Tengo un master en gestión cultural. No es algo de lo que suela presumir. Ni siquiera me enorgullezco de ello. Es lo que tienen los fracasos, que no se escriben. Tenía 23 años cuando lo cursé y hoy, nueve años después, me doy cuenta de la pérdida de tiempo que aquellos estudios han supuesto para mi carrera. Haciendo balance, todo se redujo a unas prácticas de un par de meses en una fundación donde casi me quedo sin cobrar. Por lo demás, fue una calamidad: no logré hacerme con una agenda de contactos (por no tener no tengo ni relación con los compañeros de curso), no aprendí casi nada de las clases teóricas, más tendentes al adoctrinamiento empresarial que a generar ideas y herramientas, y el título no me da puntos en los concursos de oposición. Una ruina.
Lo único positivo que he sacado de la gestión cultural fue la posibilidad de vivir y trabajar en Francia. Burdeos fue una aporía para mí: una mentalidad nueva, el esfuerzo por adaptarme y la posibilidad de trabajar en un museo que planificaba exposiciones y conferencias con tres años de antelación. Y aunque tampoco conservo a los amigos de aquella experiencia (no crean que soy mala persona, es simplemente la vida y sus caminos), pude disfrutar de la ficción de ser gestor cultural. Luego volví a España. Feliz pero sin trabajo. Tras repartir currículums por toda Sevilla y parte del extranjero, decidí cambiar de tercio y pasarme a la docencia. Pero ése es otro cuento.
Como cualquier humano, para justificar mi frustración, tejí una elaborada red de excusas que amortiguaran la decepción de haber abandonado un sueño. Los ojos de chamán me permitieron dar lustre a estas evasivas que, tirando de comparaciones con el país vecino, resultaban aún más convincentes.
Desconozco si han intentado trabajar en el mundo de la cultura en España. Si es así, les compadezco. Es un gremio tóxico donde dominan los perjuicios, los intereses particulares y, lo que resulta más sorprendente, la ignorancia. Vestidos con camiseta negra y vaqueros de marca, los gestores culturales son gente que presume de entender los entresijos de la danza contemporánea checa mientras reconocen no haber leído a Kafka. Capaces de alcanzar un orgasmo místico con un grupo músicos nubios tocando el tam-tam, desprecian cualquier cosa que huela a tradición y hacen gala de un elitismo interesado. Excepciones hay, obviamente. Pero cuando te encuentras con ellas tropiezas con el nuevo obstáculo: el vil metal, la ideología y la política (que no son la misma cosa aunque lo parezca). Interesa gastarse 8.000€ en un desfile de caftanes pero no rehabilitar museos o financiar orquestas. Siempre hubo clases, especialmente a la hora de recibir subvenciones. Vivir de rodillas o morir arruinado. No existe término medio. O empresarios cortoplacistas cuyo objetivo es llenarse el bolsillo sin generar riqueza, o políticos deseosos de recoger rédito electoral. No es país para responsables.
Sin embargo, lo más bochornoso del mundo cultural es la cantidad de iletrados que pululan por él. Ya intuí algo cuando una colega del master, con contrato en una compañía de danza, me admitió no haber cogido un libro desde el último examen de la facultad, hacía cinco años. Mis sospechas se fueron confirmando. Del desprecio a la pintura de Velázquez por ser un artista “del Barroco, un periodo decadente” (Dios salve a Benedetto Croce) a negar las realidades arqueológicas porque “la Ciencia no puede imponerse a las creencias de la gente”. Me guardo otros ejemplos para mí. Así, con el agravante de los salarios basura y a una monstruosa precariedad laboral (en ese sentido el sector se adelantó a la crisis), completé un rosario de justificaciones que me permitían renunciar a mis anhelos y mirarme al espejo.
Ahora, gracias a los proyectos editoriales (de estos sí alardeo) y esta aventura llamada Revista Distopía, he vuelto a la gestión cultural, si bien desde otra perspectiva y con urgencias menores. La edad suaviza las heridas y ayuda a relativizar las cosas. Con todo, cuando hago reportajes culturales siempre me invade la misma e inquietante sensación: en nuestro país, y más concretamente en Andalucía, existe una enorme riqueza cultural cuyo aprovechamiento está muy por debajo de sus posibilidades. La crisis, para colmo, se ha llevado el dinero, si bien ha agudizado el ingenio de algunos centros, antes acostumbrados al noble arte del sablazo y la subvención. Se exige dar más para recibir menos y únicamente quienes adecuen su oferta a la demanda (o quienes tengan padrino institucional) van a sobrevivir. Darwin y Adam Smith tenían razón después de todo.
El Teatro de la Maestranza es uno de los centros que mayores esfuerzos está haciendo por cambiar y adaptarse a los requerimientos del nuevo mercado. Su principal hándicap es la etiqueta. La ópera y la música clásica están consideradas como espectáculos elitistas y complejos solo aptos para ricos. Y si se ciñen al público ocupante de los asientos más cotizados del auditorio, probablemente el axioma anterior sea cierto. Es preciso escarbar más allá de los clichés para encontrar a un gran público aficionado a la ópera y con grandes conocimientos de Wagner, Bizet o Leoncavallo. Tímido, a veces temeroso de identificarse como tal y otras sin posibilidades de acceder a un espectáculo caro, este aficionado está deseoso de profundizar y acercarse a un mundo, el de la música clásica, que en ocasiones tiene demasiado vedado. Porque llega un momento en el cual YouTube y las colecciones de cd’s no son suficientes.
