Cuando vas a ver películas a un festival de cine no sabes qué te puedes encontrar. Desde indomables filmes palomiteros hasta insufribles dramas sobre la vida social de alguna familia recóndita. El cine europeo tiene mucho de eso. Le gusta poco el uso de la Banda Sonora, se recrea en dejar la cámara quieta en algún punto, largos planos con poco movimiento y sobre todo mostrar la enorme en insufrible consecuencia de estar vivos. Es una forma de decir que no somos estadounidenses. No es cine social, eso es lo que hacía Ken Loach, o incluso Vittorio de Sica. Es otra cosa. Es mirar por la ventana y ver un descampado de extrarradio convertido en cagadero de perros. Créanme, sé de lo que hablo cuando les relato esta última imagen.
Después de catorce ediciones he visto desfilar cine de casi todo tipo. Nunca me acostumbro al hecho de que el cine europeo tiene una gran debilidad por mostrarnos la realidad y punto. Hay películas sobre grandes épicas históricas (hace catorce años fue Names in marble, en esta edición Oro de Agustín Díaz-Yanes), algún thriller como la grandísima Jagten (La caza) con un insuperable Mads Mikkelsen y más de una obra maestra como La grande bellezza que probablemente ha sido la mejor película que ha pasado por el festival ever. Pero sobre todo muchos dramas, no necesariamente sociales. Me explico.
Después de las dos primeras películas de este año, a saber, Niñato y Requiem for Mrs. J, empecé a preguntarme por el hecho mismo de la narrativa en el cine. Sí, lo han adivinado, me aburrí sobremanera. No porque me parecieran malas películas, ni mucho menos. Tampoco me lo pareció Distance constellation, aunque ésta es el paradigma de lo que vengo a contarles.
El cine no tiene por qué contar algo. No necesariamente. Sin embargo, una vez que has puesto a grabar la cámara y lo has hecho con una manifiesta intencionalidad, ya estás narrando. Eso significa que por mucho que te empeñes, ya estás queriendo decir algo. En Distance constellation su directora, Shevaun Mizrahi, propone una esterilidad y una asepsia que resultan falsas en la medida en la que el empleo de un entorno sombrío, una desconexión entre las vidas de los personajes, el contraste entre los ancianos del asilo que muestran su decrepitud y el edificio en construcción del solar vecino, los diálogos sin sentido, todo eso tiene un mensaje. Que las vidas de jóvenes y ancianos no es tan diferente. Podría haber ofrecido una imagen más alegre y benevolente de hacerse mayor, pero no lo ha hecho.
En Niñato, de Adrián Orr, la narrativa se mueve a medio camino entre el documental simulado y la película social. Sin llegar a serlo, eso sí, porque, aunque las condiciones de vida que se muestran rozan un cierto nivel de pobreza (la nueva pobreza que ha traído el mundo post-crisis del 2007), no existe ninguna narrativa centralizada en afrontar el problema al que se enfrentan los personajes. Porque, además, no acaba de cristalizarse que tengan realmente un problema. Ése es la gran cuestión de la deriva hacia la cual se encamina gran parte del cine europeo de un tiempo a esta parte: la carencia de dasein, es decir, de un hilo que relacione a su esencia con su propósito.
Por eso se nota cuando te plantas delante de un cineasta bregado en varios fangos como Rajko Grliç (sólo decir que su ficha en iMDB dice que nació en Zagreb, Yugoslavia, nada de Croacia que eso es de fachas). La propuesta que ha traído en The Constitution es magnífica. La propuesta es cine yugoslavo del bueno, del que te nos han mal acostumbrado Jan Cvitkovic, el más conocido Kusturica, y que no caen en el tópico lastimero de un pasado histórico terrible del que todo parte. Ni siquiera en The Constitution donde podría pasar por el asunto principal.
Vjeko Kralj es profesor de historia de instituto. Cuando conoces algo de la historia de Yugoslavia los primeros minutos de la película te revuelven en la silla. Los chetniks (guerrilleros monárquicos de la II Guerra Mundial que pretendían hacer renacer un estado Yugoslavo pro serbio, anticroatas y antimusulmanes) son unos carniceros, los partisanos comunistas de Tito unos totalitarios y por supuesto los que eran unos patriotas fetén eran los de la Ustacha y el Estado Independiente de Croacia.
