-¿Te he contado alguna vez el chiste ese que dice “Uno va al Más Allá y…?”

No estoy seguro de si eso ocurrió anoche durante la fiesta de clausura o, mejor dicho, si lo soñé o realmente alguien trató de contarme una historia sobre la vida de ultratumba.

Recuerdo al cantante promocionado por el festival para promocionar el patrocinio de Jaggermeister. Recuerdo oír dos, Dos, veces la famosa canción del perro. Recuerdo indignarme por la ausencia de ladrido en la versión en directo, sintético o siquiera proferido por algún chucho encerrado en una jaula junto a la mesa de sonido. Recuerdo un montón de películas que voy a olvidar, sucesión de escenas que, como los conocidos de los amigos poco consistentes, se van desintegrando en forma e identidad hasta flotar en un vapor difuso, al borde de la desaparición absoluta.

Ayer por la mañana la plana mayor del SEFF compareció para ofrecer el palmarés de premiados, agradecidos y homenajeados con una mención (que es el Yo Te Quiero Como Amigo del mundo del arte). Por lo visto Ruben Östlund ha salido disparado del pueblo de Ruben Östlund nada más saber que Turist ha ganado el premio al mejor guión y mejor película, por lo que, según cuentan, Ruben Östlund va a agarrar con sus propias manos suecas el Giraldillo de Oro esta noche, o sea, la noche que ya ha empezado al principio de este párrafo. Un detalle extraño de la rueda de prensa de los popes del SEFF durante la lectura del palmarés es la justificación. Si uno analiza, persigue, ruega y selecciona a cada miembro del futuro jurado, ¿no debería la entidad e integridad de cada uno de esos profesionales ser suficiente para confiar en los motivos por los que van a decidir quién va a disfrutar de apoyo financiero por encima del resto de propuestas a competición?

Es entonces cuando abren la boca y explican el galardón a Östlund con: «No-madeja-do es el lema de Sevilla. Por eso no puede haber ganador más apropiado para el máximo premio del festival de cine de la ciudad que un trabajo que pivota sobre la idea del abandono». No puede ser cierto. Para empezar, en Turist la idea del abandono no tiene más peso o contundencia o presencia cronometrada que la de la infidelidad, el Varón Europeo Musculado cuya virilidad y autoestima descansa en atender a un trabajo lo suficientemente remunerado como para facturar a la familia a unas vacaciones transalpinas o, por qué no, el intrincado juego de excusas, tenazas inquisitoriales y mierda emocional enquistada a la que las dos mitades de una pareja al borde de la deflagración recurre en cuanto asoma el menor atisbo de crisis, el más leve susurro del auténtico problema. Y, a pesar de ello, Turist tampoco es que se explaye una barbaridad. Roza los matices, sugiere, se divierte un rato y cierra con un asentimiento socarrón. Este debe ser el otro motivo por el cual el jurado también ha justificado el premio a Östlund al mejor guión por «emplear de forma admirable el humor para fines serios.”

En cambio, la verdadera revolución de una programación entumecida por el drama, la autoconsciencia y el desespero atávico, hubiera sido la aparición una película capaz de emplear de forma admirable la seriedad para fines humorísticos. Hace un par de años, en uno de los frecuentes abscesos de este redactor por confiar estúpidamente en lo que no es, quise creer que Mapa, de León Siminiani, se presentaba como una parodia, una deconstrucción de los documentales de Vardá y Marker y, en fin, para qué voy a seguir mencionando si se me van a agarrotar los dedos. Porque a los cuarenta minutos toda esperanza se había esfumado: la pretensión era real, el tono ensimismado, sofocante como solo puede serlo el canto elegiaco hacia uno mismo. Si Mapa ha sido representante de algo, es, sin lugar a dudas, de un cine encerrado en sí mismo, arrogantemente descreído de la sencilla pero irrebatiblemente poderosa intención de contar, narrar, mostrar. De apasionarse por lo que tiene que decirse casi con la misma fuerza y voluntad con que el estómago le toca una marcha prusiana solo de pensar en cómo reaccionará el público. Para filmar para uno mismo ya existe Youtube. Para encerrarse en un circuito cerrado de placer ya existe YouPorn. En cambio, para respetar la inteligencia, las capacidades y las necesidades individuales de un extraño que solo el talento y el genio pueden colmar, para eso existe pagar una puñetera entrada o las 220 páginas de la edición de bolsillo de turno.

