El siguiente artículo incluye spoilers de la serie ‘Fargo’.
Si una limusina negra frenara en seco en mitad de su calle y dos hombres vestidos con traje de chaqueta negro, gafas de sol y sendos pinganillos colgantes le obligaran a meterse en el vehículo para posteriormente arrojarlo en mitad de una habitación vacía donde le preguntaran: “Estimado caballero, esta es una encuesta rutinaria, ¿qué oficio le parece a usted el más denigrante posible?”, seguramente, tras el sudor frío y la taquicardia, usted seleccionaría alguno de la larga lista comúnmente aceptada de Empleos de Mierda: salador de patatas en McDonalds, operario en la fábrica de la SEAT de Mataró, muerto viviente con habilidades psicomotoras bastante bien desarrolladas a sueldo de la FNAC, aprendiz de desatasca-váteres de centro comercial, etc.
Sin embargo, resulta interesante cómo todos los empleos que habitualmente vienen a la sesera cuando uno piensa en formas legales y desmoralizantes de acumular cifras en el banco tienen que ver no tanto con lo que uno hace como con lo que a uno le ordenan hacer. Por lo general, tú, joven efebo tras la visera de poliestireno encharcada en grasa condensada, consideras que dedicas cuatro, seis u ocho horas diarias a una labor propia de niños tiznados de la época victoriana porque tu objetivo material no pasa de procurar que el tumor con forma de queso no se derrita demasiado sobre la sagrada hostia consagrada que ahora mismo se deshace sobre la parrilla.
Y lo cierto es que estos puestos de trabajo suelen fomentar el siempre conmovedor fenómeno de observar con creciente júbilo liberador el filo de las cuchillas de la maquinilla de afeitar cada mañana. Más yo afirmo: puede ser exponencialmente mucho, mucho peor. Y no me refiero a los niños de la República Centroafricana cuya existencia se consume al ritmo de los neumáticos humeantes incrustados entre montañas de detritus y ratas del tamaño de un poni.
Me refiero a los trabajos verdaderamente denigrantes para la raza humana, a aquellos donde se invierte el grado de responsabilidad y la ponzoña se traslada del sinsentido mecánico de una tarea que un mono bien amaestrado (o incluso un delfín muy motivado) podría desempeñar sin ningún problema al triste e infecto entusiasmo por objetivos verdaderamente poco alentadores. Salvo que uno sea Lester Nygaard, Jordan Belfort o Jenaro Garcia.
Bemidji, Dakota del Norte
Imagino que a la mayoría de los mortales cuyo sustento no depende de juntar letras sobre lo que ven en el cine o la tele o engullen en el nuevo libro que Mondadori les manda a la redacción les ocurre algo parecido a esto: la mayor parte de las veces no sé de qué trata esa película, serie o libro que acabo de terminarme y que me ha dejado el cerebro, el corazón y el estómago torcido. Quizás haya sonsacado un par de ideas, quizás se me haya secado la tráquea al quedarme inconscientemente boquiabierto durante un buen rato, quizás el colector mental haya relacionado otras tantas películas y series y libros con eso mismo que acabo de presenciar, pero, por lo general, suelo tardar bastante en sacar una sola conclusión mínimamente sólida. Principalmente porque la mayoría de las veces esas conclusiones tienen que ver con aspectos de mi propia experiencia, de la vida real, esa que ocurre más allá del radón cegador de su Smartphone o su tabla Excel particular de mil millones de fotogramas incrustados en el hipocampo junto a diez mil oraciones conmovedoras.
Yo no sabía de qué podía tratar la serie de Fargo hasta que la desesperación y la pereza me arrastraron suave y confortablemente a tratar de acumular refulgentes tesoros monetarios en los dominios del marketing, el branding, la neuromercadotecnia. Ahora sé que (para mí), la serie de Noah Hawley trata, entre otras tantas cosas, de uno de los aspectos más perversos y siniestros de lo que no estoy muy seguro si puede definirse como Filosofía Popular Contemporánea (así, con su pedazo de mayúscula), pero que yo voy a llamar así porque me lo parece: la autoayuda como nueva justificación del egotismo caníbal.
