En una época en la que la memoria, la imaginación, la cultura  y la subjetividad están integradas en el sistema de acumulación global de capital más que nunca antes en la historia conviene tener en cuenta las palabras de Walter Benjamin sobre cómo se condiciona a una sociedad a repensar su pasado. “La socialdemocracia asignó a la clase trabajadora el papel de redentor de las generaciones futuras, cortando de esta manera los tendones de su mayor músculo. Este condicionamiento hizo que la clase trabajadora olvidara tanto su odio como su espíritu de sacrificio, porque ambos se nutren de la imagen de unos antepasados esclavizados y no de unos nietos que viven libres”.

La economía global profundiza en el tejido de la cooperación social, la comunicación, y narrativas culturales del pasado, elabora nuevos recuerdos de lo que fue y lo que podría haber sido para asumir una nueva política alejada de los principios que fundamentaron los movimientos del pasado. La memoria hoy es un gran negocio, con industrias de la nostalgia por todas partes tratando de aprovechar que la generación del baby-boom se adentra en la jubilación. La misma generación que estuvo a punto de causar estragos en el sistema político-económico de su momento y que ahora es una marea geriátrica en mitad de un fracturado estado del bienestar.

En un momento en que el espacio público se ve disminuido y las fuentes de entretenimiento e información se estrechan precipitadamente bajo gestión la corporativa consolidada, la historia parece tomar cada vez más la forma de documentales elaborados a imagen y semejanza de un régimen. El cuestionamiento y la crítica se cercenan mediante una peligrosa epistemología: la asociación entre la historia institucional y la historia popular, confundiendo lo que son una y otra. Así, al establecer como institucional lo que es casi folklórico, cultural, social, se consolida como verdad objetiva lo que era una verdad basada en la experiencia de los sujetos en un tiempo en el que la verdad emocional se impone sobre la racional. En esa línea, los 50 años del Mayo del 68 que casualmente ninguna institución conmemora, han adquirido un valor nuevo, el valor de tener que olvidarlo porque hasta la misma Revolución Francesa está en cuestionamiento frente a la búsqueda de un orden normalizado en el que se haga realidad el principio del Fin de la Historia (la ausencia de dialéctica y confrontación de ideas).

En medio de las protestas estudiantiles francesas de mayo de 1968, hubo un momento en que la figura del judío hizo una aparición estelar en la escena pública. En la tercera semana, durante una pausa en los disturbios, las radios del país informaron que Daniel Cohn-Bendit, el joven judío alemán líder de la huelga, se le negaba la entrada en Francia después de un breve viaje a Alemania. La decisión del gobierno, claramente destinada a diluir la protesta, tuvo el efecto opuesto. Las multitudes se echaron a las calles sin dirección, organización o planificación y unidos en el siguiente canto: Nous sommes tous des Juifs allemands.

La función de esta llamada en mitad de los disturbios estudiantiles era sencilla: fue un grito de guerra, una declaración de solidaridad con el líder bullicioso del movimiento. Al sacar provecho del acto de deportación, este lema permitió la analogía fácil (aunque obviamente injusta) entre el gobierno francés y la Alemania nazi. La frase permitió situar a los estudiantes como víctimas de un opresivo y autoritario régimen mientras simultáneamente recreaba una nueva idea de fraternidad universal entre estudiantes, una suerte de “estudiantes del mundo ¡uníos!”. La expresión de solidaridad de los estudiantes podría leerse como una demostración del espíritu republicano francés, evocando la postura del dreyfusarismo unos ochenta años antes, cuando se negaron a permitir que un hombre fuera condenado injustamente por ser judío.

Sin embargo, lo interesante del asunto es que mientras Zola en su conocido Yo acuso no defendía a Dreyfuss por el hecho de ser judío sino por el hecho de ser humano y, por tanto, inconcebible para él que a la luz de la Ilustración se hicieran distinciones entre seres humanos, la defensa de los estudiantes era diferente. Era nosotros somos judíos. No lo eran, desde luego, pero generaba un proceso de identidad líquida que diría Bauman, y consolidaba una característica fundamental de las generaciones futuras: la reivindicación de la identidad. Pocas veces, por desgracia, se para a valorar la importancia del Mayo del 68 como un transformador interno de las viejas ideas bolcheviques que apenas una década antes seguían presas del estalinismo para quitarles el profundo poso de una lucha obrera desfasada y proyectar sobre el futuro la necesidad de defender las identidades propias y comunes.

