Desde mediados del siglo XIX en todo el contexto cultural europeo se venía experimentando un cansancio en los modelos de representación habituales. Se habían generado corrientes a veces muy heterodoxas durante el reciente romanticismo en el cual se habían plasmado claramente que los modelos de representación estaban cambiando a un ritmo vertiginoso.

Algunos nombres en diferentes países muy bien esto. En Inglaterra, William Blake y por supuesto Turner aportan a la pintura no sólo unas formas de representación cargadas de temática sino sobre todo una técnica novedosa en extremo y cuyas especiales connotaciones sólo se entenderán a fines de siglo. Blake fue uno de los primeros pintores en avanzar en la recuperación del signo y del símbolo de manera indisolubles, elemento que resulta fundamental para entender no sólo el arte de las vanguardias históricas sino también el de todo el arte contemporáneo hasta nuestros días. Turner avanzó en la aplicación de una re-visualización del mundo, lo sublime, utilizando términos de Kant, en un formato de naturaleza que desborda y asume por completo con su manifestación brutal la plenitud de la representación pictórica.

Ahora tendremos que hacer como esas personas que se van de vacaciones a sitios lejanos y andan todo el rato comparándolo con su lugar de origen. No se alarmen si ustedes son de ese tipo. Viene pasando desde que el primer mono se cambió de árbol. Después de todo, ¿qué hay más representativo de tu cultura de origen que cómo describes un paisaje ajeno?

La representación del paisaje a finales del XIX culmina una labor de trascendencia de lo sublime como valor de lo externo, el objeto natural en tanto que sistema extraño, frente a la naturaleza interna del hombre, el sujeto. Frente al paisaje de la época moderna, donde la luz tendía a ser clara y uniforme para expresar la unión de las criaturas por el amor al Creador, el paisaje contemporáneo transforma las percepciones y supone un efecto de feedback entre artista y contemplación.

Desde comienzos del XIX se observa un cambio en la concepción del paisaje que tiene mucho que ver con los cambios generados a nivel social y económico en Europa. La recesión económica provocada en Francia y España, las dos grandes potencias, por la mala administración a lo largo del XVIII de sus respectivas monarquías, arrastrarán en el siglo posterior la caída de los modelos de gobierno absolutistas. Sin embargo, la decadencia política es más bien un acontecimiento religioso que tiene como protagonista el fin de los valores inmutables (recordemos que es el siglo en el cual Nietzsche dice que «Dios ha muerto») que lleva al artista a buscar una nueva re-ligación con la naturaleza.

En algunos de los mejores paisajistas andaluces, caso de Arpa por citar sólo uno, podemos rastrear la evolución que ya Constable manifestaba al hablar del «claroscuro de la naturaleza», esto es, los detalles naturales como el aire, la frescura, logrados con trazos sin interrupción y un blanco puro aplicado con espátula, y al mismo tiempo contrastes de luz y color que dan cierto dramatismo interior, razón de ser, a la para paisajística. En la escuela sevillana no encontramos imitación de la naturaleza solamente en una primera generación que seguía los preceptos del belga Haes, ya que las siguientes preferirán una proyección creada de la misma.

Traspasado el umbral del siglo, el paisaje cierra un ciclo de su relación con el hombre y abre uno nuevo donde la idea coexiste con la composición, se recupera la significación y de ahí que Senet o Villegas plasmen su particular y propia idea aun cuando se encuentren en Nápoles o en Venecia. Por ello, podemos reconocer en sus obras elementos fundamentales como son la autenticidad del tono y la estabilidad de la composición. Como decía Courbet, «le Beau est dans le nature, et s’y recontre dans la réalité sous les formes les plus diverses».

Señala Kenneth Clark como en el paisaje occidental hay ciertos valores lumínicos y de color que siempre tienen como fin un sentido determinado. Asimismo, los paisajes populares, de cualquier parte, Sevilla, Ronda, Venecia o Texas, son los que producen mayor atención, al violentarse la percepción lo cual constituye el material de la pintura anterior, pero que es la nueva concepción del paisaje adquiere otro tipo de connotaciones. La percepción vehemente pero reflejada, reflexiva, de lo visto al tiempo que, la recuperación del signo del paisaje.