Lester Nygaard vende seguros, lo cual, desde nuestra perspectiva ibérica de “por favor págueme aunque sea para colocar sus egregios pies sobre mi súbdito espinazo” no está tan mal. No obstante, a la mujer de Lester no le parece tan bien. A la mujer de Lester Nygaard le gustaría que su esposo prosperase en la vida, que se impusiera, que se llevara por delante a quien hiciera falta con tal de ascender, de conseguir un mejor sueldo, de (primer mantra) “ganar en calidad de vida”. Se pasa el día comparando al piltrafa de Lester con su hermano, ejemplo centelleante de éxito, del tipo de actitud que lo conduce a uno a poder pagar la hipoteca de una casa lo suficientemente grande como para poder esconderte de tu propio matrimonio en cualquiera de esas habitaciones semivacías. Para más saña, Lester vive en la clase de pueblo donde el abusón que te amargó la existencia durante la primaria, la secundaria y las tardes de domingo no desaparece cuando uno atraviesa cualquiera de esas etapas de la vida pubescente (la universidad, tragarse que hay que irse a Madrid porque allí todo es más y mejor, etc.), sino que para tu desgracia, termina formando una familia a poco menos de un kilómetro de tu propia casa, convirtiéndose en un estigma andante rebosante de sorna y, encima, capaz de traer al mundo un par de sonrosados vástagos igual de capullos. En fin, que por lo que sabemos, es un milagro que Lester Nygaard todavía no se haya estampado a 200 por hora contra el surtidor de una gasolinera para despedirse de este mundo con una barroca y preciosa bola ígnea para los anales de la historia local. No. El tipo resiste, aguanta, aunque eso no sirva de mucho cuando no se tiene la fuerza o la determinación de hacer algo más. Y es ahí donde aparece por primera vez el fantasma de la autoayuda perversa: en todos y cada uno de los eslóganes colgados en cada pared de la casa de Lester, proverbios del tipo “¿Y si los demás están equivocados? “(y el dibujito de un pez de colores nadando en la dirección opuesta del resto de sus compadres descoloridos) “Hoy es el primer día de tu nueva vida” (con letras de gomaespuma sobre imanes para colocarlas en la puerta de la nevera)”, coletillas genéricas que su señora le repite antes de irse a trabajar, como un recordatorio de aquella oración del peregrino ruso que vaga por el mundo repitiendo su rezo hora tras hora hasta que se enajena por completo de la realidad. Entonces, cuando la existencia sobre la Tierra del señor Nygaard está al borde del colapso, conoce de pura chiripa a la clase de individuo que, en apariencia, no solo tiene lo que hay que tener para tomar decisiones importantes sino que, además, rebosa altruismo por los cuatro costados. Llegado cierto momento, Lester conoce a Lorne Malvo, el asesino errante que le va a hacer el favor de quitar de en medio al acosador escolar que todavía le hace la vida imposible. Por supuesto, Lester no toma la decisión. Tampoco es inocente. Ni se niega, ni admite que una parte de sí lo desea con toda su pisoteada alma de vendedor de pólizas. A partir de aquí, los acontecimientos reproducen con una exactitud asombrosa la clase de andadura “trágica explosión-depresión-reacción contra la depresión” de los manuales pachuli y libritos escleróticos de autoayuda. Lester le da pasaporte a su señora vía martillo en lo que comúnmente se conoce como la implosión de la olla a presión de la ira y la frustración. Lester intenta sobrevivir a sus propios actos a base de engaños, autoconvicción sujeta con pinzas y remordimientos capaces de destrozarle a uno el colon a la segunda noche. Tras esto, el resurgir de un hombre convencido de que ya ha tenido bastante, de que ahora le toca a él hacer acopio de lo que está desquiciantemente seguro que el mundo le debe. Una y otra vez regresa al sótano de su casa, donde le abrió el cráneo a la señora Nygaard y donde, sorpresa, cuelga el eslogan de autoayuda más arquetípico de todos, el susurro mefistofélico que le permite seguir adelante: “¿Y si los demás están equivocados?”. Una vez convencido de su nuevo objetivo en la vida (exprimirla al máximo, no dejarse pisotear ni amedrentar y demás golpes del alma sobre el casco de un jugador de rugby), Lester prospera. Vaya que si prospera. Su propia compañía de seguros, su propia belleza oriental absurdamente manipulable e incluso entregada a salvar el pellejo de su marido cuando haga falta, su premio como mejor vendedor de seguros a este lado del Mississippi. El más pleno y regocijante triunfo de la voluntad. Hasta que…
UNA INVESTIGACIÓN DE CAMPO
