No soy un tipo muy popular en Twitter. Apenas supero los cincuenta seguidores y casi todos son amigos o conocidos. Tampoco me importa. Mi personalidad no se reafirma por tener más retweets ni me siento mejor persona cuando participo de un hashtag que llega a trending topic. Sin embargo, no tengo ningún problema en reconocer que Twitter me divierte, pues me da la posibilidad de conocer la opinión de personas y entes interesantes.

Twitter me permite, como devoto lector de periódicos que soy, repasar las noticias y sacarle punta a los dardos de periodistas y políticos, que gastan en 140 caracteres una mala lengua poco común en sus columnas y sus atriles. De vez en cuando, me enzarzo en bizantinas discusiones sobre lo divino y lo humano y raro es que pase un día sin hacer alguna broma a un amigo con sentido del humor. También me informo de los resultados deportivos, circo que irónicamente se mezcla con la indignación y los ímpetus revolucionarios de aprendices de Robespierre con miedo a la sangre. Y luego está la gracia, ese don tan escaso y necesario con el cual nos deleitan algunos privilegiados. Valga de ejemplo la finura de quien, tras siete días de huelga de basuras en Sevilla, juró haber desayunado junto a “dos ratas tomando calentitos”. O ese otro que afirmaba ser “más esaborio[1] que el perro de un cuartel”.

En resumidas cuentas, para mi Twitter representa un entretenimiento fresco, amable y no muy exigente. Pero hay dos especímenes que, con sus cantos de pajarito, me aguan la fiesta virtual: los pesimistas auto-flagelantes y los optimistas descerebrados. No hay lista de seguidores donde no aparezcan, al menos, uno de cada clase. Como un virus, se propagan y multiplican entre los tweets, infectándote con sus desvaríos. Su constancia hace imposible ignorarlos y acaban, cada uno a su manera, despertando los instintos homicidas más profundos.

Probablemente por pena, todo el mundo tiene adoptado a un pesimista auto-flagelante. Una obra social como cualquier otra. Por aclarar, el pesimista auto-flagelante es alguien que se pasa la vida quejándose de lo miserable de su existencia. Cuando llueve, porque tiene planes y debe suspenderlos. Cuando luce el sol, porque tiene que estudiar y no puede gozar de la soleada mañana. Si tiene trabajo, está estresado por su ritmo de vida. Si está parado, porque está frustrado. Si está de vacaciones, se aburre. La cuestión es no estar nunca contento y, de rebote, jorobar la felicidad ajena, fenómeno que le jode enormemente. Y es que el pesimista auto-flagelante tiene una cosa muy clara: el mundo es un valle de lágrimas a donde se viene a sufrir, no habiendo sitio para otra cosa. Para colmo, la crisis les ha dado razones para justificar su postura y legitimar su abnegación. En su defensa se puede alegar que, aunque resultan cargantes, si se les lleva con estoicismo pueden resultar hasta graciosos y susceptibles de cachondeo.

A los optimistas descerebrado, por el contrario, no hay alma que los soporte. Son hijos de esa sociedad sin valores donde todo vale, donde lo superficial se impone a lo profundo y lo intrascendente a lo imprescindible. Poco golpeados por la vida (aunque ellos crean haberlo vivido todo), han asumido un mantra de eslóganes inconexos que repiten hasta la sociedad: sonríe, se optimista, piensa en ti mismo, se generoso, todo depende da la actitud, disfruta de las pequeñas cosas, puedes conseguir los que te propongas, actúa y no pienses, emprende, todas las opiniones son válidas, ábrete a nuevas experiencias… Nada malo si no fuese por el desprecio de la realidad, la negación del sentido común (“¿Y por qué no va a haber restos arqueológicos en la luna?”, me han llegado a discutir) y la perversión de los conceptos. Este rosario de clichés mentales donde lo importante se banaliza para huir de la responsabilidad es su tabla de salvación para no enfrentarse a la verdad. Por eso, si niegas y/o discutes su credo, si le señalas su contradicción, serás maltratado e ignorado. Cosas de la tolerancia.

El optimista descerebrado, que tiende a navegar en manada, cuenta con amplio de repertorio de frases hechas cargado de energía, fuerzas y otros entes abstractos. Y todas las mañanas, puntual pero no muy madrugador, lanza su proclama optimista: “Siembra hoy para recoger mañana los frutos de tu optimismo”. Tras el primer impulso irónico (“en el asfalto no cogen las semillas”), uno se reprime para no meter palo en candela. Pero el optimista descerebrado vuelve a la carga, esta vez con un juego de palabras: “Vive los lunes con la ilusión de los viernes: ¡crea los luernes!”. Durante toda la jornada la tortura será incesante. Otros optimistas descerebrados de tu contacto se sumarán a las proclamas de felicidad fingida, encantados de haberse conocido. Se sucederán los retweets y las reafirmaciones mutuas, cual perro lamiéndose el cipote. Tras la chiripitiflaútica tarde, repleta máximas vivarachas, llegará la noche, pausa para recargar pilas. Los optimistas descerebrados se acostarán orgullosos de ser tan joviales y positivos. Mas, en la soledad de sus sábanas (quieren a mucha gente pero nadie les ama), la voz inmisericorde de su consciencia les devolverá el eco del vacío. Justicia poética.

Valoraciones existenciales a un lado, la solución a todo lo anterior empieza por uno mismo. Basta con borrar a los pesimistas auto-flagelantes y a los optimistas descerebrados de la lista de “siguiendo”. Y es que en Twitter, como en la vida, hay que elegir bien las amistades… o aprender a cargar con ellas.

Curro Huesa


[1] Corrupción de la voz desaborío (de desabor, sin sabor, sin sustancia.; Dicho de una persona, sosa, de carácter indiferente). Según la Sevillapedia: Dícese de la persona o cosa antipática, desabrida o sin gracia.