«No tengo necesidad ni de una naturaleza lujuriante ni de una composición admirable, ni de una luz espectacular, nada de cosas extraordinarias. Propóngame usted, si quiere, un charco de barro, pero que contenga una verdad, poesía…». (Tetriakov, 1850)

De Turner a Friedrich o Corot, lo sublime como sinestesia de la fugacidad del hombre frente a lo eterno de la naturaleza se imponía como praxis generacional del mito de lo aberrante urbano e industrial contrario a la propia naturaleza en sí misma. El paisaje es religión moderna y ejemplifica lo que Baudelaire señalará al horrorizarse de la nueva ciudad. En cambio, el paisajismo andaluz se encuentra más cercano a la sensibilidad de la escuela rusa.

Es frecuente, por tanto, que en los pintores de la escuela sevillana que realizaron obras en el extranjero de relevancia podamos observar dos variantes. Por un lado, aquellos que transmiten con gran vivacidad los caracteres vivos de cada tierra, sabiendo captar de una forma casi antropológica las necesidades vitales de cada región. En el otro extremo, se sitúan aquellos que siguen manteniendo la primigenia visión del mundo desde la cosmogénesis en la cual han sido educados y que proporciona a sus cuadros una visión particular y específica de los paisajes del extranjero.

Así, el Bosquecillo de abedules de Arjip Kuindzhi y el Pantano de Alcalá de Sánchez Perrier guardan en común algo más que la estructura o la composición. El motivo de ambos es la elaboración de una presencia divina integrada en un paisaje campesino, mostrando la vitalidad del misticismo de exploración natural.

Kuindzhi

La alegría del paisajismo ruso en su esplendor, por Kuindzhi

Frente a la pureza óptica y el refinamiento creativo del impresionismo francés, en las escuelas situadas en ambientes más atrasados industrialmente encontramos una gran espontaneidad y variedad de representaciones, más cercano a una expresión interior de la emoción que tiende a reflejarse en los paisajes. Aun cuando viajen al extranjero, los pintores andaluces buscarán siempre la identidad propia en muchos casos, la plasmación del recuerdo de su tierra en la luz, el color, la geografía, las gentes y las ciudades que visiten.

Andaluces por el mundo: Italia

De entre todos los paisajes que los pintores andaluces representaron con asiduidad en una primera generación, el italiano ocupa sin lugar a dudas un puesto preeminente por varios motivos. El primero de ellos es sin duda la pensión a Roma que les facilitaba el contacto con unos modelos representativos que se encontraban en el ocaso de la recreación pictórica pero que les permitía tomarle el pulso a la situación real de la pintura en Europa. En un primer momento encontramos en sus paisajes multitud de referencias arqueológicas bien a monumentos de la ciudad o ruinas, bien a algún tipo de celebración histórica.

El otro motivo por el cual los pintores sevillanos de la primera generación se sintieron fuertemente atraídos fue por la gran colonia de pintores españoles que se encontraba entonces en la ciudad gracias a la gran acogida que sus obras de pequeño formato tenían entre los visitantes de la Ciudad Eterna, lo cual les permitía a aquellos que no habían sido pensionados sobrevivir más mal que bien en algunos casos.

De los que cosechó mayor éxito fue José Villegas Cordero (Sevilla, 1844 – Madrid, 1921) formado a caballo entre las ciudades que lo vieron nacer y morir respectivamente y cuya estancia en Roma se traduce en una de las más significativas al punto de convertirse en uno de los más reconocidos directores de la Academia Española en la capital italiana. Sin duda, aquí pudo completar su excelente formación desde 1866 cuando en Madrid pudo aprender de Velásquez la pincelada suelta y espontánea junto a un sentido del color vibrante y armonioso, lo cual fundió con su magnífico dibujo solo limitado por su entorno.