Por si andan perdidos, en 1941 Alemania ataca el Reino de Yugoslavia y lo disuelve, surgiendo el estado títere de Croacia con Ante Pavelic a la cabeza, líder de la Ustacha. Ésta era una organización de extrema derecha, nacionalista, pro nazi, que empleó todos los medios violentos a su alcance para la independencia de Croacia desde 1930. El gobierno Ustacha se caracterizó por una extrema represión aprovechando que los ejércitos de Italia y Alemania se encontraban allí, llevando a cabo labores de limpieza étnica para justificar la unidad del país ya que el componente croata apenas llegaba a la mitad de la población.
Kralj, sin embargo, como se ve conforme avanza la película, no justifica esta visión totalmente distorsionada de la historia en base a criterios esencialistas. Precisamente, la grandeza de la película, además de su tono con frecuencia humorístico (humor balcánico eso sí), radica en la sutileza con la que vamos comprobando la sinrazón de los componentes que dan lugar a las diferentes formas del nacionalismo. Porque Kralj es homosexual, se viste de mujer por las noches y recibe palizas por ello de otros jóvenes nacionalistas croatas.
Su vecino, Ante Samardzic, es un serbio que vivía en Croacia cuando estalló la Guerra de Yugoslavia de 1994 y no tenía más bandera que su necesidad de vivir tranquilo. Así que no tuvo problemas en empuñar un arma contra los que eran, en teoría, sus compatriotas, cambiarse el nombre (Ante es un nombre típicamente croata y un guiño al fascista Pavelic) y luego enrolarse en la policía de Zagreb. Tampoco duda en defender a su vecino de las palizas y buscar a los culpables. A cambio, la mujer de Samardzic le pide a Kralj que le ayude a su marido a memorizar la Constitución de Croacia para el examen de ascenso en la policía ya que tiene dislexia. Hasta ahí bien, hasta que Kralj se entera que Samardzic es serbio y empiezan los problemas.
Lo interesante de la propuesta de Grilç es cómo articula los tres niveles de nacionalismo que expone. En un primer nivel nos encontramos al padre de Kralj, que jamás aceptó la homosexualidad de su hijo (se ratifica en las palizas cuando era niño y justifica las que ahora recibe), pero que apenas puede moverse de la cama y depende para todo de Kralj. Éste, a pesar de todo, le cuida en una tensa relación cada vez que entra en el dormitorio de un padre que vive con un cuadro de Pavelic al lado de la cama, y que guarda como oro en paño un uniforme de la Ustacha del que se vestirá cuando muera. Es un nacionalismo esencialista, basado en la idea de un geist común, racista, excluyente y vinculado a los modelos de nacionalismo que trajeron los fascismos. Pero, a pesar de ello, es un nacionalismo emocional donde la idea de una comunidad de individuos se fundamenta en principios hegelianos.
Esto no lo sabe el padre de Kralj, pero él sí. Su nacionalismo no tiene nada que ver con el de su padre. Es el nacionalismo atávico, vinculado a su propio pasado. Su padre era de la Ustacha, se había criado en eso, y había presenciado barbaridades en los momentos posteriores a la II Guerra Mundial cuando los partisanos comunistas de Tito hicieron purgas con los fascistas croatas. Su nacionalismo es defensivo, es la idea de que todos los que pertenecen a la comunidad se rigen bajo la igualdad, pero si y sólo si tienes derecho a pertenecer. Kralj no cree en Croacia, cree en los croatas.
En el tercer nivel están los agresores de Kralj, hijos de miembros del gobierno y de su entorno, cuyo nacionalismo es un cúmulo de ideas vacías. No se mueven por una emoción sino por sentimientos. Sus consignas están vacías, carecen de articulación, se limitan a repetir eslóganes sin más y practican la violencia como fin.
De esta forma Grilç nos muestra lo vacío de toda propuesta nacionalista una vez que las estructuras de pensamiento que dieron lugar a las mismas se han desvanecido. La Constitución es esgrimida por el profesor de historia como un documento que permite igualar a toda la ciudadanía pero Samardzic, el policía, se pregunta de qué sirve si el odio hacia lo que no tiene derecho a estar bajo su paraguas es lo que predomina. ¿Cómo reivindicar las identidades en la época de las identidades cambiantes, líquidas, superfluas?
Y es aquí donde la potencia de la narrativa se muestra con toda su evidencia. Para responder a la pregunta Grilç va confundiendo los nombres de los personajes. El serbio se llama como el líder fascista croata, el profesor de historia croata lleva por apellido “rey” y por las noches se transforma en Katarina, y esos a su vez serán los nombres que Samardzic y su mujer propongan para su hijo o hija adoptivos. Al final la respuesta está en el hecho fundamental de que lo único transversal a todos ellos es el odio. Un odio que es la gasolina, en fin, de todo nacionalismo.
Aarón Reyes (@tyndaro)
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