Antes de saber lo que le deparó el futuro a su vendedor de seguros favorito, me gustaría narrarles otra pequeña historia. Esta tiene que ver con un redactor sin oficio ni beneficio y su contacto en el submundo de los profesionales de hacer que a usted no solo le interese comprar ese aparatejo sin el cual ha vivido tan felizmente hasta ahora, sino también de provocar que usted sienta cosas cuando identifique la marca o la música o la coña marinera en forma de spot repetido hasta el derrame cerebral. Dicho contacto tuvo la amabilidad de permitir a dicho redactor asistir a una reunión entre Contratadores y Subcontratadores: los Contratadores son las agencias de marketing/creativos/branding con tanto prestigio que les chorrea por los pantalones o bien con un director ejecutivo con tanto dinero que puede comprarse pantalones que chorreen prestigio que, en esencia, atraen clientes de todo tipo ansiosos por Crear Una Imagen Para Vender Su Producto, proceso al que los encargados del asunto casi siempre se refieren por separado para evitar hacer demasiado hincapié en el evidente y nada cómodo hecho de que usted, Cliente, le está pidiendo a unos señores que vendan valores para poder endosarle al fulano de la calle su refresco, tienda de persianas o restaurante de tapeo a precio de Ali Babá. Los Subcontratadores, como ya se olerá usted, son los encargados de llevar a cabo el trabajo sucio: diseñadores gráficos, adictos irreversibles al Power Point, algún que otro informático, puede que algún publicista de ojos vidriosos y jersey de un azul que insulta el color de una mañana despejada… Bueno, pues gracias a mi contacto tuve el privilegio de pasearme por una auténtica y genuina agencia de creativos. A ver si se han creído que iba a soltarles aquí un rollo sin fundamento.
No señor.
Lo primero que llama la atención de la oficina es la plena ausencia de un cartel, letrero o mayordomo que señale que usted está entrando en la sede de la agencia en Sevilla. Desde fuera lo único que uno distingue es otra de esas fachadas remozadas del centro, con sus ventanales de zoológico y su pintura de aspecto permanentemente húmedo. Resulta extraño que una empresa dedicada a clavar nombres de marcas en el inconsciente colectivo rehúse a exhibir su propio nombre. Mi contacto me explica que es una estrategia de la propia agencia, algo así como “saben dónde estamos porque saben quiénes somos”. Como no termino de entender el concepto, digo que sí y entramos. Es lo que hago cada vez que no entiendo bien algo que sé que por más que me expliquen no me va a entrar en la cabeza. Asiento y dejo que el ciclo de la vida continúe. Sé que no es precisamente la mejor actitud, pero créanme cuando les digo que continuar pidiendo que me lo aclaren solo nos arrastraría a mí y a mi interlocutor a una espiral de desesperación y rabia contenida. Así que mejor paz.
Una vez dentro, todo es luz, todo es blanco, todo es aire fresco filtrado a través de un sistema de ventilación tan potente que dan ganas de ponerse uno en los pulmones. Y eso solo en la recepción. Porque, la verdad, no hace falta que les aburra con detalles sobre la oficina: el modelo Google arrasa en el mundo entero. Muebles traídos de Ikea, pizarrones tamaño mesa de air-hockey donde los empleados pueden dibujar o apuntar lo que les venga en gana, boles llenos de esos caramelos que en realidad son gominolas y, en fin, qué les voy a contar que no hayan visto ya una y mil veces en uno de esos reportajes sobre el sueño dorado de Silicon Valley. Hay peluches en algunos puestos de trabajo, hay tazas de series de televisión y tazas con dibujos de animales simpáticos, hay sillas ergonómicas y hay un servicio al que debo ir urgentemente por un más que previsible movimiento intestinal. Siempre me ocurre lo mismo en los entornos con el oxígeno super-purificado.
Nada original ni destacable en los servicios. Ni siquiera un cartel original que distinga el de señoras del de caballeros. Claro que esto tampoco es un pub de moda.
Cuando salgo mi contacto ya ha comenzado su reunión con los Contratadores y como previamente se me ha invitado a no meter las narices hasta que terminen, me dedico a pasearme por la oficina, donde solo queda un chico más joven que yo, atrapado entre unos cascos Pioneer de piloto de cazabombarderos, absorto en lo que quiera que estuviera haciendo. Definitivamente las posibilidades de una entrevista donde un Contratador me desvelara de primera mano por qué se dedica a esto concretamente caen en picado. Al menos puedo merodear entre las mesas.
