Hay algunas cosas diversas a las que he estado dándole vueltas últimamente en relación con las formas de experimentar el tiempo que no es de trabajo.

La primera es cómo hemos acabado asumiendo una idea de «diversión» totalmente errónea y que tiene una explicación evidente. Originalmente la «diversión» era acción y efecto de entretener, alejar o dirigir la atención del enemigo a otro lado», y de ahí pasó a nuestro sentido de entretenimiento, pasatiempo. La diversión ha sido siempre, por tanto, una forma de eludir el tiempo presente.

Sin embargo, desde hace bastantes años se ha consolidado la idea de que todo debe ser divertido. La educación debe ser divertida, la relación con los hijos, con los amigos, la familia, debe ser divertida. Las novelas, el cine, el arte, todo diversión.

Se contrapone lo divertido a lo aburrido, que procede del latín «abhorrere», el acto animal de rechazar de las crías propias. Así que, para no sentirnos alienados de nuestros propios vínculos se nos incita a no ser conscientes del tiempo presente.

Se nos invita a eludirlo mediante la diversión, pero esta es efímera, cambiante, necesita de estímulos constantes. Por ello se nos invita a divertirnos con un sinnúmero de eventos deportivos, de series con capítulos estrenados de golpe, no se aburra: consuma.

El aburrimiento ha sido reconocido como un fenómeno característico de la sociedad moderna occidental, ausente en las culturas anteriores, las cuales ni siquiera tenían términos para describir este estado de ánimo. En la Edad Media, se hablaba de una sensación similar: la acedía de los monjes, con su aversión al lugar y su desagrado por la profesión, aunque sin entenderla como un indicio de una nueva actitud humana. Este sentimiento de aburrimiento está vinculado al desarrollo del concepto de producción tal como lo conocemos hoy en día.

Además, la percepción del flujo del tiempo varía dependiendo de si se hace consciente o no. El aburrimiento, en cierto sentido, surge cuando las expectativas temporales no se satisfacen emocionalmente, lo que nos lleva a reflexionar sobre el tiempo mismo. Sin embargo, para experimentar el aburrimiento, debe transcurrir un período previo. No siempre reconocemos de inmediato la falta de coincidencia; a veces, tardamos unos minutos en percatarnos de que nos estamos aburriendo. El aburrimiento se manifiesta gradualmente a lo largo de un proceso emocional, no como un evento instantáneo.

A pesar de la desagradable sensación que puede causar, el aburrimiento es una prueba de nuestra capacidad intelectual. ¿Por qué? Porque al aburrirnos demostramos nuestra preferencia por nuevas experiencias y nuestra habilidad para valorar las circunstancias por nuestra cuenta. De hecho, en ciertos casos de trastornos psicológicos, la incapacidad para experimentar aburrimiento se interpreta como un signo de mejora emocional.

El opuesto del aburrimiento parece ser el entretenimiento o la diversión. En ocasiones, el tiempo parece pasar volando cuando estamos completamente absortos en algo. Durante los viajes, por ejemplo, el tiempo suele transcurrir rápidamente, pero al final del día apenas recordamos la mañana. ¿Cuál es la razón de esta percepción acelerada del tiempo? Cuando estamos inmersos en experiencias emocionantes, el tiempo mismo apenas se registra en nuestra conciencia; solo las experiencias son relevantes. Solo cuando experimentamos aburrimiento, el cómo vivimos la experiencia se convierte en un aspecto consciente.

La evolución de este concepto está estrechamente ligada al de la producción tal como la entendemos en la actualidad. En tiempos antiguos, la palabra latina «productio» tenía un significado diferente («alargamiento») al que adquirió en la era industrial. En aquel entonces, se entendía que solo la naturaleza producía, y el hombre colaboraba. Sin embargo, tras la Revolución Copernicana del siglo XVII, cuando la humanidad pasó de considerar que estaba en el centro del universo a comprender que no lo era, el concepto cambió, y el hombre se convirtió en el «empresario» moderno que podía cambiar la naturaleza con su conocimiento. Esta transformación llevó al trabajo a dejar de ser visto como una maldición para convertirse en un medio de desarrollo.