Su obra más conocida de estos ambientes, El triunfo de la Dogaresa, encabeza una pintura por cuya viveza y espontaneidad al colocar las masas a ambos lados de forma contrapuesta sitúa a la obra en un nivel muy alto seguido en los paisajes más puros como El canal de la Zatera (1872), El puente de la Academia (1881), El Canal de la Giudecca (1885), La ca d’Oro (1886), La Riva degli Schiavonni (1887), La iglesia de la Salute y La Iglesia de San Marcos (1888) y El puente de la Paglia y El puente de San Zacarías (1889). En todos ellos encontramos la gran vitalidad de la paleta que le caracteriza y una fuerza compositiva desbordante, siendo uno de los mejores evocadores de un modelo concreto de paisaje.

villegas cordero

Venecia, según Villegas Cordero

También andaba por allí Gonzalo Bilbao (Sevilla, 1860 – Madrid, 1938) con una pintura suelta de dibujo muy libre y no exento de gran habilidad. Su luz intensa a veces con grandes contrastes se compagina a la perfección con un colorido de gran riqueza y suntuosidad. Su técnica, de gran prodigiosidad, se acerca con mucha frecuencia al luminismo de Sorolla y muestra su gran conocimiento del impresionismo que debió moderar al tomar constancia del escaso progresismo intelectual de su entorno. Tras sus primeros escarceos con la pintura académica, tornó a una pintura basada en la luz y el color propios de su lugar de nacimiento.

Estuvo en Italia en 1886 tras pasar por París dejándonos una gran representación del Cana de Venecia. Existe una cierta tendencia neorromántica que a comienzos del siglo XX y como consecuencia de sus viajes europeos acaba por desaparecer, aunque en cuanto a tema se mantiene cierto aire costumbrista no exento de un residual folclorismo que tenderá a desaparecer. Hay elementos de constancia como son la sensualidad del tratamiento de los contornos y una fluida distribución de las masas de color que evidencian una disolución de la figura en la escena en cuanto el color y la técnica son los que adquieren importancia.

Gonzalo Bilbao

Venecia, según Gonzalo Bilbao

Andaluces por el mundo: Francia

El auge de la pintura en Europa centralizado en París en la segunda mitad del XIX conllevó que multitud de nuestros pintores tomaran como obligada la visita a la capital gala. En su mayoría buscaron nuevas salidas a la visión del paisaje y en ello cabe ver la influencia que Haes ejerció en Madrid, y en la cual muchos de sus seguidores iniciarían el camino parisino animados por el belga y tomando contacto con os círculos del grupo de Barbizon. Este elemento puede llegar a ser clave para entender las diferencias entre las escuelas de París y Roma. En Sevilla, sería Eduardo Cano uno de los principales difusores del gusto por el viaje a Francia como fórmula para conocer y formarse de un modo más preciso en el contexto europeo.

La generación que va de 1860 a 1880 es sin duda la que adquirió una mayor influencia francesa, siguiendo en algunos casos los presupuestos de la pintura academicista pompier y en otros aventurándose en el conocimiento más exhaustivo del incipiente impresionismo. Son artistas que permanecen por largo tiempo en el país, que lo recorren, que entablan relaciones con otros pintores y exponen con éxito al realizar una pintura cuya temática y técnica son muy parisinas, con un notable aire ecléctico ya que en su mayoría habían pasado como hemos visto por Roma.

Fue en esta segunda generación de pintores en donde germinó con mayor fuerza el gusto por el paisaje, temática muy cultivada en París por cuestiones de tipo socioeconómico y estético. En cambio, la inmersión en este tipo de temas es más libre que en Roma especialmente debido a la ausencia de un centro oficial de enseñanza financiado por España, lo cual derivó en que las obras parisinas de nuestros pintores fueran mucho más libres y de carácter más heterogéneo, guardando entre sí ciertos rasgos comunes que evidencian su origen español.

Hay que tener en cuenta que fueron pocos los que tomaron las nuevas opciones estéticas de los 80 y siguieron practicando una pintura al modelo barbizoniano según la estela dejada por Daubigny. Gustaron así por representar escenas que, debido a las raíces de la escuela de estos autores y a las nuevas tendencias, podríamos poco menos que calificar de “costumbrismo parisino”. Así, los pintores españoles destacaron en la recreación de imágenes de la ciudad, paisajes urbanos que evocan los parques, los cafés, los jardines, la vida plein air y especialmente la sensualidad del paisaje per se. En este sentido, dotaron sus escenas de una profunda recreación en lo accesorio, en los trajes, las telas, los objetos y conforme avanzaron en el naturalismo plasmaron los contrastes sociales.