Con cuidado de no molestar demasiado, finjo un súbito interés por la pared colocada justo tras el chico que está trabajando. Así, de tapadillo, veo que está gestionando los comentarios de una web donde el gestor, que debe ser el propio chico o algunos de los que ahora mismo están reunidos, se dedica a subir artículos sobre salud y bienestar. Por experiencia propia sé que ese tipo de contenidos no los elaboran precisamente licenciados en medicina o psicología, sino que más bien se trata del eco del eco del eco de otro contenido generado hace Dios sabe cuánto por vaya usted a saber quién. La relación tiempo-número de clientes para sobrevivir como agencia no suele da para más. Lo verdaderamente jodido del asunto viene cuando sabes que ciertos consejos, decálogos y manifiestos publicados a diestro y siniestro en todo tipo de webs gestionadas por otros chicos con otros cascos Pioneer proceden de su inmediatamente superior, un tipo (o tipa) que se gana las habichuelas magreando emociones comunes, terrores compartidos y conceptos filosóficos de quita y pon para en última instancia sacarte los cuartos como sea.
Cuando, en definitiva, detectas cómo el marketing de vanguardia ahora mismo se ha tragado a Jorge Bucay y se ha zampado con alegría y fruición a todos sus hijos, que no son pocos. Nada de esto pasaría de la mera anécdota contada por un mindundi al que le tiembla la barbilla profetizando un futuro apocalíptico si no fuera porque mi propio contacto confía ciegamente en sus propios eslóganes.
BREVE CONVERSACIÓN CON MI SIEMPRE PACIENTE CONTACTO INFILTRADO EN EL SUBMUNDO
-Entonces, ¿cómo funciona lo de “generar contenido” según una agencia como la tuya?
-Bueno, antes que nada hay reuniones, estudios y más reuniones. No te imaginas el tiempo que lleva activar la campaña o la página. Lo primero que hacemos es asentar los términos, saber de qué quiere hablar el cliente.
-Pero el cliente es una empresa, ¿no?
-Claro. Se trata de crear una ventana para el cliente. (rápida reacción ante el gesto del entrevistador quien inconfundible y muy previsible ya está imaginando una factoría de ventanas y cristales y marcos de contrachapado). La ventana es el soporte de la imagen. Nosotros no le contamos a la gente por qué tienen que cambiarle el aceite al coche en Fulanito o por qué es mejor que vayas a un Aldi que a un Mercadona. Algunos lo hacen, cierto, pero es otra forma de enfocarlo. A lo que nos estamos dedicando ahora mayormente es a fidelizar a través de ofrecer un servicio.
-¿De qué tipo?
-Pues lo que ya te he enseñado. Por ejemplo, creamos una cuenta de Facebook para la marca y colocamos, digamos, un post al día solo que en ese post no vamos a ir vendiendo la burra en plan “compre esto; ¿sabía que puede ahorrarse tanto si decide confiar en nuestro detergente?”. No. Se trata de que la gente encuentre útil seguir a la marca, darles trucos y consejos y, bueno, ser algo más que una transacción.
-Pero al cliente eso le importa poco, ¿no? Quiero decir… ¿Al final el marketing no consiste en procurar que tal o cual cosa se venda o se mantenga en sus ventas?
-Hombre, eso ya no va tan así.
-Entonces, digamos que a éste al que acabamos de ver realmente le interesa el bienestar de la gente que le sigue en Facebook o que ve sus anuncios por la tele, que contrata a un tío que contrata a un becario para que enlace historias conmovedoras y reflexiones morales y toda esa historia solo porque realmente le importa que las personas prosperen espiritualmente gracias a su marca.
-Tampoco es eso. A ver, queremos conectar ideas y sensaciones a la marca. Eso es lo que a veces nos piden los clientes. No todos, claro. Algunos solo quieren que griten el nombre de la tienda por la radio.
-Hum…
-No es tan complicado, Isaac.
-No, si no te digo que no. Pero no me acaba de encajar.
-¿El qué?
– Bueno. Tú o quien sea que le levante la campaña al cliente os dedicáis a fidelizar, que básicamente consiste en atraer a un montón de gente a tu cuenta de Facebook y de Google y a un blog y todos esos sitios…
-Sí.
