El lector toma el libro entre sus manos, contempla la portada, huele y comprueba que el producto es nuevo, o no, y hojea la obra realizando una primera y fugaz aproximación. Existen alteraciones del guión. No es mi caso. Reviso cada detalle de El diablo en el cuerpo, de Soledad Galán, Grijalbo 2015, y veo cómo el famoso rostro de Isabel II de Borbón es discretamente transformado por una máscara dorada, superpuesta, artificial, que dota el ambiente clásico original de la obra de ese toque pícaro que más adelante descubriremos en la concatenación de las palabras. También contribuyen a ello las sinuosas transparencias del efímero escote que luce la soberana, invitación sin circunloquios a la lectura.

Soledad, bienvenida a Distopia, la revista cultural que ejerce de portavoz de sus lectores para hacerte unas preguntas, peculiares, a través de su también peculiar entrevistador.

Hablábamos de la portada. Nos gustaría saber si Soledad Galán cree logradas con esta imagen las intenciones, el mensaje  que se esconde tras el sugerente título de la novela

Isabel II es, sin duda, un personaje más que interesante desde el punto de vista histórico, no en vano le tocó lidiar con una casta política inquieta que ya por aquel entonces se encargaba de dirigir los destinos de esta nuestra España. Es hora de saber qué impulsó a la autora a elegir a este y no a otro personaje para darle caña literaria.

La novela se abre con la cita de C. Lévi-Strauss: “El mito es una mentira que dice la verdad”. Porque la reina Isabel II de Borbón es la persona más biografiada de España y, sin embargo, es la más desconocida. En el imaginario común la idea que se tiene de ella es que fue una soberana que no se enteraba de nada y que sólo pensaba en encamarse con unos y con otros. En cambio, lo que nos cuenta Isabel, en primera persona, es que fue una reina a la que no le permitieron gobernar. Quienes la rodearon se empeñaron en que fuera inculta para que no pudiera cuestionar los tejemanejes políticos. La primera que se aprovechó de ella fue su madre, María Cristina, que junto con su segundo esposo, Fernando Muñoz, participó en gran parte de los negocios espurios del país hasta llevarlo a la bancarrota.

Es Isabel quien, por primera vez, toma también la palabra para contarnos su descubrimiento del placer y, a partir de ahí, la búsqueda de nuevos aprendizajes eróticos hasta comprobar que había un ámbito en el que sí podía gobernar: el de la intimidad.

Isabel vivió el placer, y del placer. Es más, se opone a que el rasero sea tan diferente para hombres y mujeres que disfrutan abiertamente de su sexualidad. Ya en el exilio, le reprocha al marqués de Molins que ella haya tenido que abandonar España por tener amantes y, sin embargo, su hijo sea ahora el rey, viva en su palacio Real, “teniendo éstas y las otras”. Haciendo lo mismo. Su conclusión es brutal: “las hembras se encaman en los reales sitios y los varones en pisitos de la cuesta de Santo Domingo o en palacetes como el sito entre las calles de Alcalá y Jorge Juan. Hombres. Me han hecho pasar las de Caín, con haberlos amado tanto”. Yo me pregunto si, respecto de estos asuntos, hay diferencias entre el siglo XIX y el XXI. La respuesta unánime de las lectoras de “El diablo en el cuerpo” es un no requetegordo.

Comienza la novela con Isabel niña y acaba con Isabel mujer, incluso podemos hablar de trío si hablamos de la Isabel «ausente». Todas dan y reciben, nunca mejor dicho, el mismo trato a y de los hombres. Díganos si opina que en el fondo era una mujer feliz.

Desde el punto de vista narrativo, lo complicado fue encontrar el tono justo, de retranca castiza. Ese modo de Isabel de “decir verdades como puños”. “De armarlas bien gordas”. De reírse de sí misma y de quienes la rodeaban. Creo que casi todo, con el poso oportuno, puede ser contado desde el humor. Y es que así vivió ella una vida absolutamente trágica, desde la risa. También desde el exceso y la contradicción. Pasaba de la risa al llanto con la misma facilidad que del encame al confesionario. No olvidemos, además, que tal y como tú aclaras se plantea la evolución de un personaje desde niña locuela y caprichosa de 16 años, casada con quien no puede satisfacerla en modo alguno, a mujer que ha aprendido del desamor, de la pasión, de la vida. Del pecado y de la culpa. Y que llega a adquirir una suerte de inteligencia emocional. “Todos decían que era tonta verdadera o tonta fingida. Pero que era tonta lo tenían por seguro”. Y es que a veces es mejor no saber que saber. O hacer como que no sabes, nos dice.