Zygmunt Bauman afirmó que la Ilustración fue impulsada por el terremoto de Lisboa de 1755. La sensación de que no se podía controlar la naturaleza y de que dejarlo todo a merced de fuerzas superiores podía ser nefasto llevó a dos siglos de desarrollo industrial para domeñar lo que hasta entonces se dejaba al azar.

El tiempo se racionalizó. “Hay que poner el mundo bajo la administración humana. Reemplazar lo que hay por lo que puedes diseñar. Así, Rousseau, Voltaire, o Holbach vieron que el Antiguo Régimen no funcionaba y decidieron que había que fundirlo y rehacerlo de nuevo en el molde de la racionalidad. La diferencia con el mundo de hoy es que no lo hacían porque no les gustara lo sólido, sino, al revés, porque creían que el régimen que había no era suficientemente sólido. Querían construir algo resistente para siempre que sustituyera lo oxidado. Era el tiempo de la modernidad sólida. El tiempo de las grandes fábricas empleando a miles de trabajadores en enormes edificios de ladrillo, fortalezas que iban a durar tanto como las catedrales góticas”. (Bauman, “Modernidad líquida”).

Pero desde la segunda mitad del siglo XX sobrevino un proceso inverso, que ya auguraron los totalitarismos, de deshilachamiento de las grandes categorías kantianas e ilustradas. Incluso la idea misma de arte fue puesta en cuestión. “No creemos que haya soluciones definitivas y no sólo eso: no nos gustan. (…) Estamos acostumbrados a un tiempo veloz, seguros de que las cosas no van a durar mucho, de que van a aparecer nuevas oportunidades que van a devaluar las existentes. Y sucede en todos los aspectos de la vida. Con los objetos materiales y con las relaciones con la gente. Y con la propia relación que tenemos con nosotros mismos, cómo nos evaluamos, qué imagen tenemos de nuestra persona, qué ambición permitimos que nos guíe. Todo cambia de un momento a otro, somos conscientes de que somos cambiables y por lo tanto tenemos miedo de fijar nada para siempre.” (Bauman).

De ahí la necesidad de que todo sea divertido, de no ser conscientes del tiempo presente porque sería enfrentarnos a nuestra posición y nuestra identidad en ese mismo tiempo.

Pero si todo es diversión, ¿qué es entonces la diversión? Al diluir el tiempo presente en un todo atemporal queda un hedonismo vacío. Y no es que me parezca mal el hedonismo, al contrario, es muy necesario. Pero como decían en Matrix, si todo sabe a pollo, ¿a qué sabía el pollo? Y bien por causa, bien por consecuencia, es evidente que las formas de consumo capitalista se aprovechan a la vez que fomentan esta situación. Incluso en las formas más intelectualizadas de consumo cultural.

Ahí están las grandes bienales, las mega-exposiciones, los museos de renombre que se convierten en franquicias. Y en la educación el fomento de la acción frente al pensamiento. Porque todo lo que se piensa se piensa en la consciencia del tiempo presente.

De hecho, hemos perdido la batalla en la educación por la vía de la diversión porque por definición esta no es un mecanismo de consolidación del pensamiento. No se nos olvide que sus efectos implican la repetición en todo caso, no la generación de nuevos pensamientos.

La otra cosa guardaba relación con esto en cierto modo. Fui a La Casa del Libro y me fui como si hubiera entrado a comprar un kebab. Todo es más o menos lo mismo pero con diferente forma. No es que no se estén escribiendo cosas buenísimas, las hay, pero la cantidad de morralla de autobombo editorial, de búsqueda de la diversión absoluta, ha alcanzado un volumen que ni los escombros que dejaría el Valle de los Caídos.

Aarón Reyes (@tyndaro)