una actividad interesante y legítima, es probable que no sirvan a ningún gran propósito social”; entonces ¿por qué hacerlas? Gallup realizó encuestas sólo para probar la exactitud de sus encuestas. Las encuestas en sí mismos, pensó, eran inútiles.

En EEUU, que tienen elecciones para aburrir, casi más que Cataluña, se encuentra a la cabeza de las tendencias de elaboración de encuestas y es de prever que, dado el panorama que tiene España a un mes de las elecciones, se empleen algunos de esos nuevos métodos. La prestigiosa revista Time, por ejemplo, utilizó para valorar la posición de Trump en la carrera electoral durante el mes de agosto una encuesta realizada por PlayBuzz. Se trata de un proveedor web de contenido viral que incorpora cuestionarios, encuestas, listas, y otros “de contenido lúdico” para atraer tráfico a su web. Así, pues, no les extrañe que en las próximas elecciones algún medio como El País trate de justificar su encuesta recurriendo a Forocoches. Al menos Time tuvo el detalle de indicar que su encuesta “no tenía carácter científico”.

2010 General Election Polling Day

La mayoría de las encuestas no vienen con advertencias, muchos periodistas y organizaciones de noticias han estado tratando de educar a los lectores acerca de los métodos de votación. El estadístico Nate Silver comenzó explicando las encuestas a los lectores en el 2008, en su blog, FiveThirtyEight, durante cuatro años. Silver hace sus propias predicciones mediante la suma de encuestas, dando mayor peso a las que son más fiables. Esto es útil, pero es un parche, no una solución. La distinción entre un tipo de encuesta y otro es importante, pero también es a menudo exagerada. Las buenas encuestas, al fin y al cabo, son tan encuestas como las malas.

Por otro lado, las encuestas no se paran muchas veces a valorar, como sí hacen las leyes, quién puede postularse a un cargo (se han llegado a hacer encuestas con gente que no se sabía si serían candidatos sólo para influir que acabaran siéndolo), incluso quién puede votar, dónde y cuándo. Las encuestas son en gran parte ajenas a la regulación legal de las votaciones, o incluso al escrutinio el mismo día de las elecciones (en otros países como Canadá se regula la divulgación de encuestas electorales).

En la elección presidencial de 1944, George Gallup subestimó el apoyo demócrata en dos de los tres estados. Cuando el Congreso lo llamó para ser interrogado por la acusación de que  su encuesta de Gallup fue diseñada a favor de los republicanos, Gallup explicó que, anticipándose a una baja participación, había tomado dos puntos de la votación prevista para Roosevelt. En otro caso, un congresista expresó su preocupación de que las encuestas “están en contradicción con el gobierno representativo”: los encuestadores parecían querer hacer creer que el país debería ser una democracia directa.

Los sociólogos comenzaron a criticar a los encuestadores. En 1947, en un discurso ante la Asociación Americana de Sociología, Herbert Blumer argumentó que la opinión pública no existe, en ausencia de su medición. Los encuestadores parten de la premisa de que “la opinión pública” es una suma de opiniones individuales, cada una con el mismo peso-un supuesto que Blumer demostró ser absurdo, ya que las personas se forman opiniones “en función de una sociedad en constante cambio”. Sostenemos y expresamos nuestras opiniones en conversaciones y debates,  y con el tiempo, diferentes personas y grupos influyen en nosotros y nosotros en ellos, en diferentes grados.

Gallup fracasó en su predicción en las elecciones que ganó Harry Truman, y a raíz de ello el politólogo Lindsay Rogers publicó un libro llamado “Encuestadores: Opinión Pública, Política y Liderazgo Democrático”. Rogers había comenzado como un periodista y, como erudito, era un humanista en momentos en que la mayoría de los estudiantes de gobierno se habían apartado de las humanidades y tendían hacia la sociología. Su preocupación tenía muy poco que ver con un error de cálculo. Donde Blumer argumentó que el sondeo se basa en una aplicación errónea de las ciencias sociales, Rogers argumentó que se basa en una mala interpretación de la democracia. Aun cuando la opinión pública se pudiera medir (algo que Rogers dudaba), el modelo de encuesta se basa en premisa de incoherencia conceptual: trata de medir como democracia directa lo que es una democracia indirecta o representativa, hecha precisamente así para evitar la tiranía de la mayoría sobre las minorías.

Las advertencias planteadas por Blumer y Rogers no fueron escuchadas. En cambio, muchos científicos sociales llegaron a creer que, si los encuestadores fracasaban, las ciencias sociales caerían con ellas (por la pérdida de prestigio y de inversión de los partidos en el uso de las mismas).

En 1952, nuevamente se produjo un resultado sorprendente: Eisenhower derrotó a Stevenson. “Ayer el pueblo sorprendió a los encuestadores y a muchos políticos”, dijo Edward Murrow en  la CBS. “Ellos [el pueblo] son extraños y sus motivos no deben ser medidos por medios mecánicos.” Pero los políticos no quieren que la gente sea extraña o misteriosa. Pronto, no sólo los candidatos políticos, sino cargos públicos, incluyendo los presidentes, comenzaron a contratar encuestadores. Mientras tanto, los encuestadores se ponían a medir opiniones tan esquivas como la creencia de en Dios, como el sociólogo Robert Wuthnow señala en un nuevo libro convincente e inquietante, “La invención de la religión americana: Encuestas, Encuestas, y la búsqueda tenue de la fe de una nación.”

Quizá una de las mejores aportaciones a la crítica sobre el valor de “medir” o “pulsar” la opinión pública lo aportara Pierre Bourdieu en la “Opinión pública no existe”. A medida que ha pasado el tiempo, estos y otros críticos han demostrado una y otra vez que un número considerable de personas encuestadas o bien no saben nada de los asuntos que esas encuestas pretenden medir o bien no parecen tener ninguna opinión sobre ellos. “La primera pregunta que un encuestador debe preguntar es ‘¿Has pensado en esto en absoluto? ¿Tienes una opinión?’,  como dijo el sociólogo Leo Bogart.

A pesar de la creciente evidencia de los problemas conocidos como no-opinión, opinión forzada, y sesgo de exclusión, los periodistas sólo se basan en el sondeo de estilo Gallup más o menos, y a veces con acentos marcadamente propios en función de la línea editorial del medio. Como afirma David Moore, “las encuestas de los medios de comunicación nos dan lecturas distorsionadas del clima electoral, fabrican un consenso público falso sobre cuestiones de política, y en el proceso socavan la democracia”. Las encuestas no toman el pulso de la democracia: se cuestionan la misma.

Al propio método de tomar las encuestas se unió en el final del siglo XX algo que ha servido como auténtico “turbo” para un motor de por sí defectuoso: la tecnología de la información. Como bien decía Burdick, un novelista americano de los 70, se trata de un “nuevo mundo subterráneo que se compone de personas inocentes y bienintencionadas que trabajan con reglas de cálculo y máquinas calculadoras y computadoras que pueden retener un número casi infinito de bits de información, así como ordenar, clasificar y reproducir esta información en la prensa pulsando un botón. La mayoría de estas personas están altamente educadas, muchos de ellos son doctores, y ninguno que he conocido tienen un plan político maligno. Pueden, sin embargo, reconstruir radicalmente el sistema político, construir una nueva política, e incluso modificar las instituciones. Son técnicos y artistas; todos ellos quieren, desesperadamente, ser científicos”.

Fernando de Arenas