-Y principalmente lo que hacéis en esa parte del trabajo es interactuar con la gente, subir esas imágenes sobre, no sé, ya sabes, “Los 10 Consejos Que Me Daría A Mi Yo De Hace 10 años” o si sois más prácticos, actuar como una especie de escuela, enlazando a webs donde te enseñan trucos de yoga o cocina o actitudes positivas para la vida. Quiero decir… ¿No es un poco como muy raro que una actitud aparentemente altruista en el fondo no lo sea y todos sepamos que no lo es? Por ejemplo, a mí con lo del Instituto Coca-Cola de la Felicidad me dan ganas de comprarme una avioneta de esas apagaincendios y llenarla de ácido clorhídrico. Uno sabe que a Coca Cola le importa un soberano carajo tu felicidad o lo que entiendas por felicidad. Es un estudio de mercado, todos lo sabemos. Y luego aplican los datos de todas esas encuestas a todas esas campañas empalagosas hasta decir basta. Y encima reducen un concepto tan complicado y tan necesitado de cierto amueblamiento mental como es “felicidad” a un montón de vídeos con filtro de quemado del Premiere y chavales tan sanos que evidentemente no se dedican a beber refrescos todo el santo día, ya que de lo contrario pues estarían como yo…
-Creo que te estás perdiendo.
-Un poco.
-Yo no le veo nada malo. Aquí todo el mundo sabe que evidentemente una marca quiere venderte algo. Y bueno, si te hace un favor contándote historias que pueden interesarte, ¿qué pasa con eso?
-Pasa que no es honesto y quiere venderse como tal. Eso es lo que creo que me chirría. Ahora nos reímos y hasta nos indignamos como si tuviéramos un resorte natural cuando vemos todos esos anuncios de hace treinta, cincuenta años a los que les sale el machismo y el paternalismo por los ojos, pero, ¿qué pasa con todo eso? ¿Qué pasa cuando una marca o un licenciado en marketing con máster en la Autónoma de Barcelona quieren darte Consejos Para Una Vida Mejor, todo para que si te sirven de algo o te parece inspirador acabes relacionándolos con precisamente el dichoso refresco o el dichoso tipo que te los dio? Hay un montón de gente que está perdida, que necesita recomponerse, que se siente débil y ya es suficientemente complicado dar con una idea o un apoyo o sabe Dios qué fuerza que te inspire y te ayude a seguir adelante como para que encima venga un tipo y te suelte un rollo que, bueno, puede tener trocitos de verdad pero que ha simplificado hasta niveles ridículos porque, coño, es su trabajo, se dedica a captar la atención y difundir mensajes que lleguen fácil y suavemente. Y todo para al final vender algo.
– Cada uno se gana la vida como puede, ¿no te parece?
-Hum…
FIN DE LA CONVERSACIÓN POR MOTIVOS DE FUERZA MAYOR
BEMIDJI, DAKOTA DEL NORTE (II)
Todo esto ocurrió bastante antes saber qué sería de Lester Nygaard. O más bien, en qué se estaba transformando Lester Nygaard.
La respuesta queda bastante clara al comienzo del penúltimo capítulo de la temporada. Lester, a quien hemos visto trepar hasta la cima de su particular y personalísima montaña de sueños y ambiciones, recibe el premio al mejor vendedor del año en un evento celebrado en un hotel de Las Vegas. Rebosa confianza en sí mismo. Hasta se ha cambiado el peinado, detalle que al padre de Laura Palmer le haría mucha gracia. Tan seguro está de su nueva condición como Masticador de la Ambrosía del Presente que da esquinazo a su nueva esposa y se aventura en el bar del hotel en busca de una zagala de buen ver a la que echarle el ojo para echarle a su vez lo que ya saben. Es allí, tras un año sin saber de él, donde se reencuentra con Lorne Malvo, el asesino errante. El fantasma ha vuelto y no solo eso, sino que además parece el insultante reflejo del propio Lester: igual de cambiado, igual de (para nosotros y para el vendedor de seguros, que lo sabemos) absurdo en un nuevo rol de alma de la fiesta rodeado de conocidos que le ríen las gracias. Lester puede dejarlo pasar, hacerse el sueco y regresar a su habitación.
Pero no.
