El parlamento debate esta semana sobre la prisión permanente revisable. Esta polémica figura es la máxima pena privativa de libertad para delitos especialmente graves que actualmente contempla el Código Penal, reformado en 2015 con el único respaldo del PP. El PNV presentó la propuesta de su derogación y en pleno debate social por el feminicidio de Diana Quer miles de firmas piden que continúe en vigor.
Si miramos la prisión permanente revisable con ojos de jurista, no parece raro que haya oposición a su existencia entre los expertos y cierto sector de la opinión pública. Es una pena poco común en nuestro ordenamiento jurídico, introducida por Fernando VII y abolida durante la dictadura de Primo de Rivera en el Código Penal de 1928; y su implantación y características dan constantes quebraderos de cabeza a quienes se encargan de estudiar y aplicar el derecho porque su introducción en el Código es de una calidad mediocre y además dificulta su comprensión.
Además de ser absurda y confusa, la prisión permanente revisable es una pena innecesaria. Ya en 2003 el Partido Popular, en otro alarde de populismo legal, introdujo un máximo de 40 años de condena para terroristas, autores de delitos muy graves en concurso de delitos y algunos asesinatos, con lo que los plazos de encarcelamiento no cambiarían mucho en puridad. Pero hay una notable diferencia entre ambas condenas y no es precisamente buena para las garantías de los acusados; al contrario, es un castigo que les priva de ellas, ya que los plazos de revisión de su privación de libertad son excesivamente largos, con un mínimo de 25 años y hasta 35 en algunos casos. Con unas cifras tan draconianas es evidente que se pone en riesgo el mandato que nuestra Constitución nos impone si privamos a una persona de su libertad: que se tenga en cuenta su reinserción social. Desde luego, parece poco probable que una persona que quizá pase lo que le queda de vida en una cárcel pueda reinsertarse en la sociedad; y obviar el impacto psicológico de la reclusión es de una imprudencia grave.
Ni siquiera otros países europeos llegan a los extremos que España se propone. Portugal puede decir orgullosamente que abolió la cadena perpetua hace casi 135 años, en 1884; y los países que todavía la contemplan en su ordenamiento lo hacen de una forma muy limitada, puesto que esta forma de reclusión es la más grave, y la norma general es que el poder punitivo del Estado tiene que ser proporcional. Por ejemplo, si nos vamos a Alemania, la cuna del Derecho Penal continental, observamos que la revisión es casi siempre a los 15 años y que los delitos son mucho más concretos y restringidos que en España, gracias a la intervención del Tribunal Constitucional alemán en 1977 para delimitar los contornos de una pena tan feroz. Con ese panorama, lo que se antoja irresponsable es usar la herramienta de la prisión permanente revisable de una forma tan abierta y genérica como lo pretende el gobierno de Mariano Rajoy.
Así las cosas, no parece extraño que nos preocupemos por el uso tan extendido y a la ligera de una pena tan poderosa y con tantas consecuencias irreversibles; pero, sin embargo, la idea le parece a muchos otros bastante sugerente y deseable. En 2014, el estudio Jóvenes y Valores Sociales del Centro Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud evidenciaba que el 56,5% de los jóvenes españoles admiten la pena de muerte para delitos muy graves (EFE, 2014). Si nos adelantamos al año 2017 los resultados disminuyen a un 40% de jóvenes que se muestran a favor. Uno de cada diez aceptaría incluso el maltrato a un detenido para sonsacar información (ABC, 2017).
Los resultados son preocupantes y evidencian que vivimos en una sociedad en la que prima la cultura de la venganza. La utilización política de las víctimas de crueles asesinatos machistas es empleada para sacar rédito electoral y, mientras, los medios de comunicación legitiman un discurso profundamente peligroso. Como señalaba Javier Etxebarría, el debate de la prisión permanente revisable cumple una función: focalizar la causa del delito única y exclusivamente sobre la maldad del autor. Ello permite exculparnos como sociedad de cualquier responsabilidad (no penal) colectiva.
Es muy clarificador observar las puertas de un juzgado en la que se agolpan familias rotas de dolor (indiscutiblemente legítimo, por otra parte) insultando a los culpables de su sufrimiento. Estamos rodeados de conversaciones llenas de deseos para que los acusados se pudran en la cárcel y que vivan en sus carnes el dolor que causaron. Ya les contamos en otro artículo de esta revista la paradoja vengativa que presentaba Black Mirror en el capítulo White Bear: el ensañamiento social contra los culpables. La falta absoluta de empatía y la decadencia moral de nuestra sociedad. Nuestra realidad cada vez se parece más a esa recreación de un parque temático donde poder humillar y torturar en nombre de la venganza. Un sistema de pensamiento que niega de forma radical ni un ápice de empatía hacia los culpables. Un sistema de pensamiento que refuerza así, indirectamente, la idea de que quienes matan lo hacen porque es algo innato en su naturaleza, no hay posibilidad de cambio ni de perdón.