Quizá por eso mismo los festivales resulten tan complicados de asimilar para los civiles ajenos a esta guerra de trincheras periodísticas, industriales y auteuriales. Después de unos cuantos pases de prensa, coloquios informales y declaraciones a tutiplén, el resumen de las voliciones irresistibles que han arrastrado a la mayoría de los directores reunidos en esta edición se reduce a:

· No quiero ofrecer respuestas tanto como dejar caer preguntas.

Desgraciadamente, si usted, como este redactor, se alimenta tanto de propuestas arriesgadas como de trivialidades impetuosas, la conclusión es poco alentadora. ¿Quién carajo conversa con nadie a base de andanadas de cuestiones? ¿Acaso eso no conduce a más soledad y aislamiento? ¿Podría seguir formulando preguntas hasta aumentar la calidad de esta crónica en un 3000%?

Cierro el SEFF metiéndome en Filth (Jon S. Baird, 2013), la adaptación de la novela homónima de Irvine Welsh. Ya la he visto. Tres veces. Rigurosamente descargada a través de BitTorrent (ya que ni su estreno hace justo un año ni su producción más puramente europea que la mitad de las cintas proyectadas han servido para traerla a la ciudad, ni con festival ni sin él). Cierto crítico local con pasión desaforada por el incienso la ha calificado de esperpento para arriba. Tiene razón. Filth es una sucesión desquiciada de excesos visuales, arañazos en la pared y estertores de fanfarronería, los ingredientes justos y necesarios para convertir una forma y estructura caduca en una bomba visceral y temible. Bruce Robertson, ese detective miserable y rastrero y centro orbital de todos los descalificativos recopilados en la noble lengua de Cervantes, se pasea por un metraje diseñado para satisfacer al más desencantado o indignar con una mueca de reprobación al más religiosamente devoto de sus propios principios vitales (y estético-cinematográficos). No importa. Lo importante de esta escoria visual, como tantas otras fuera de la pantalla, no es su calidad dentro o fuera de los mismos estándares con que ahora mismo continúa la discusión airada en torno al palmarés del SEFF o de la siguiente orgía autonegacionista de premios. Lo fundamental de una propuesta como Filth descansa sobre su capacidad para descomponerse en moléculas tan básicas, tan perturbadoras.

El martirio de Bruce Robertson no es ejemplar, ni juvenilmente dramático, ni siquiera redentor como el mismo crítico ha querido ver. Es, sencillamente, de una simplicidad demoledora en tanto que el ritmo visual, lúdico y encantado de su histeria, se aparta de la didáctica afectación grisácea de tragedias yonkis a lo Only Heavens Know o el softcore pseudodocumental de Larry Clark.

Observar al espectador, ofrecerle una superficie volátil, fácil, engatusarle para, al final, olvidarse de tanto afán por ametrallar con Cuestiones, para, al final, abandonarnos con la conclusión de haber acompañado a un tipo incapaz de entender cómo ha podido degenerar hasta límites insoportables, cómo ha perdido lo que más amaba en este mundo y cómo, glups, la muy reconocible sugestión de que prosperar, ascender, mejorar y triunfar para demostrar a quién te ha abandonado que este cuerpo maltrecho, recipiente de un espíritu agotado, todavía merece la pena no es más que otra quimera envenenada.

Basura sentimental según el crítico local, material prescindible según los programadores festivaleros o un par de verdades muy reconocibles para este articulista. Quédense con lo que más les aproveche. Pero, tanto por el bien de la eutanasia del cine frígido como por ustedes mismos, tal como ya defendiera John Osborne, no teman ser emocionales.

Cuando se encienden las luces, es todo lo que realmente nos queda.

Isaac Reyes