Mike Oldfield es un hombre mayor. Para quien escribe, es muy mayor. Cuando él publicó Tubular Bells mis padres ni siquiera se conocían, pero sí habían oído la melodía que acompañaba al Padre Karras a realizar su exorcismo. Décadas después, alguien de la universidad me invitó a su casa porque tenía vinilos y sabía que a mí me gustaban “esas cosas”. Ella quería saber si era verdad los rumores sobre aquella joven madrileña y yo si eran ciertos los que decían que aquella joven vallisoletana tenía vinilos de Dover.

Al final me puso el Tubular Bells original. Ni yo averigüé si tenía discos de las hermanas Llanos ni yo le despejé la duda que ella provincianamente anhelaba. No nos revolcamos por el suelo escuchando a un joven de 20 años tocando unas campanas tubulares. Para el que no lo sepa, es un instrumento que trata de simular el sonido de campanas. Muy útil en la Edad Media para no cargar con ellas o para que Tchaikovsky lo use en su célebre Obertura 1812. También para que un tipo de Reading (Reino Unido), puesto de drogas hasta arriba inaugure el chill-out.

Lo primero que debería anunciar es que odio el New Age, la música chill-out y toda esa gama de músicas de escasa calidad sonora, baja notación y peor fortuna en el mundo del buen gusto. La mayoría de los sonidos chill-out que pueden escuchar en Spotify o en la sección al uso de un supermercado de cultura como FNAC no son más que versiones nefastas de grandes hitos de la música.

Pero Oldfield en 1973 haciendo Tubular Bells es otra cosa. Es un músico que está buscando sonidos que den forma a su creatividad. Intrigada me hice con parte de su discografía que va nadando en este interés. Por ejemplo Ommadawn y Tubular Bells III. Hay ecos de Ravel en la forma de ejecutar los altos tonos, de Roedelius e incluso de Bartók en la forma en la que desarrolla muchos de los recursos que acompañan a los instrumentos principales. Lo que más sorprende, sin embargo, es darse de bruces con Led Zeppelin.

En Mike Oldfield hay algo del rock punk de los 70 que resulta desconcertante. Quizá no tanto. Él mismo ha reconocido que de no ser por los hartones de drogas y fiestas de su adolescencia y juventud, la experimentación no habría sido posible. El Oldfield de finales de los 60 y toda la década de los 70 es un joven que vive de pronto la explosión de la fama y se lanza a todo tipo de experimentos incluso con su propio cuerpo. Pensemos que con 40 años se marchó a Ibiza en los 90 porque decía que quería llevar una vida tranquila. Luego ha dicho que lo fue en comparación a cómo había sido antes.

En aquellos instantes se lanzó a ritmos propios de la música House, con arpegios y tintineos que ya había anunciado en el Tubular Bells pero haciendo de ellos parte de los sonidos del momento. Tanto es así que Oldfield comenzó a ser escuchado en la música club y en las principales discotecas. Algunas no tan principales. Así fueron surgiendo Tubular Bells II y su sucesor, dos discos que constituyen una especie de valor refugio para la creatividad de Oldfield (el primero vendió 16  millones de copias y el segundo 4).

Llama la atención que los frecuentes hitos en los que Oldfield va volviendo, regresando, actualizando, acaban enganchando con las generaciones de ese momento. Entre el primer Tubular y el tercero hay cerca de treinta años. Entre Ommadawn y el último disco, Return to Ommadawn hay casi cuarenta. Quizá sea el recurso a unir en los mismos acordes y arpegios guitarras eléctricas y campanas tubulares, Edad Media y Postmodernismo, en un hilo conductor que permite al quien lo escucha conectarse en el tiempo con otros momentos. En comparación, sin duda parece que Oldfield reserva algunos de sus mejores momentos para los discos que llevan el “sello Tubular Bell”. Esto trasciende el propio sentido de la música. O quizá no.

Si nos paramos a pensarlo un momento, lo que hace Oldfield es una labor sinfónica. Ejecuta varios instrumentos (23 en el último disco, él solo) con el fin de generar una historia narrada únicamente con sonidos. De esta forma transmite la adolescencia neurótica, paranoica y agorafóbica que sufrió, unido a un adulto que empieza a estar hastiado y un hombre maduro que recuerda lo que fue para seguir construyéndose lejos de sus miedos. Escuchados los tres discos en conjunto son sonidos que nos recuerdan a miedos atávicos y situaciones que pueden trasladarse al común de los mortales.