Con “Música y ópera tras el telón” el Teatro Maestranza responde a la demanda de estos aficionados y, por qué no, de los curiosos. Abriéndose las entrañas, el recorrido te transporta al día a día del teatro, enseñándote entresijos y detalles. El extraordinario recibimiento de Juan Carrillo, debidamente ataviado para la ocasión, inicia una visita donde te sientes espectador, divo, figurante, peluquero, sastre, maquillador, encargado de attrezzo, coreógrafo, técnico de luces, violinista, corista, dueño de cafetería y jefe de prensa.
El Teatro, en primera persona y con sonidos líricos de fondo, se presenta. De nombre Teatro de la Maestranza, dice que nació en una zona húmeda al pie del Guadalquivir y re-bautizado como “la olla exprés”. Guasa gorda, pese a que la fachada adosada de la antigua Maestranza de Artillería suavice sus contornos. Con el exterior encajado ya en el perfil de la ciudad, el interior es sencillamente sorprendente. Sus sillones “Carmen”, la lámpara acústica, los 250 cilindros de fibra de vidrio y la ausencia de puntos ciegos son una forma de dignificar la arquitectura. En la sala principal se aprecia la sensibilidad y la técnica que requiere construir un edificio cuyos muros se diseñan en función del sonido. Planos al servicio de los acordes. Según La Rochefoucauld, los grandes hombres se ven en los pequeños detalles. Los grandes edificios también.
La historia engrandece aún más al teatro. La Expo del 92’ fue el origen, la reforma de 2007 la entrada en la modernidad. Buenos propósitos y tecnología. Reyes, políticos y grandes personalidades fueron desfilando por sus butacas. Pero más importantes fueron los artistas que ennoblecieron (y ennoblecen) sus tablas. Ainhoa Arteta, Pavarotti, Serrat, Alfredo Kraus o Paco de Lucía han actuado, entre otros, en este escenario. Sobre todos, la sombra alargada de Plácido Domingo, quien mantienen una relación especial con el Teatro y con la propia Sevilla. Gestos de señor y admiración mutua. Su voz resuena en la audio-guía mientras Juan, otro caballero, ameniza la visita con las múltiples anécdotas encerradas entre aquellas paredes, murmullos de la humanidad de personas cuyo arte engrandece al género humano y trasciende el tiempo.
Precisamente es la noción del tiempo lo que se pierde en las entrañas de este templo de la ópera. La ausencia de ventanas convierten a las bombillas y fluorescentes en las únicas fuentes de luz, lo que hace que los trabajadores vivan en un ahora continuo sin días ni noches. Porque en el Maestranza no hay horas. Si hay que trabajar intensamente durante veinticuatro horas se trabaja. El show siempre debe continuar. En costura, pese a ser domingo, la jefa de taller arregla unos trajes para la presentación de Don Giovanni, que se recupera años después con Mario Gas como director de escena. La Bienal de Flamenco colea durante un mes (aquella noche Manuela Carrasco y Miguel Poveda reventaron el Maestranza), lo que no evita que en la trastienda se preparen los decorados. Retumba el sonido de una segueta serrando madera. Las maquetas de las óperas producidas por el Maestranza (éxitos mundiales) resultan una pequeña anécdota entre las piezas del enorme montaje que se adivina entre las sombras. No hay pasado, solo presente perfecto. Se discurre entre fotografías de las más grandes estrellas de la música, elevando hasta el firmamento. Los espejos de los camerinos, más crueles, devuelven al suelo. El reloj avisa de que termina la visita. Los invitados están felices y deseosos de asistir a la ópera. Como nosotros.
La magia se difumina. Al caminar por el Arenal, todavía embelesados, sorprende la Giralda asomando por encima del Postigo. En un laberíntico entramado de callejones, la belleza y el misterio van dejando paso a la reflexión. La ciudad donde se ambientan más de cien óperas, algunas de la importancia de Carmen, El Barbero de Sevilla o Fígaro, tiene arrinconado al género lírico. Lejos, en una pequeña loseta de bronce junto a la pila del pato, se lee: “Sevilla, ciudad de la Ópera”. No es verdad. Si lo fuera, en la calle se viviría la misma sensación que en el Teatro. La ciudad está perdiendo una oportunidad única de sentir la música clásica. El Maestranza, con “Música y ópera tras el telón”, quiere saldar esta deuda. De martes a domingo, a las 10:30 y a las 12:30. Cualquier mañana es buena. Es el primer paso que debe marcar el camino. Porque la música nos hace más cultos y mejores, pero también más ricos. Traer buenos espectáculos significa artistas, técnicos y aficionados pernoctando y consumiendo en la ciudad, pensando y viviendo en Sevilla. Ofertar propuestas interesantes y al alcance de muchos supone más contrataciones, talleres funcionando, empresas moviendo dinero. Rentabilidad. Todo construido desde abajo, desde la sencillez de un simple paseo por el teatro. Tomen buena nota desde arriba.
Francisco Huesa (@currohuesa)
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