A veces una fuerza irresistible provoca la inevitable desviación de la mirada. En el caso de Breaking Bad resultaba imposible no dedicarle la mayoría de nuestras reservas de atención a la reluciente calva en proceso de degeneración moral de Walter White. El cáncer, la venganza en todos los pútridos escalones de su existencia social, las ametralladoras de Rambo escupiendo balas del tamaño de supositorios de elefante, atravesando los costillares de facinerosos neonazis sureños. Resulta complicado de narices hacer justicia a otros personajes dedicándoles el tiempo que merecen. Todo el mundo recuerda la cara de palo de Gustavo Fring, el via crucis interno de la señora White o la ira homicida contenida entre lo patoso y la agudeza de Hank.
Sin embargo, aun cuando no pasara desapercibido para ningún espectador con la aorta nutriendo correctamente de sangre las válvulas cerebrales, la tragedia de uno de aquellos satélites que orbitaban alrededor de Bryan Cranston no recibió el interés que merecía.
Desde esta página, altar de las voces oprimidas y los chisporroteos de latas de cerveza abriéndose, yo les reclamo que consideren a Jesse Pinkman como el auténtico protagonista de aquel serial sobre drogas, sistemas de salud basados en el esclavismo feudal y traiciones a tutiplén.

Les seré rápido y claro, su tiempo es valioso, otros artículos más profundos y mejor redactados les esperan y los macarrones se me están reblandeciendo en la cocina: Pinkman encarna el desencanto por la trampa académica de quien no es un total centollo, tiene talento pero ha tomado la tangente y ha terminado derrapando en un laboratorio de metanfetaminas ilegales, desmantelado al comienzo de la serie. Escapa por los pelos. Su vida, autogestionada pero precaria, no es el colmo de la estabilidad ni el fulgor de las promesas de futuro. Entonces un caballero de mediana edad, igual de perdido aunque calzado con las botas de la familia y un empleo seguro, le propone ganar dinero de forma rápida. La seductora promesa adolescente inmortal en la cocotera de muchos de ustedes y nosotros. Nadie confía en que le acaricie el Gordo de la Primitiva pero todos fantaseamos con ello, aunque sea de refilón y dos veces al año. Aquel caballero, poseído por la nueva maldición de Belcebú que es el cáncer, se autoproclama la cabeza pensante del proyecto. Pinkman para White es el peón, el elemento combustible de la fórmula, cuyos posos, se imagina, son dinero a expuertas y el año y medio de vida que le queda regado de comodidad y una experiencia límite que le devuelva todas aquellas juveniles emociones de una vida intensa, arriesgada y plena. Completa del modo en que ningún salario base fijo puede satisfacer. A partir de ahí, Jesse es vapuleado, amenazado, vuelto a vapulear, deshauciado, emocionalmente destripado, pisoteado, ninguneado, insultado y humillado de todas las formas y maneras posibles. Cuando cree encontrar un resquicio de satisfacción emocional, Jane, el señor White decide asesinarla por omisión. Cuando cree dar con un jefe que valora realmente su potencial, el señor Fring, Walter necesita arrancarle la jeta a base de explosivos. Cuando está seguro de contar con algo parecido a una figura paterna capaz de acogerlo en toda su desorientación, cicatrices y estupidez, Walter aniquila el sueño por partida doble: primero a Mike, el sustituto ante el voraz egoísmo del personaje de Cranston. Luego a sí mismo, cuando salen a la luz los engaños y mezquinas manipulaciones a las que sometió al pobre desgraciado de Jesse con tal de salvar el culo y ganar más, más, mucho más.

La tragedia de un padre de familia, dotado de un talento innato para la química, reducido a profesor de instituto a medias por su carácter y a medias por un triste giro de los acontecimientos entre una ex novia y su mejor amigo, condenado a muerte por la biología justo antes de iniciar una nueva etapa donde el nacimiento de su segunda hija parecía arrojar algo de luz, toda esta situación concentra la suficiente carga de lástima y angustia por empatía como para solapar el drama del veinteañero. Pero, vuelvo a arrastrarme sobre el púlpito, les reclamo algo de atención a las desventuras de este mártir de la explotación laboral, el egoísmo, los desencuentros familiares y la confusión generacional que es Jesse Pinkman. Quizás desde el Sebastian Dangerfield de El Hombre de Mazapán, el manoseado Caulfield de El Guardián entre el Centeno o el reciente y genial sosia de Matt Summell en Hacer el bien, no hayamos tenido la oportunidad de asistir a un relato tan minucioso, emocionante y contradictorio sobre la juventud y las guerras a las que uno le arrastran/se embarra a causa de ello. Demasiado ingenuo para los que andan por ahí lamiéndose las cicatrices de la cuarentena, demasiado inexperto para los profesores de la vida acojonados porque esta erección sea la última, demasiado vivo para recibir lo que uno merece, demasiado creyente como para ser aceptado en el infecto y envenado planeta de los desencantados, todos esos Walter White que un día añorarán recuperar lo que solo Jesse Pinkman posee, sacrificándolo por mor de un último goce.

Afortunadamente, Vince Gilligan tuvo un momento de lucidez. Afortunadamente, aun dejando tan solo tres minutos para disfrutarlo, el egoísmo del Hombre Mayor rompe (literalmente) las cadenas con que ha asfixiado a Jesse. La última vez que le vemos, Aaron Paul estampa su coche contra la puerta de la valla de la granja de metanfetamina donde la esclavitud de su talento, sus sueños y aspiraciones se ha elevado a la máxima potencia. Ríe, llora y grita al mismo tiempo. Aquel último plano era tan esperanzador que solo podía dar paso a los debates cínicos que sobrevinieron poco después. ¿Logró escapar realmente Pinkman de la policía? ¿Aquellas ensoñaciones donde se veía a sí mismo retomando su vida en la forma sencilla y humilde de un tallador de madera eran una premonición u otro deseo a evaporarse entre restos de pólvora, tanques de enfriamiento y embustes?

Personalmente, creo que lo logró.
Personalmente, más nos vale creer que lo logró.

Isaac Reyes