Uno de los pintores residentes en Francia que brilló con luz propia fue sin duda Emilio Sánchez Perrier (1885-1907), que llegó en 1879 para conocer de primera mano la escuela de Barbizon y el estilo de Corot, ingresando en el taller de Auguste Boulard, frecuentando los de León Gérôme y Félix Ziem, así como relacionándose con su compatriota Luís Jiménez Aranda. Precisamente acompañó a este a Pontoise donde realizarán excelentes recreaciones como en Barca en el Oise (1896) fusionando la luz sevillana con la temática francesa por lo cual podríamos englobarlo dentro de aquellos pintores que recrean los paisajes extranjeros vistos desde una óptica cercana a su escuela de origen, con una paleta de colores suaves y armoniosos, estilo que también asumió en el paisaje urbano de París.

Emilio-Sanchez-Perrier

Las orillas del Oise, Sánchez Perrier

Sánchez Perrier participó en el Salón y tomó contacto con el mundo de los marchantes y agentes artísticos que adquirían obra sobre todo para clientes del incipiente coleccionismo norteamericano. En esta estancia asumió a la perfección el naturalismo de tono más francés influido por las corrientes internacionales. En 1880 vistió Barbizon junto a Fernando Tirado y Enrique del Pino uniendo así la tradición en la pintura sevillana con la del paisaje europeo del XIX. Tomó de Rousseau y Daubigny los motivos de riberas, orillas, arboledas, etc. Realizó en Francia multitud de paisajes y vistas urbanas de París siguiendo cierto tono academicista en ocasiones que la valió el reconocimiento oficial francés.

De hecho, en 1891 entró como miembro en la Sociedad Nacional de Bellas Artes de Francia, empleando en los paisajes de esta época reflejos espejeantes, arboledas con troncos sinuosos, frondosos árboles mecidos por el viento, destacando en el estudio de la luz ambiental incidiendo en los elementos de la naturaleza, envuelto todo con una pincelada equilibrada que magnifica el intimismo y la lírica del paisaje. Este tipo de composiciones se hacen más patentes en esta vuelta a Francia, especialmente en los paisajes realizados en la Bretaña, en la localidad de Guingamp, en el valle del Trieux y en las bellas costas de la Cotè d’Armour, con ciertos matices que hacen que algunos apunten a un posible viaje a Holanda donde tomaría contacto con la Escuela de La Haya.

Pero es sin duda Gonzalo Bilbao el pintor que tal vez mejor supo representar los paisajes del entorno francés y del norte español fronterizo con nuestros vecinos. A la vuelta de Roma, permaneció por escaso margen de tiempo en Sevilla, tras lo cual marchó a París, conociendo de primera mano las corrientes del realismo y el impresionismo francés. Pudiera ser que el conocimiento de la luminosa y potente policromía de Delacroix le incitara a iniciar un viaje a Marruecos como veremos con el fin de comprender la fogosidad y la calidez de la paleta del francés.

Gonzalo Bilbao cultivó con profusión el paisaje, tanto por motivaciones personales como por la moda que recorría la pintura en estos días. En este sentido podemos ver en sus paisajes un modelo estético heredero de las corrientes francesas y de la visión de lo natural que en el 98 se empleaba para expresar las particularidades de una región. El artista se entregó a las fórmulas del plein air, realizando paisajes llenos de sinceridad en los cuales adquiere gran valor la luz y la vibración del color hasta tal punto de adquirir entidad estética por sí mismo.

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Cristianos del sur de Francia, por Gonzalo Bilbao

Lo sublime también hace acto de presencia al representar el mar del que se vale para evocar los caracteres geogéneticos de cada lugar. Así, el mar que pinta en el Cantábrico se nos presenta feroz y rugiente, rompiendo en afilados acantilados que nos evocan las desventuras del marino narrado por Pío Baroja. Los colores aparecen empastados con amplias pinceladas superpuestas. Por el contrario, en San Juan de la Luz, su Playa de Ciboure aparece lleno de gran serenidad, con un color agudo socavado por una luz intensa pero no cegadora, y da carta de valor a las recreaciones de tipos vitales en las orillas y las costas.

Andaluces por el mundo: América

En América van a encontrarse con unas situaciones eclécticas ya que confluyen dos elementos que hemos venido comentando hasta ahora. Por un lado, constatamos la presencia de un ambiente urbano de gran importancia, con unos modos de vida que en muchos casos se parecían a los europeos, con ciudades no exentas de los mismos contrastes que en Alcalá o Sanlúcar. Pero al mismo tiempo, estos entornos se iluminan con unas tonalidades muy fuertes, producto de una tierra aún joven, donde el sol transmite las mismas disoluciones lumínicas del norte de África que en lugar de encontrar un orientalismo evidente penetran en unas fórmulas plenamente occidentales.

