Si el día medio de trabajo, incluyendo la preparación y la transportación, es de diez horas, y si las necesidades biológicas de dormir y alimentarse requieren otras diez horas, el tiempo libre será de cuatro
horas en cada veinticuatro durante la mayor parte de la vida del individuo. Este tiempo libre estará potencialmente disponible para el placer.

Herbert Marcuse, Eros y Civilización

Pongan la radio un rato. Escuchen cualquier emisora de música meridianamente aceptable y casi todo lo que oirán serán canciones de amor. Sin embargo, como, Marcuse dice, apenas podemos disfrutar de unas horas al día de placer. En todos los sentidos. El placer fue erradicado hace siglos de nuestra cotidianeidad bajo el yugo de una cultura judeocristiana que vinculaba el placer a lo obsceno, y éste a su vez a lo contrario a Dios.

Porque el Estado era Dios. Podía ser Luis XIV, Felipe II o el Papa, pero todos estaban ratificados por la idea de Dios. Nada nuevo. Es un modelo que venía repitiéndose desde antiguo, desde que un hombre normal fuera aceptado como superior al resto (augustus) y otro victorioso por el Dios Único (Constantino). Por debajo de ellos, la ciudadanía, y por debajo de ésta, el resto de la humanidad.

Fíjense, los griegos para esto eran bien listos. Aristóteles veía con mejores ojos que Platón el régimen democrático, al cual despreciaba de manera furibunda prefiriendo un gobierno de unos pocos (oligoi) antes que uno asambleario. Pero si Aristóteles veía mejor el modelo de la democracia es porque asumía la existencia de un demokrator, es decir, alguien que asumía el gobierno sobre la comunidad porque ésta le seguía. Se convertía así en una suerte de guía para la comunidad. Tanto es así que demokrator y dictator se llegaron a usar para hablar de Sila o de César.

Hoy nos resultaría extraño hablar de un “demócrata” que ostentase poderes especiales. Sin embargo, se nos olvida con frecuencia que nuestro modelo se basa en la representación. Algo que a Rousseau no le acababa de encajar. Toda representación del poder, decía, acaba siendo una enajenación del mismo. En este sentido, cuando se entrega el mismo por parte de la masa, se está produciendo una renuncia al ejercicio de la soberanía nacional o popular en beneficio de un grupo de personas. Esa confianza (de con-fides, tener fe) puede llevar a situaciones paradójicas como la que permitió a Napoleón III dar un golpe de estado en pos del sufragio universal que le permitiera ser proclamado emperador.

Podemos

El modelo de partido no estaba plenamente asentado y desde las polis griegas hasta mediados del XIX todo lo que existen son variopintas corrientes de opinión que se agrupan de manera más o menos osmótica. Ni populares u optimates en Roma, ni las diversas agrupaciones que se dieron en la Italia tardomedieval, y ni tan siquiera los jacobinos en la Revolución Francesa fueron partidos al uso. Las verdaderas formaciones empiezan a cuajar con la Reform Act en 1832 en Reino Unido porque es entonces cuando vemos cómo se organizan en cuadros de partido, vínculos clientelares, etc. Aun así, sólo se organizaban cuando había elecciones, de modo que el resto del tiempo eran sólo líderes locales de opinión, personas influyentes, que estaban el resto del tiempo en sus comunidades.

Fue la izquierda la primera en ampliar este modelo hasta el prototipo de partido que hemos conocido hasta ahora. A finales del XIX los primeros partidos socialistas eran conscientes de la necesidad de llevar a cabo continuos mítines, organizar la formación de los obreros, tener una sede o casa del pueblo en la que repartir información u organizarse en las protestas y elecciones. Son los primeros en tener personal profesional y remunerado para dedicarse a la política frente a los partidos burgueses donde se ejercía sin remuneración ya que sólo se ejercía como político cuando se ocupaba un cargo electo.

La izquierda socialista fue por tanto la primera en entender que el amor es necesario para justificar la existencia permanente. Recuerden que también la revolución, dicen ellos, debe serlo. Erotizar ka política suponía generar un perpetuo estado de caos, de necesidades continuas, demostrar que el panorama era terrorífico y que hacía falta un cambio. El amor a los partidos debía ser romántico o la gente asumiría que, como los partidos burgueses, sólo eran necesarios para cambiar las cosas y luego deberían disolverse por haberlo conseguido o por haber sido incapaces de hacerlo.

El socialismo vivió así de crear continuas necesidades y también, todo hay que decirlo, de un largo camino hasta la consecución de mejoras en las condiciones de trabajo. Malreux en Francia fue el primero en darle un estoque a la izquierda política con las vacaciones pagadas. Aunque con buenas y necesarias intenciones, aburguesaba a la clase trabajadora que, con ayuda del dinero americano que buscaba impedir la simpatía por el “sovietismo”, se convertía en la artificial clase media. No pasó nada porque durante medio siglo más la izquierda se reinventó en la “socialdemocracia”, una suerte de socialismo burgués plagado de buenas intenciones eficaz para sociedades pequeñas, racistas, suicidas y que existen gracias a la explotación de recursos en países del Tercer Mundo. Es decir, sociedades como la sueca.