Así, pues, visto desde este prisma las luchas estudiantiles que tuvieron lugar hace medio siglo en Francia se convirtieron en la razón práctica de unas nuevas estructuras de pensamiento. No es casualidad que coincida en el tiempo generacional de una serie de luchas identitarias como el Movimiento de Derechos Civiles, los nuevos feminismos, la descolonización, etc. Superado el tiempo de las naciones, el espacio debía ocuparse ahora por las identidades. La nación y los nacionalismos de todo tipo se convierten en muros de contención del nosotros frente a los otros al tiempo que neutralizan las reivindicaciones de los oprimidos frente a los opresores dentro del grupo que ha sido igualado bajo la idea de lo nacional. Sin embargo, aquí volvemos a lo dicho al principio: frente al empuje de la reivindicación, vuelven a emerger los fantasmas renovados del ultranacionalismo en EEUU, Francia, España, Hungría, Reino Unido, como una vía de sesgar todo proceso de lucha de los grupos oprimidos. Y, en ese relato, el mayo del 68 resulta tremendamente incómodo.

Solo unos pocos investigadores han comentado esta importante perspectiva sobre lo acontecido en este pasaje de la historia. A pesar, o quizás debido a esta causalidad distorsionada, la visión Lipovetski logró un consenso en los 80. Su rastro todavía está hoy con nosotros en sugerencias la sugerencia actual de que el rastro dejado por los 60 pervive en la medida en la que la tecnología o las formas de comunicación fueron predichas. El único consenso, no obstante, sobre qué predijo el mayo del 68 sobre nuestras formas de reivindicación social actuales es la violencia. Se oculta el carácter de la lucha identitaria para resaltar las barricadas, la lucha contra la policía, el antiamericanismo, anticapitalismo y antigaullismo e incluso se busca tergiversar la naturaleza de la huelga general hasta el punto que los documentales que se emiten en la actualidad no hablan de la relación entre la protesta estudiantil y el apoyo del lumpen proletariado a los principios conservadores de De Gaulle.

El énfasis en la interpretación del papel desempeñado por el Mayo de 1968 en la generación del individualismo contemporáneo ha llevado a que numerosos autores no muestren la meno curiosidad sobre los grupos o individuos que actuaron en los levantamientos. No intentan averiguar qué hicieron los promotores de la revuelta, qué tenían pensado, qué querían hacer, qué palabras usaban, qué significados asignaron a sus propias acciones. El resultado es abstracción al servicio de la abstracción, un estado de cosas deprimente y a menudo vertiginoso que el historiador Jean-Pierre Rioux ha caracterizado como una “hegemonía completa de la palabra, una circularidad”.

La finalidad de esta deconstrucción del lenguaje, que se viene aplicando en la política desde los 80 sobre todo, es crear un marco lo suficientemente ambiguo de conceptos que puedan ser permeables a cada interés. La Revolución Francesa, el Mayo del 68 o incluso el Feminismo pueden tornarse de uno u otro color político al amparo de un uso abstracto de los conceptos. En el caso del mayo francés, los eventos radicales de una actuación colectiva ponían de relieve la posibilidad de una utopía, el trabajo no alienado.

El solo acto de trabajar por un mundo mejor era la expresión del deseo de desencadenar un acto social, cercano al anarquismo que cuajó en Cataluña en 1937 una auténtica revolución obrera. Las colectividades crearon formas nuevas de relación alejadas de la biopolítica capitalista en la que se tiranizan las posibilidades de cooperación social. Por supuesto, ésta es solo una de las sutilezas dentro de tales eventos radicales que siempre están manchados por las relaciones de poder, la desigualdad, la opresión, la explotación, la ingenuidad, el aislacionismo, el engreimiento y la mala dirección. Los eventos radicales son siempre escapes parciales o liberaciones. Pero negar el hilo utópico que los atraviesa es extremadamente peligroso ya que los entrega a lo que Benjamin llamó “historiografía dominante”.

