En un momento determinado de una clase de un eminente catedrático de Historia del Arte, experto en pintura barroca andaluza, pidió a sus alumnos y alumnas allí presentes que se fijaran en los pechos de una Inmaculada de Murillo. Los describió como “senos turgentes, como naranjas, propios de las mujeres adolescentes”. Hubo quien, tras persignarse, se marchó azorado y maldiciendo al profesor por blasfemo. Hubo también quien lo acusó de machista. Él, que se lo venía venir, simplemente respondió, “es Murillo quien lo pintó así, son sus prejuicios los que quieren ver que pintó otra cosa”.

La anécdota no es baladí. Pensemos en Teresa soñando de Balthus, tres siglos después de Murillo. Es un cuadro que nos parece remitir a lo evidente, y esto, lo evidente, como tantas veces sucede con el arte contemporáneo, es lo que hace invisible lo que de verdad hay detrás. Sin embargo, la expresión estética de las vanguardias y post-vanguardias, como en la pintura de Mel Ramos o en la fotografía de Martin Parr busca generar en el espectador esta situación de doble juego comunicativo. El arte del Barroco, en cambio, se nos escapa en gran parte porque lo evidente, lo que suele creerse como mensaje, no es tal y no lo es porque el artista quisiera ocultar algo (a veces sí ocurre pero no es lo habitual) sino porque existe un diseño cultural complejo detrás al que el espectador medio no puede acceder sin formación. Dicho de otro modo, cuando vemos una Inmaculada de Murillo tendemos a ver a María sine labe concepta sin saber qué hay detrás de la historia de este tipo de iconografía, los símbolos cercanos, el porqué del uso de una chica adolescente, etc.

María Zambrano hablaba por ejemplo de que el arte es una mediación entre el ser sensible y el ser racional de los individuos. Por tanto, no es posible concebirlo como una expresión absoluta. De esta forma, el arte sería un medio para trascender que es el fin de la vida humana: alcanzar la realidad originaria (Micheron, 2003) para hallar lo sagrado. Se aleja en cierto modo de los postulados de Durkheim acerca de la imposibilidad del arte de ser un elemento que permita alcanzar la moralidad (algo muy platónico por cierto, para el filósofo ateniense el arte tampoco podía llevarnos a trascender a la idea de Bien).

No es casual que mencionemos a Platón. Zambrano parte de una premisa importante respecto al artista y la obra de arte. Su propuesta estética es la de concebir la creación artística como un medio para conocer la vida perdida y un medio para volver a alcanzarla. De ahí que, como acabamos de decir en oposición a Durkheim, sí entienda que los valores intrínsecos a la obra transmiten un código cultural propio de la circunstancia de cada obra. Con ello el artista, consciente o inconscientemente, estaría transmitiendo un modelo de ideal vital fruto de la estructura cultural en la que vive. Son los valores morales, religiosos, económicos, en definitiva, el horizonte mental de la sociedad que ve nacer esa obra.

Para entender bien por qué aquel catedrático sabía de qué hablaba al mencionar la turgencia de los pechos adolescentes de María debemos ir un poco más allá de la mano de Zambrano. El proceso de comprensión de la razón poética (de poesis, creación en griego) es un acto de revelación incompleta. Esto es lo que provoca el asombro y la necesidad de atender a la obra de arte como un camino de (auto) conocimiento. La pintura es lo que permite hacer corpóreas las revelaciones sobre la razón sensible y aunarla con la razón práctica: “¿Sería posible pues un Universo donde el ser, la realidad y la vida en vez de sobreponer, se concierten?”  (Zambrano, 1981).

Bajo esta idea, la obra de arte nos permite iniciar un camino, el de unificación del ser propio. Es decir, en cierto modo la obra de arte actúa como espejo sin serlo ya que no nos muestra a nosotros mismos pero nos reconocemos en ella. Es el camino, según Zambrano, hacia lo sagrado como reconocimiento del origen propio. Se aleja así, de Panofsky en la medida en la que no concibe la obra como el resultado de un agregado de elementos cognitivos (es decir, un montón de símbolos esparcidos por la obra que el espectador debe conocer para conocer la obra en profundidad) sino que el único sentido de la obra no sería  lo bello sino lo que no está concebido para serlo. Esto es, la belleza sería un espacio vacío común a cualquier obra de arte pero lo que lo llena de ser es el hecho no común de representar para cada espectador un camino hacia el origen propio de ese espectador.