No queremos saber qué causas originan que una persona pueda cometer una atrocidad como la que sufrió Diana Quer. Marta del Castillo ha sido otro de los casos que más han servido a la derecha mediática para sacar rendimiento y recortar más libertades. Mari Luz Cortés y su familia también abanderan esta lucha por la no derogación de la prisión permanente revisable. ¿Puede una sociedad presuntamente democrática legislar en función del dolor de las víctimas? La política no debe ser emocional aunque sea necesario escuchar y conocer el dolor de las víctimas. La política debe surgir del análisis y la reflexión científica. Nuestro presidente en ningún momento ha convocado a juristas especializados, colectivos feministas u organizaciones por los DDHH para debatir sobre la prisión permanente revisable. Se abandera defensor de la causa lógica e indiscutible junto con los padres de las mujeres asesinadas. Rajoy dice defender la prisión permanente porque el dolor «no es revisable» (El diario de Córdoba, 2018).
Bajo ese supuesto, el dolor de todas las víctimas de sus privatizaciones encubierta, del desastre de las becas, de la memoria histórica y de la ley de dependencia tampoco debería de ser revisable. A Rajoy no le duele Diana Quer, ni Marta del Castillo, ni Mari Luz Cortés. Si al presidente realmente le dolieran los asesinatos machistas aumentaría los fondos para combatir las violencias machistas. El problema del debate reside en que los crímenes no son tratados como violencia machista. Para los partidarios de la prisión permanente revisable, hay una serie de seres disfuncionales en cuyos genes reside la maldad absoluta. Son lógicamente insalvables para nuestra modélica sociedad que no se cuestiona. Detrás de todo esto está el paradigma funcionalista durkheniano: hay una serie de elementos necesarios para fomentar la cohesión social de una sociedad perfectamente funcional. Aquellos que no se adecuan a ésta deben ser adaptados sin cuestionar el funcionamiento de la propia sociedad.
Y nuestra sociedad es una sociedad patriarcal donde el machismo es socialmente aprendido desde que existimos e igual que es aprendido se puede desaprender. En ello está precisamente el movimiento feminista y su famoso lema “No son enfermos, son hijos sanos del patriarcado”. Eso es precisamente lo que necesitamos para evitar el asesinato de más mujeres a manos de maltratadores. La cultura de la venganza niega que este fenómeno pueda ser combatido desde la raíz. Ojalá algún día ninguna mujer sea asesinada porque se dedican los fondos necesarios para que estemos protegidas más allá de órdenes de alejamiento inútiles. En la práctica esta cultura de la venganza protege el machismo y lo favorece. No nos interesa que los maltratadores se pudran en la cárcel o salgan tras penas interminables para volver a maltratar a las mujeres.
Beatriz Jimeno hablaba de este populismo punitivo que pretende salvarnos a las mujeres y su relación con las reformas de corte neoliberal que van siempre acompañadas de aumentos en las penas; “Quienes defendemos un modelo de justicia basado en cambios estructurales y no en un marketing que atenta contra los derechos humanos sabemos de sobra lo que significa en términos emocionales oponerse a lo que exigen personas cuyas hijas han sido asesinadas. Sabemos lo que significa tratar de ofrecer argumentos racionales a quienes aportan emociones con las que la inmensa mayoría empatiza. De nada sirve poner sobre la mesa estadísticas que demuestran, sin sombra de duda, que el aumento de penas (en España ya se pueden cumplir 40 años) no hace descender en absoluto el número de los peores delitos, por lo que el endurecimiento de castigos no protege ni más ni menos. Sin embargo, estos cambios impuestos en caliente y a golpe de emociones siempre terminan desprotegiendo a los segmentos más vulnerables de la población (las cárceles están pobladas de gente pobre), favoreciendo la impunidad del poder y recortando libertades básicas y derechos.” (CTXT, 2018).
España es el tercer país europeo con la tasa de criminalidad más baja (La Razón, 2015). Sin embargo, tenemos las penas más duras aunque no nos lo creamos. ¿Es realmente necesaria en España la cadena perpetua? ¿O la línea debe ir hacia un sistema penitenciario que asegure una reinserción real? Lo que deberíamos como sociedad es no tolerar ni una sola lección de una derecha que recorta en cubierta derechos en nombre de un feminismo en el que ha demostrado una y otra vez que no cree.
Belén Martínez (@belenlynx)
Fernando Ramírez de Luis (@voicilefer)
Bibliografía
(2014). “El 56,5% de los jóvenes españoles admiten la pena de muerte para delitos muy graves.”, EFE.
(2015). “España es el tercer país europeo con la tasa de criminalidad más baja”, La Razón.
(2017). “Casi un 40% de jóvenes españoles aceptaría la pena de muerte”, ABC.
(2018). Extebarría, J. “¿Hace falta la cadena perpetua?, CTXT.
(2018). Jimenez, B. “Populismo punitivo frente a seguridad y justicia para las mujeres y las niñas“, CTXT.
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