Kristen Ross explora la memoria de las revueltas obreras y estudiantiles de mayo del 68 bajo la óptica del activismo militante y de la interacción entre estudiantes y trabajadores. La ocupación de universidades, barrios y fábricas se llevó a cabo mediante un profundo espíritu de experimentación, fuera de lo que Guy Debord había denominado “la sociedad del espectáculo”. Esa sociedad era la forma en la que el capitalismo se solidificaba, entonces como ahora, en toda una forma de vida basada en unas rutinas, una reducción de la vida social a la imagen para generar una alienación donde los individuos carezcan de aspiraciones de conjunto.

Casi un siglo antes, otro movimiento parisino, la Comuna de 1871, fue a ojos de Marx y Lenin un movimiento más importante en lo que proyectó y en su naturaleza que en sus logros. La vitalidad de la revuelta en 1871 y en 1968 fue lo que se consiguió y más que abrieron un espacio para las bases sociales y políticas radicales de experimentación a nivel de la vida cotidiana.

En este sentido, Ross cita a Martine Sorti, una participante de mayo de 1968: “¿Era consciente de lo que se ha llamado la fiesta de mayo? Sí, se trata de una fiesta para demostrar que todos los días o casi todos los días, para creer que al fin es posible cambiar el mundo, para compartir con los demás esa esperanza, y de un día para otro vivir en la ligereza de ser yo.»

Una ventaja de eliminar o no considerar el lenguaje dominante y el relato histórico frecuente sobre el Mayo de 1968 es que la puerta está abierta a una ventriloquia narrativa; se puede sustituir o prestar cualquier lenguaje que se plazca a los actores de la revuelta. El ejercicio más extraño en este tipo de ventriloquia que surgió durante la hipocresía de los años de Mitterrand fue el de Luc Ferry y Alain Renaut en el panfleto, La Pensée 68, en el que todo en el título es una mentira, incluida la La. La La implica erróneamente que la revuelta tuvo una coherencia y una unidad y sobre todo que tuvo un pensamiento detrás.

La tendencia intelectual llamada antihumanismo preocupada por denunciar y los sucesos políticos del 68 está representado por el trabajo de cuatro autores fundamentales: Derrida, Lacan, Foucault y Bourdieu. Pero Ferry y Renaut los presentaron en su obra como críticos con su momento ocultando por qué no participaron. Lecourt ha señalado que muchos, como Derrida que ni siquiera se pronunció en el 68, Foucault que estaba fuera del país o Althusser que estaba hospitalizado, no tuvieron ni siquiera la oportunidad de experimentar los sucesos.

La idea es alejar al Mayo del 68 de cualquier posible respaldo intelectual y presentarlo como un montón de revueltas sin orden. Si bien es cierto que no existía una organización detrás ni un trasfondo de pensamiento organizado más o menos uniforme como en la Revolución Francesa, la Comuna de París, la Revolución de Octubre, no es menos cierto que Mascolo, Sartre, Lefebvre, Rancière, Chesnaux, Marguerite Duras o Faye respaldaron, apoyaron e incluso se incorporaron al movimiento del mayo francés con gran energía.

El único militante citado en La Pensée 68 -no sorprende, Daniel Cohn-Bendit- es citado en una nota al pie contradiciendo efectivamente el argumento del libro: “La gente quería culpar a Marcuse de ser nuestro mentor: eso es una broma. Ninguno de nosotros había leído a Marcuse. Algunos de nosotros leemos Marx, tal vez Bakunin, y entre los escritores contemporáneos, Althusser, Mao, Guevara y [Henri] Lefebvre. Los militantes políticos del grupo del 22 de marzo casi han leído a Sartre.” La finalidad de tergiversar el relato del Mayo del 68 no es más que la de presentar los acontecimientos como una “persona contra el sistema” a través de un pensamiento individualista y fragmentario. Exactamente igual que acontece cuando se busca tergiversar el relato de las revueltas postmodernas.