En definitiva, la propuesta estética de Zambrano es una forma de acercamiento a la obra de arte como espejo de Narciso (Leyre Soriano, 1992). Cada espectador se acerca esperando, tiene un anhelo de belleza y lo que contempla en la obra es ese mismo anhelo que constituye su auténtico ser: “Toda belleza, para ser contemplada, necesita el espejo. Sólo es posible el reconocer la belleza para aquel que ya la posee en sí mismo.” Esta idea procede de un existencialismo primigenio mostrado ya por Nietzsche en su Así habló Zaratustra cuando nos dice que “si miras al abismo, el abismo te devuelve la mirada”. Ese fondo que parece insondable hasta que vemos que es un reflejo de nosotros mismos es el camino que suele utilizar el espectador contemporáneo de obras de arte.

La idea de encontrar en las obras de Murillo un camino u otro, en este sentido, reside en esencia en cómo el espectador se presente ante la obra. Pensemos por un momento en Niños comiendo fruta (c. 1650). Se trata de una obra presentada como un tema piadoso con dos niños mendigos comiendo uvas y melón con una luz que entra de izquierda a derecha de forma plana moldeando con eficiencia los cuerpos para dotarlos del volumen suficiente que den consistencia a los detalles del cuadro. Estos, los pies desnudos y sucios, la boca llena del niño de la derecha, la ropa raída, acaban por conformar una escena que inmediatamente colocan a quien la observa en una abierta predisposición hacia el entorno social de los representados. O, quizá, como hemos visto con Zambrano, esto es lo que nuestro propio espejo de Narciso quiera hacernos ver.

Gerard de Lairesse en 1707 alertaba de las imágenes que podían resultar perturbadoras para alguien que visitara el estudio de un pintor (Žakula, 2011). Entre ellas, desde el desnudo de un tema como la Mujer de Putifar hasta las habituales escenas sexuales de Zeus, situaba el cuadro de Murillo. La mayor parte de las pinturas de este tipo realizadas por el pintor sevillano se vinculan a la presencia del comerciante flamenco Nicolás Omazur. Éste había llegado como comerciante de seda y con el declive del género se reconvirtió en comerciante de objetos artísticos situando un buen número de obras en Amberes, algunas como la de Murillo que acabó allí precisamente. Un vistazo a los inventarios de las obras movidas por Omazur revelan un gusto bastante elocuente: pintura de género (escenas cotidianas y lo que hoy llamaríamos street photography) de autores cuya sutileza en lo expresado permitía jugar con una expresión más cercana a los límites internos de la cultura en la que surgen y el público al que van dirigidas.

La totalidad de las obras de Murillo que responden al modelo de Niños comiendo fruta fueron encargos para extranjeros, vendidas en los mercados flamencos generalmente aunque alguna pudo acabar en manos inglesas según Žakula. Los receptores de las obras, como Jan-Baptista Anthoine, suelen ser personajes adinerados de la burguesía comercial. Pero, dado el éxito de Murillo en los mercados del norte, recibió otros encargos entre los que destaca una Mater Dolorosa actualmente en el Prado.

Podría pensarse, pues, que existe una línea de producción diferente de Murillo según produzca para el mercado local de la Sevilla barroca o lo haga para el Norte de Europa. Esto podría llevarnos a pensar, entonces, que el horizonte mental en el que se mueve se adapta a las circunstancias del mercado. Esto, como vamos a ver, no es así. Volvamos a Lairesse alertando sobre los niños comiendo fruta. Su advertencia no sitúa el ojo sobre la condición innoble de los representados, sino en la para él evidente sensualidad y lujuria de los mismos. Una mente actual podría sonrojarse cuando no reírse de semejante ocurrencia. Son dos niños pobres, pensamos nada más ver el cuadro. Pero Lairesse conocía bien por ejemplo la obra de Caravaggio donde las frutas como la uva y aparecen asociadas a entornos de bacanales siendo el melón abierto un trasunto de la propia sexualidad femenina.

No era tampoco la primera vez que se planteaba un tema así en la pintura barroca. Más allá de los efebos manifiestamente homosexuales de Caravaggio, quien también lo era, Cerquozzi había realizado algunas obras similares en años muy cercanos a los que Murillo empleó para sus Niños comiendo fruta, y con un destino de mercado muy similar. Cerquozzi pertenecía al círculo de pintores conocidos como Bamboccianti (por Bamboccio, pintor del que todos bebían en estilo) cuyas obras circulaban por el entorno del III Marqués de Alcalá. En la Casa Palacio del mismo en Sevilla, la conocida actualmente como Casa de Pilatos, se reunían desde hacía años Pacheco (veedor de la Inquisición y suegro-maestro de Velázquez), Ocampo, Pedro Roldán o el mismísimo Murillo.