Oldfield dice que él nació con una sensación de desacuerdo con el mundo – «es genético» – aunque su agitada vida familiar puede haber ayudado. Su padre fue un médico de cabecera de Essex. Su madre era maníaco depresiva y desarrolló una adicción a los tranquilizantes que la llevó la mayor parte del tiempo a hospitales mentales (murió en 1975). Se trata por tanto de una vida de tensiones familiares y visitas a su madre en una sucesión de instituciones monótonas, inquietantes, victorianas. «Fue muy humillante ver la falta de dignidad. Todas estas heridas están todavía dentro de mí, pero de alguna manera extraña, me da la energía poder expresarme a través de la música».

Tocar la guitarra era una manera para él de hacer amistades que su timidez desalentaba. A la edad de 16 años, se fue de gira nacional con bandas de rock mientras secretamente componía la música que se convertiría en Tubular Bells. Grabado durante un período de seis meses, con Oldfield tocando cuidadosamente cada instrumento por sí mismo, la pieza fue rechazada por cada compañía discográfica en Londres como «no comercial». Fue finalmente tomada por Richard Branson para Virgin. Contra todo pronóstico, se convirtió en un éxito enorme, pero su éxito sólo sirvió para hundir a Oldfield más en las profundidades de la miseria. Se retiró a una casa en una remota colina en Herefordshire (Hergest Ridge, el título de su segundo álbum). Bello entorno para sus ataques de pánico, asustado por tiendas, neón, maquinaria, el pensamiento de volar – » la civilización en general».

Hubo una notable excepción a su fobia al mundo moderno. Cada cierto tiempo, viajaba a Londres, para sentarse silenciosamente bajo el escritorio de Branson. En 1978 su vida era lamentable. Su forma de enfocar un álbum había pasado de moda, eclipsado por el auge del punk rock. Su novia lo había dejado. Bebía como si no hubiera un mañana.

En su desesperación, se enroló en un grupo de pseudo-psicología llamado Exégesis, un movimiento floreciente en ese momento en el que sus clientes eran animados a enfrentarse a sus peores terrores. Oldfield experimentó una experiencia de «renacimiento»: según él se escondió en una crisálida de cojines y salió gritando sus miedos a pleno pulmón. Era el final de los 70, no lo olviden.

Lo cierto es que la metamorfosis fue poco menos que sorprendente. El tímido Oldfield de repente se transformó en un tipo demasiado extrovertido. Concedió entrevistas a diestro y siniestro, fue fotografiado desnudo en la pose del pensador de Rodin, tomó lecciones de vuelo, se casó con la hermana del líder de Exégesis, Robert D’Aubigny, sólo para divorciarse tres meses más tarde.

«Fue una acto reflejo,» dijo Oldfield con una sonrisa triste. «Quería probarlo todo».

En los años posteriores, Oldfield experimentó con psicoterapia y con la meditación, una práctica que comparaba a «presionar un botón de pausa» en su vida. «Haciendo eso una vez al día, por las mañanas, durante 10 o 15 minutos, no importa si el resto del día es loco o aburrido o lo que sea, yo sigo tranquilo.”

Poco a poco, su música fue oscilando hacia terrenos más folk hasta el punto de dar a luz un disco fundamental en su carrera: ‘Voyager’. Era 1996 y Oldfield abandonaba Ibiza para asentarse en una isla que había comprado al norte del archipiélago británico. Todo el disco es una inmensa oda a la cultura musical celta. Aunque el disco corría el peligro de rozar el estrecho margen que separa la interpretación chill-out de una verdadera nueva forma de tocar clásicos como ‘The hero’ (compuesta originalmente en 1903 como ‘Hector the Hero’ por James Scott Skinner), ‘Dark island’ (originalmente de Iain Maclachlan en 1958), ‘She moves throug the fair’, es en ‘The song of the sun’ donde Oldfield muestra su maestría.

La canción fue originalmente compuesta por Bieto Romero de los gallegos Luar na Lubre, los instrumentos que cabalgan en los compases de la segunda parte de la composición enlazan con la forma de ejecutar la última canción del disco, ‘Mont Saint-Michel’, una auténtica sinfonía moderna. En parte, esta armonía es el resultado de la habilidad de Liam O’ Flynn y Davy Spillane en el empleo de las gaitas irlandesas. Sin duda, Oldfield supo dotar a composiciones preexistentes de su particular visión sin caer en las versiones facilones propias del New Age (aunque ganó premios en esta categoría con este disco). ‘Voyager’ es el eslabón que une sin duda ‘Ommadawn’ y ‘Return to Ommadawn’, estableciendo una especie de mirada hacia atrás dentro de las raíces compositivas de Oldfield.

Sin embargo, a pesar de su excepcional talento, su música siempre estará vinculada al error cultural llamado chill-out y música New Age, y a los pasos del Padre Karras en El Exorcista. Siempre y cuando no cierren los ojos mientras suenan los últimos compases del Tubular Bells original y se dejen transportar más allá del horror hasta el paraíso psicodélico y atemporal que nos propone el viejo Mike.

Marina Ortega