También surgió el Eurocomunismo, pero ésa es una historia de terror que les voy a ahorrar.

Gracias al invento de la socialdemocracia los partidos pudieron seguir manteniendo sus estructuras piramidales, sus filiaciones románticas, extendidas a izquierda y derecha, y a veces mezcladas como los fascismos nos han hecho ver. De hecho, el gran éxito del fascismo fue precisamente el presentar unos cuadros organizados de partido, unas jerarquías, donde cada persona sabía su función, por quién debía ser pisado y, para compensar, a quién podía pisar. Arendt creía en cuestiones de índole biológica para el triunfo de los totalitarismos ya que estos, afirmaba, garantizan la supervivencia y permiten ejercer la violencia, los dos pilares de cualquier existencia humana. Sin embargo, lo que realmente convirtió a los fascismos en exitosos fue que posicionaba a cada ser humano en un lugar concreto. Aunque fuera el mismo que otros cientos de miles. Lo que era un modelo inigualable es que era romántico, el totalitarismo te subyuga, te dice qué debes pensar, decir, ejecutar, te da incluso un cargo, una responsabilidad.

Mírenlo. El totalitarismo está ahí, en todas partes. En cada sitio donde haya una persona con un cargo que, por ridículo que les parezca, para esa persona es un imperio. Piensen en esa persona que ejerce la presidencia de su comunidad de vecinos como si de un canciller austro-húngaro se tratase. Instaura su pequeña tiranía como el encargado de su trabajo que cree ser alguien, el jefe de algún grupo local político de un pequeño pueblo, y así por doquier. Vean de este modo cómo los totalitarismos han hecho más por la ficción democrática que los partidos organizados en cuadros, clientelas y políticos profesionales a los que la democracia sólo les interesaba para mantenerse como demokratos, guías del pueblo en forma de oligos, una minoría que controla al resto.

Es en la postmodernidad donde entra la transversalidad. La muchedumbre (oklos) se encuentra capacitada y formada porque, al fin y al cabo, las grandes organizaciones políticas sólo han contado con gente de fuera, y a veces de dentro, de esa muchedumbre para corromper el sistema en su beneficio. Así que la masa se cree capacitada para gobernar y se empodera. Lo hace porque el amor romántico que desde el XIX era una explosión erótica que los partidos gestionaban para convertirla en un fanatismo sin par acaba por colapsar. El amor romántico ha muerto. A dios gracias.

En su lugar emerge el onanismo. Las sociedades actuales son evidentemente más hedonistas y de ahí surge el éxito de los partidos llamados populistas. Podemos, sin ir más lejos ni andarnos con más rodeos, es el gran partido que permite a la sociedad española actual sentarse frente al río, como Narciso, y verse reflejado. Por eso su líder no duda en vestir de una forma aséptica. Se hacen burlas de su vestimenta cercana a un camarero, a veces con corbatas impostadas. Sin embargo, está más cerca de ser un sumatorio de reflejos de sus votantes que el resto de candidatos. Al resto se les desea como algo ajeno, como al buen yerno que encarnan Rivera o Sánchez, o al jefe de planta de El Corte Inglés que te encuentra lo que buscas que encarna Rajoy. Pero Iglesias es un monstruo de Frankenstein hecho de pedazos de todos los españoles.

El problema que tiene Podemos es su postmodernidad, de hecho. No es un partido al uso, aunque al mismo tiempo lo es. Su esquizofrenia se observa cuando vemos el encaje del impulso asambleario del que parte, y al que ignora aunque existan los círculos y el Consejo Ciudadano, junto a una estructura jerárquica que, al mismo tiempo, debe sobrevivir a lo que llama “confluencias” que, en otros partidos, no son más que “baronías”. Y eso, algo que hay que decir en su mérito, que no existe la “disciplina de partido”. Nadie se imagina a Colau u Oltra llamadas a ser ministras y dejando su cargo con la excusa tantas veces escuchada de “me debo a mi partido” porque saben que a quien se deben es a la ciudadanía que las ha votado.

Cuando los primeros partidos se organizaron estaban dando solución al problema planteado por Rousseau acerca de la enajenación del poder al ser representado. A Solón el poder le fue entregado para reformar Atenas impidiendo que los ricos no actuaran en beneficio de la comunidad (demos) sino de sí mismos, unos pocos (oligoi). No se hizo buscando la representatividad porque se estimaba que la muchedumbre (ochlos) no estaba capacitada para ello, aunque sí, como hemos visto, para entregársela a alguien que gobernara sobre ellos (demokratos). Así que, para resolver ambos problemas, comenzó a gestarse la dictadura de los partidos, que acabaron actuando como un solo ente entregado a una doctrina, y generalmente un líder. Que los partidos socialistas de finales del XIX se transformasen en totalitarios era un paso lógico.