Aceptar la posibilidad de una mirada lujuriosa hacia el cuadro de Murillo nos pondría frente al espejo de Narciso de nuestro propio horizonte cultural. ¿Es moralmente reprobable el erotismo con pre-púberes? Evidentemente, hablamos de nuestra propia cultura donde lo es y donde a pesar de ello no tenemos rubor en sexualizar la imagen de las niñas a través de la ropa, la publicidad, etc. Ahora bien, ¿lo era en el siglo XVII? Y, sobre todo, ¿era realmente ésa la intención de Murillo o es que Lairesse veía cosas en los melones y las uvas que los demás no interpretaban?

Gainsborough, que admiraba a Murillo, llevó a cabo una reinterpretación de la obra poco más de un siglo después. En ella los mendigos tienen una actitud menos sugerente respecto a la comida y su puesta en escena resulta menos perturbadora desde un punto de vista estético ya que los volúmenes no están tan definidos y la luz es mucho más plana. Lairesse de hecho puso el cuadro como ejemplo de cómo se había “corregido” la actitud de un tema en otro pintor. Para Gombrich (1950) simplemente lo que había acontecido es que se había readaptado la obra al juicio de un espectador de otra época. Es decir, Lairesse contempla el cuadro de Murillo desde una perspectiva diferente, lo observa como espejo de su tiempo, de él mismo, como hace Gainsborough al reinterpretarlo, y asume una crítica sobre los elementos estéticos murillescos. Pero si hay esa crítica es porque conoce de dónde viene.

Vayamos a un punto esencial, ¿qué es la infancia en el siglo XVII? Hasta la Segunda Revolución Industrial la infancia era un período que finalizaba aproximadamente hacia los 7 años cuando la tutela de los niños pasaba de la madre al padre. A partir de este momento se les consideraba como jóvenes y eran empleados para las tareas domésticas, el trabajo vinculado al principal sostenedor de la familia, etc.

Ariès ha señalado la ruptura existente a nivel cultural entre la Europa tradicionalista-católica que representa la dinastía de los Austrias y el pujante mundo del protestantismo burgués que se está desarrollando precisamente en la zona del noroeste europeo. Esta ruptura cultural se manifiesta, entre otros muchos aspectos, en una concepción diferente del salto de la infancia a la juventud. Para el mundo católico, en el cual se inscribe Murillo, la infancia representa un estadio de vacío como persona, siendo el paso a la juventud el momento en el cual se adquiere la razón de ser en sociedad (así lo describía ya Agustín de Hippona en Civitas dei). En cambio, en el mundo burgués del Norte la infancia supone el paso previo a la adquisición de las responsabilidades del apellido familiar. Es decir, es una proyección menor de lo que se será en adulto y se considera que aquellos elementos futuros están contenidos en los pasados.

Asimismo, Ariès también señala un hecho importante: apenas hay representación de niños y adolescentes antes de finales del XVI y ya en el XVII. Era una etapa que no importaba en las representaciones artísticas ni ocupaba los modelos a representar en los diferentes temas. Así, pues, conforme avanza la Edad Moderna la edad empleada incluso en las representaciones religiosas baja también. Las vírgenes del Barroco pasan de una edad propia de la maternidad de la época (la veintena aunque en teoría deberían representar una mujer de mediana edad al menos) a una edad adolescente como representación de la madurez contenida en la juventud. Esta puesta en valor de la infancia y la adolescencia le debe mucho a los cambios propiciados por la Contrarreforma ya que es en ella donde se gesta un cambio profundo en la concepción de la misma.

Tanto es así que desde la primera mitad del siglo XVII se observa en numerosos textos de la época una elaboración cada vez más restrictiva del vocabulario empleado en referencia a la infancia y la adolescencia. Durante el siglo XVI se menciona abiertamente en numerosas obras (Héroard) determinados aspectos relativos a la sexualización de las etapas pre-adultas que van desapareciendo en el XVII. En parte, según Ariès, por un aumento en la moralización de la vida pero también por el propio devenir de un siglo plagado de epidemias de peste y grandes conflictos bélicos que llevan a un aumento del carácter sustitutorio del referente adulto. Esto propicia la necesidad de acelerar el paso de la infancia a la adolescencia y de ahí a la etapa adulta para reemplazar muchas veces a quienes faltan en la misma familia.