En este entorno, el pintor más destacado fue sin duda José Arpa, ya que desde que emigrara a México ante la escasa apertura profesional que le ofrecía Sevilla no paró de recorrer rumbo al norte hasta recrear con gran éxito los paisajes más lejanos de la pintura sevillana. Allí, pudo engarzar su producción con el momento de esplendor cultural que el gobierno del general Porfirio Díaz estaba suscitando al requerir de expertos y artistas europeos para su plan de renovación cultural y de obras públicas. Quién le dice que no a un dictador que quiere cambiar las estructuras culturales.

José Arpa

El Cañón del Colorado, por Arpa

Arpa se encuentra plasmando, sin abandonar su estilo de paisaje andaluz, una nueva fauna, flora, relieves etnográficos y antropológicos de una dimensión en buena medida opuesta a lo que conocían pero que propicia el mantenimiento de una luz potente aplicada con pinceladas delicadas y pastosas. Siempre se mostró interesado por escenas urbanas, el efecto de la luz del día sobre los viandantes, figuras populares adscritas a un urbanismo particular y analizando con suma pormenorización como en Patio de vecindad. Hay que tener en cuenta que la burguesía local se encuentra más estrechamente en contacto con las noticias renovadoras europeas que en su lugar de origen, como muestra la exposición en 1906 de la revista Savia Nueva.

Al finalizar el siglo, Arpa se encuentra en Jalapa plasmando sus paisajes tanto naturales como urbanos al tiempo que representa a tipos locales y escenas de ambientación como El entierrito o El entierro en Jalapa. Frecuenta también Puebla, donde vive un tiempo, Oaxaca, Orizaba, Coatepec, todos lugares unidos por el ferrocarril transoceánico.

Los paisajes mexicanos se tiñen normalmente de registro cultural, es decir, el interés no es tanto arqueologizante como de plasmar un contexto, una vivencia y cómo el momento forma parte consustancial e indisoluble de la visión global. Se deja atraer por el exotismo de la flora americana, con la densidad cromática de la selva tropical o los desiertos del norte, recogiendo muchas veces estados concretos de la naturaleza como en Coatepec.

Arpa se muestra receptivo a la influencia de las nuevas corrientes, tomando una postura muy libre como muestra la ausencia en algunos cuadros de horizontes o límites de celaje, buscando encuadres y puntos de vista nuevos, dejándose llevar por una orografía mucho más brutal y virgen que la que hasta ese momento había podido contemplar. No hay ya tensiones hacia la temática, es decir, el pintor crea una imagen que es espejo de lo que ve y convierte en signo lo que hasta entonces era símbolo.

Igualmente, la influencia de los grupos The Eight y The Ten, así como la amistad de los Ouderdruk integrantes junto al fotógrafo Ernst  Raba de la tertulia artística The Gang en San Antonio incrementan su luminosidad y el objetivismo de su pintura, y como tal será reconocido formando parte del Brass Mug Club.

Arpa

Oatepec, según Arpa

Recorre Arizona y Nuevo México recreando paisajes etnográficos Zumi y Hopi con una gran plasticidad en el manejo de las luces y los colores creando fuertes contrastes de sombras que, al modo de Monet, nunca emplean el negro sino tonalidades frías. Será aquí donde realice su obra más sobrecogedora, la serie del Gan Cañón del Colorado en el cual encuentra la plena traslación  de su búsqueda. El monumento ya no se integra en el paisaje, el monumento es el paisaje, la fuerza de las abruptas hoces y lo salvaje del desierto infértil llenan los cuadros de rojos, amarillos, morados, para dar forma a una naturaleza ausente de lo humano en una escala intrínseca a sí misma. Arpa había llegado de este modo a lo sublime. Ante él, aparece la naturaleza definida en su propia circunstancia, matérica, cruel pero esencial, magnificante y abstracta en el vértigo que producen las entrañas abiertas de la roca, y será de este modo para él como la Catedral de Rouen para Monet.

Aarón Reyes (@tyndaro)