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El estilo de El diablo en el cuerpo es directo, pero culto y eficiente, cuidado, acorde con las tablas más que demostradas de la autora, que cuenta, ya lo adelanto, con mi reconocimiento y admiración. Quisiera saber cómo influyen sus enseñanzas, su labor como docente de las letras en la consumación de este libro.

Escribir es como adentrarse en una relación sexual: siempre es diferente. Te asusta desconocer hasta qué punto te abandonarás al placer y qué descubrirás sobre ti misma a través de ese abandono. Porque en nosotros habita el miedo a lo desconocido. Pero asusta más no entregarse al goce erótico; el miedo real es el de no saber abandonarse hasta el final. Y ese miedo, que enseño a superar en la escritura a través de ejercicios, lo he vivido antes de dar por terminada una obra. Yo misma torpedeo el curso de la fluidez de la historia poniéndole freno, por ejemplo, a la voz narrativa. Antes de finalizar «El diablo en el cuerpo» hube de viajar a París para impartir un curso sobre personajes femeninos en la literatura. No pude escribir nada. Ya en casa, dos semanas después, era como si la reina doña Isabel II se hubiera desdibujado ante mis ojos, sin darme cuenta. No conseguía dar con su voz popular, de retranca castiza. Con ese tono satírico, desvergonzado y libre que la caracterizaba. Lo que hice fue darme tiempo: escribir, escribir y escribir, sin prisa, jugando a que ella me contaba sucesos de su vida que nada tenían que ver con mi novela. Así hasta que su voz volvió a sonar insolente, deslenguada, poderosa. La voz de una mujer que no se traicionó a si misma y que, al final de sus días, aceptó la traición de quienes la rodeaban, con humor. “Todo se ha incendiado a mi alrededor. Pero yo sigo en pie”.

Y si Serrano levantara la cabeza…cuéntenos como cree que valoraría su libro.

Serrano era como Isabel: disfrutaba siendo el novio en la boda y el muerto en el entierro. Probablemente, se sentiría halagado al saberse el gran amor de la reina de España, pero es casi seguro que sufriría al descubrir que el gran amor de él, España, no le correspondió.

La relación de doña Isabel II de Borbón y don Francisco Serrano y Domínguez nació viciada: ella lo amaba a él, sin más; él amaba lo que ella significaba. Un reino. España.

Quisiéramos saber si Soledad Galán tiene el diablo en el cuerpo…

La historia la han escrito los hombres; ya es hora de que la reescribamos las mujeres. Por eso apuesto por personajes que tienen «el diablo en el cuerpo», la expresión con que se definía en el siglo XIX a aquellas mujeres inquietas, que no se plegaban a los dictados masculinos. A aquellas mujeres que se rebelaban contra el cliché que pretendía reducirlas a ser el «ángel del hogar”. Así pues, sí, yo también tengo el diablo en el cuerpo. ¡Espero que no se me vaya nunca!

Es el momento de lanzar un mensaje a posibles lectores de su obra. Ya sabe, qué pueden esperar, qué van a encontrar.

Durante dos años y medio estudié todo tipo de archivos sobre la mujer y la reina; entre ellos, las cartas que escribió o que le escribieron, cartes de visite, fotografías, dibujos de niña… Y comprendí que era hora de que ella misma contara su historia. Así que “El diablo en el cuerpo” no es una novela histórica; es la venganza humorística, libertina y sensual de Isabel II frente a todos los que han escrito sobre ella. Es su propia voz, cáustica, carnal. Rotunda. Eso es lo que van a encontrar los lectores. Van a encontrar también un lenguaje coloquial, de frases muy cortas. Un lenguaje a caballo entre el XIX y el XXI, con una parte de rigor histórico y una parte de invención. Nada moderado en su forma de conducirse, pues estamos ante una reina excesiva que reniega de moderaciones. Una reina galdosiana, popular, inculta, que se ríe con Narváez de sus faltas de ortografía y de su escaso vocabulario. Una reina de coplillas y chismes. Pero una reina también certera en sus sentencias.

Y, por último, van a encontrarse conmigo: una autora para quien la escritura es una forma de vida, un modo de conducirse por el mundo. No es que tu obra sea publicada lo que te define como escritor, es esa manera distinta de mirar lo que te rodea. Y la necesidad de contarlo. A menudo encuentro escritores preocupados en exceso por publicar; y, lo que es peor, por vender. Y la escritura, como forma de vida, nada tiene que ver con ello.

Con un poquito de historia, con mucho sexo y con dosis intermedias de humor, El diablo en el cuerpo se nos muestra cándido en los escaparates de las librerías. Dejamos al lector la opción de hacer de este libro un habitante pasajero o perenne de sus estanterías.

Javier Torres