Los militantes comenzaron a ver en el partido una forma de ser intermediarios entre el cuerpo de ciudadanos y el propio poder. Tanto es así que en la cultura política anglosajona es frecuente que el partido y el gobierno puedan llegar a estar enfrentados aun cuando los miembros del gabinete de ministros sean de ese partido. Esto va unido al interés clientelar que surge entre votante y representado. Después de todo, como resalta Panebianco, la afiliación a un partido se hace bien por el verdadero deseo de transformar las cosas, bien por el deseo de obtener privilegios, cargos, beneficios, etc.

Astrid Barrio señala por ejemplo que los miembros de los partidos que no tienen cargos suelen ser los que reclaman democracia interna y apoyan las medidas más radicales o, por decirlo de otro modo, más puras desde el punto de vista ideológico. En cambio, conforme más se sube en la jerarquía el posibilismo se consolida. En eso, tanto Ciudadanos como Podemos han demostrado sobradamente actuar como la vieja guardia de cualquier otro partido. Rivera negó más que San Pedro que jamás pactaría y el crecimiento del partido, inflado por los medios más que Podemos aunque se diga poco, le llevó a un posibilismo tan absurdo como incoherente. Iglesias, en cambio, ha ido moderando su discurso de manera más gradual empujado por tener que asumir que ya no es Pablo Iglesias sino el Secretario General de un partido que aspira a gobernar.

Parecía que Podemos iba a ser diferente en algunas de esas cosas. Pensemos por ejemplo en una de las cosas que señala también Barrio. Al abrir las primarias a cualquiera como se pretendía inicialmente se estaba lanzando la idea de que pertenecer o no al partido como militante no tenía ningún privilegio. Se estaba negando la posibilidad de crear “cachorros de partido” y arribistas sin más interés que el personal. Pronto vieron que esto corre el riesgo de dificultar el filtro. Te puede pasar como a Ciudadanos, que se te cuelen desde pederastas a maltratadores, o bien que necesites colocar a personas relevantes que atraen votos.

En esto último estribaba el dilema. Ser románticos o ser auténticos. Para ganar a la sociedad había que ser seductores. La idea de que los candidatos al Congreso fueran líderes significados de movimientos sociales y que eso atraería votos estaba muy bien. Sobre el papel. Para “asaltar los cielos” (la expresión se la tomaron a Marx, en una carta que le escribió a su amigo el médico Kugelmann, al menos en eso sí han sido marxistas) era necesario poner caras más o menos conocidas o representativas. Si podía ser hasta atraerlos de otros partidos. Con Pompeyo y Bruto hicieron lo mismo unos dos mil años antes.

Sin embargo, asumir el romanticismo como forma de vincularse a la masa de electores tiene riesgos evidentes porque la masa originaria que dio lugar al partido no lo hizo para tener “su propio PSOE”, sino por una necesidad instrumental. Podemos nace para transformar el modelo social, político y económico, lo que no se traduce necesariamente en tener el poder. Se puede transformar mediante la acción social, el movimiento, etc. ¿La deriva hacia posturas o postureos socialdemócratas los invalida? No, desde luego que no. Pero ya no los convierte en un partido instrumental, que era su auténtica novedad.

Podemos

Era novedoso que en vez de “bases” tuvieran una verdadera masa (ochlos, insisto) muy bien formada y organizada. Lo interesante de su aportación es que parecía introducir por primera vez en la historia, fruto de este momento único, la posibilidad de que la oclocracia no se tradujera en una turbamulta enardecida y torpe que acabase convertida de manera natural en tiranía. Porque se integraban en ella numerosas personas de amplia formación no sólo intelectual sino dentro del activismo social. Con el tiempo, esos “círculos” han sido ninguneados o mermados en su capacidad de aportar al partido.

Podemos surgió como muchos partidos de izquierda en el último tercio del XIX con la finalidad de resolver una serie de cuestiones concretas. Sin embargo, eso supone asumir que, pasada la coyuntura, debe disolverse y desaparecer. Se crea para resolver un conflicto o un modelo que no se considera adecuado. Si se resuelve, ha cumplido. Adiós. Si no lo resuelve, ha fracasado. Adiós igualmente. Asumir una deriva socialdemócrata mientras se ignora la naturaleza activista que le dio forma parece más bien una forma de constituirse como recambio más que como cambio.

Decía Julia Shklar que “un pueblo no es simplemente una entidad política como se pretendió en otro tiempo. Los partidos, las campañas organizadas y los líderes constituyen la realidad, si no la promesa, de los regímenes electorales (…) Las elecciones son rituales por su función y su forma, y la elección de partidos es bastante limitada. Por consiguiente, las pretensiones son uniformes, y las convenciones para expresarlas son igualmente pronosticables. Las expectativas de los votantes no son en general muy grandes y su tolerancia de las excentricidades y desviaciones del guion es pequeña”.

Fernando de Arenas