Hasta aquí todo bien. No dejamos de dar vueltas acerca de si Murillo o Lairesse podían tener puntos discrepantes sobre una posible sexualidad en sus Niños comiendo fruta en función de sus propios puntos de partida culturales. Pero observemos otro cuadro de Murillo, Gallegas asomadas al balcón. Parecen una niña y una señora mayor al fondo. Lo parecen. Lo son. Como también son una prostituta y su alcahueta.

El nombre del cuadro, especialmente su denominación original (Las gallegas) ya es de por sí sintomático. Con ese término solía hacerse referencia a las mujeres dedicadas a la prostitución ya que muchas procedían de una región muy deprimida en aquel momento como Galicia para ejercer como prostitutas en la ciudad más importante a nivel económico del Reino de Castilla. De hecho, Sevilla fue desde 1553 un referente en cuanto a la ordenación legal de los burdeles con una legislación que fue modelo para el resto de ciudades castellanas.

Para seguir entendiendo los motivos que pudieron llevar a un encargo de estas características pensemos en Ámsterdam y su Barrio Rojo no hoy, convertido en una triste atracción turística más, sino hace algunas décadas. La mayoría de los visitantes de fuera de la ciudad se quedaban (aún lo hacen) en una especie de shock morboso ante la exhibición y registro legal de algo que normalmente queda en el ámbito de la clandestinidad. Si trasladamos la situación a la plena Edad Moderna, existían en ese momento pocas ciudades comerciales con los prostíbulos tan regulados y bien organizados como Sevilla. Tanto es así que incluso se intentó crear una legislación real ad hoc para evitar lo que sucedía en el norte y en los territorios flamencos (Pérez, 2002). Es decir, lo que era algo extraordinario para un visitante esporádico, era cotidiano para el habitante.

Sin embargo, fijémonos en lo mismo que habíamos citado antes: la Contrarreforma. En el mundo anterior la prostitución era vista como una forma de “mal menor” (así llegaron a definirlo algunos teólogos de relevancia). A partir de finales del XVI el sexo fuera del matrimonio era visto como una fuente de vicios y alejamiento del mandato de Dios. La prostitución no era ya una forma de “paz social” sino un elemento corruptor. Así, desde 1620 los jesuitas actuaron como verdaderos soldados de la fe asaltando burdeles, golpeando a quienes se acercaban y cerrándolos por la fuerza en Madrid, Valencia, Mallorca, Málaga y Sevilla. El asunto llegó a tal extremo que Felipe IV ordenó el cierre de los prostíbulos públicos lanzando a las mujeres que lo ejercían a la calle. El negocio se volvió clandestino y desde entonces la única forma de atraerlo era mediante esa presencia de la mujer en las ventanas como refleja Murillo.

La edad de la chica que ejerce la prostitución nos devuelve al mismo punto en el que estábamos cuando pensábamos en los Niños comiendo fruta. ¿Es que para Murillo era normal que las escenas de carácter lujurioso, cercanas a la sexualidad, tuvieran lugar con púberes y adolescentes? La respuesta obviamente es que sí. Ahora bien, ¿puede hacerse la misma analogía con las imágenes de María como Inmaculada Concepción? Pues no. Precisamente porque volvemos al comienzo de todo.

La representación en este último caso no oculta de ninguna forma la conformación fisiológica de una adolescente. La intención, no obstante, es la de mostrar el símbolo al que se hace referencia (la virginidad a pesar de la concepción) empleando una etapa vital vinculada a una supuesta inocencia sexual. Esto es, se mire como se mire, una contradicción que pone al propio Murillo contra las cuerdas. Se supone que María, de acuerdo con este dogma que se aceptó finalmente en 1854 había sido concebida sin el pecado original. De ahí la inocencia con la que se le muestra. Su cuerpo puede ser el mismo que el de la chica asomada en la ventana pero sus gestos y ropas (además de la iconografía claro) la alejan de la intención de lo representado.

He aquí, por tanto, aquello de lo que hablábamos al citar a María Zambrano. ¿Es posible ver en un cuadro de una Inmaculada algún tipo de cuestión sexual? Depende ya del espectador circunstancial. Del mismo modo que con los Niños comiendo fruta o las Gallegas en la ventana hay una cierta tendencia a centrarse en un falso tono de piedad o condescendencia, sería igualmente falso hacer una interpretación alejada de este dogma en el caso de las Inmaculadas. En cualquier caso, cuando contemple estas obras (y la celebración del 400 aniversario del nacimiento de Murillo que ha pasado con más pena que gloria es una buena oportunidad) pregúntese si lo que cree que está viendo es lo que de verdad es, o no es más que una forma que tiene de verse a usted mismo.

Aarón Reyes (@tyndaro)