La cuestión de si el Mayo del 68 reafirmó o puso en crisis las estructuras de pensamiento de los 60 fue quizá reflejada muy bien en una pizarra de la Sorbona durante las clases que tuvieron lugar en aquellos días: “Las estructuras no bajan a las calles”. Es la gente y no las instituciones las que hacen historia. Sartre ya había desmantelado esa especie de “analfabetismo político”, como él lo llamaba, similar al que ejemplificaron Renaut y Ferry en La Pensée 68, cuando respondió al análisis de un periodista sobre el “pensamiento” de Cohn-Bendit calificado como una mezcla de Thomas Carlyle y Freidrich Nietzsche. El “pensamiento” de Cohn-Bendit, tomado como una sinécdoque para el movimiento en general, debe ser según Sartre interpretado como el producto de una acción. Los problemas que se plantean son las preguntas prácticas, pragmáticas y teóricas planteadas en la inmediatez de una situación específica, por ejemplo, el problema de cuál puede o debe ser el papel de una minoría activista. A pesar de las teorías propuestas por Lenin, Blanqui o Rosa Luxemburgo, no existe una solución metahistórica para el rol de una minoría activista en un movimiento insurreccional, y cada movimiento debe pensar su problema en su situación vivida. ¿Qué rol, pregunta Sartre, podría Carlyle o Nietzsche jugar en todo esto?

La noción de que un movimiento de masas como el Mayo de 1968 podría ser subsumido en una organización, líder o, especialmente, en cualquier pensador o escuela de pensadores continúa produciendo intervenciones dispares en la literatura sesentayochista. La mano invisible de Marcuse, cuyas obras no fueron leídas en Francia hasta después de mayo de 1968, cuando comenzaron a venderse a gran velocidad, sigue siendo evocada como la dirección en la distancia de los sucesos de París. Antes de su muerte, el situacionista Guy Debord tuvo frecuentes arranques megalomaníacos sobre su propio papel como “causante” de la insurrección hablando, por ejemplo, de “la grave responsabilidad que a menudo ha sido atribuida a mí persona sobre los orígenes, o incluso la dirección del Mayo de 1968”.

L’Internationale situationniste indudablemente ayudó a realizar un trabajo intelectual de demolición y desacralización de la sociedad de consumo burguesa para el público de élite que tenía acceso a estos textos en la década de 1960. Pero fueron las perturbaciones de 1968 las que hicieron que La Société du spectacle se conociera y se leyera. Los textos situacionistas como los de Marcuse en Francia, solo fueron leídos por un gran número de personas después del 68 en un esfuerzo por entender lo que ocurrió.

La transversalidad incontrolable del movimiento, su desarrollo altamente proteico e imprevisto, la forma en que se extendió a través de la mayoría del espacio social en Francia generó un enorme miedo en las estructuras de poder: no poder controlar la soberanía popular. Al destruir los pilares de los esencialismos, el movimiento sesentayochista recogía lo mejor del ideario trotskista y lo reorganizaba en espacio de identidad que sobrepasaban la cuestión generacional e incluso simplemente de clase. El miedo al Mayo del 68, que aún persiste, es el miedo a la existencia de movimientos de desintegración de las oligarquías que no tienen una idea concreta que pueda ser combatida, ni líderes absolutos a los que absorber o defenestrar, ni un espacio de combate determinado.

La ansiedad generada por la reconquista de la calle por personas anónimas alimenta la personalización y abstracción sociológica. Como dijo Jean-Franklin Narot, el potencial subversivo del movimiento radica en la forma en que creó algo así como una “reacción en cadena de rechazo” en todo el campo social, de forma que, finalmente, fue irreductible a cualquier marco o ubicación de la organización. La reducción del 68 a un agente sociobiológico, a la juventud, nuevamente reafirma una definición naturalista de la política y del conflicto totalmente en desacuerdo con el movimiento de Mayo de 1968, un determinismo que produce una política que suprime la razón misma de hacer política.

Fernando de Arenas