Se acerca a la mesa para entablar conversación con su antiguo conocido. Siente que es lo que el nuevo señor Nygaard debe hacer porque, claro, es la clase de actitud y determinación que le ha premiado con un trofeo ridículamente feo, una casa en las afueras y una esposa bella y sumisa. Malvo le hace el favor de fingir que no le conoce. Lester insiste. Malvo y sus amigos abandonan el bar y, de repente, Lester se cuela en el ascensor con ellos. Malvo oye de boca del propio Lester cómo el vendedor de seguros está completamente decidido a desenmascararlo allí en medio, junto a quienes quieran que sean esas personas, porque “eso es lo que haría el nuevo Lester Nygaard”. En ese momento el asesino interpretado por Bob Thornton saca una pistola del bolsillo de la chaqueta y ejecuta sin parpadear a sus tres acompañantes. No ha cambiado, no ha mutado como su viejo amigo, como tan seguro estaba Lester.
Y es aquí donde se plantea la cuestión más complicada de la serie, más que ver al hijo de Tom Hanks cargándose a un tullido.
Porque Lester Nygaard, ese mierdecilla recalcitrante abrumado por el peso del desprecio conyugal y el fracaso personal, ha adoptado hasta tal punto aquellos eslóganes de autoayuda que los ha llevado no sólo a su máximo exponente, sino a un colmo de estupidez que resulta difícil de explicar. Lorne Malvo estaba allí no en busca de su viejo compañero, no iba a atar ningún cabo suelto. Lorne Malvo estaba haciendo su trabajo, tal como explica a Lester, “seis meses de trabajo” para tratar de asesinar a un confidente del FBI. No es que a estas alturas vayamos a sentir simpatía por ninguno de los dos personajes pero fíjense lo que está ocurriendo ahora mismo en ese ascensor. Lester Nygaard y su nuevo concepto existencial resumido en aquel cartel (“¿Y SI LOS DEMÁS ESTÁN EQUIVOCADOS?”) acaba de destrozar el trabajo de meses de Malvo, todo porque estaba convencido de que su presencia allí estaba íntimamente relacionada con él, de que todo gira en torno a él, de que la existencia de la petarda del bar y la existencia post-Bemidji de Malvo orbitan en torno a su propio progreso.
Es justo a partir de este instante cuando uno de los temas principales de la serie se desvela con toda su crudeza. Resultaba triste ver a un Lester Nygaard pisoteado y humillado. Seguramente han conocido a más de uno. Hay altas probabilidades de que ustedes y un servidor tengamos un poco o bastante de ese primer Lester Nygaard. Y seguramente les hayan respondido o hayan recomendado a alguien en esa misma y exacta situación que lo que tienen que hacer es o “echarle cojones” o “dejar de lamentarse” o “dejar de ser un mierda” o “afrontar la vida”. Seguramente puedan recordar sin demasiada dificultad todas esas pepitas doradas de sabiduría. Sin embargo, lo más incómodo de este aspecto de la serie llega cuando uno recuerda qué tipo de ayuda recibió Lester. Exacto. Ninguna. No había nadie, ni siquiera su propio hermano. Todo lo que rodeaba a este hombrecillo ridículo eran mensajes transidos de positivismo y espíritu emprendedor plantados por toda la casa. El “Hágalo-Usted-Mismo” de la miseria humana.
La autoayuda.
El claro y diáfano mensaje de que nadie puede hacer nada real por ti, así que más te vale mentalizarte y coger el toro por los cuernos. Los decálogos para una juventud más prospera o una existencia más equilibrada. No es que haya nada intrínsecamente maligno o perverso en ello. Lo complicado del asunto se manifiesta precisamente en la diferencia radical que la autoayuda presenta con respecto a la ayuda externa, la (en principio) verdaderamente altruista, la de quien siente compasión o afecto hacia la situación de uno sin esperar obtener beneficio de ello.
O para ser más concisos con todo este embrollo: la diferencia fundamental entre considerar que tu paz interior depende de lo que puedes exprimirle al mundo (normalmente se sustituye mundo por vida y tan contentos) o comprender que el resto de interfectos que te rodean no son meros caminos hacia X, instrumentos o personas de las que sacar un sano provecho, objetos antropomorfos que catalogar en función de si obstaculizan tu vida o aportan algo.
Usted como una criatura única y especial a la que le deseamos lo mejor y se merece todo, porque ya ha sufrido bastante, ¿no cree? Un sufrimiento idéntico al de todos los demás.
Isaac Reyes
[…] Y si los demás estuvieran equivocados […]