El pasado 15 de junio se cumplieron 800 años de la firma de la Carta Magna por parte de Juan Sin Tierra, rey de Inglaterra y un conjunto de barones rebeldes a su autoridad, reunidos en Runnymede para dar una solución a la crisis política e institucional por la que pasaba la monarquía normanda de los Plantagenet.
Esta fecha por sí misma es importante para la historia del Reino Unido y también para la historia institucional de Europa, ya que muchos historiadores señalan el evento como el inicio del parlamentarismo británico, que será el modelo en el que se inspiren las naciones liberales de los siglos XVIII y XIX (chúpate esa Grecia). Sin embargo, el debate está servido, ya que otras corrientes descartan esta aseveración y defienden otros orígenes más sanguinarios para la democracia moderna, como expone Canfora en su libro (convenientemente descatalogado), Democracia.Historia de una ideología.
INGLATERRA, SIGLO XII
Para arrojar luz sobre este asunto hemos de retrotraernos a la Inglaterra de Enrique II Plantagenet, uno de los más célebres de los monarcas ingleses, leyendas aparte.
Económicamente, el siglo XII fue un periodo de expansión, que vio el nacimiento de nuevos sectores sociales, como el patriciado urbano, alejados de la aristocracia guerrera y terrateniente del siglo anterior. Esto iba a coincidir con el deseo de las monarquías de fortalecer su poder, frente a esas aristocracias feudales, atomizadoras del poder político en un mosaico de estados locales, privilegios, exenciones y guerras privadas.
Lógicamente, el patriciado urbano, poseedor de riqueza contante y sonante y deseoso de estabilidad para sus negocios (recuérdese el miedo del capital ante la inestabilidad política) vio una conjunción de intereses con la monarquía, que deseaba deshacerse también de los señores feudales y su modo de vida basado en la guerra endémica.
Así pues, apoyados por el dinero burgués, los monarcas se propondrían fortalecer su poder frente a la nobleza y el clero.
A esta tarea se dedicó el impulsivo, por decir algo, Enrique II, que reformó la administración, creando el Exchequer y el Banco del Rey, al tiempo que trataba de imponer las Constituciones de Clarendon al clero inglés, cuyo jefe, Thomas Beckett, pagaría con su vida la negativa a acatar la ley real, convirtiéndose de paso en mártir y símbolo propagandístico contra la “tiranía” de Enrique.
Esto último vino de perlas a los detractores del monarca, entre los que se encontraban su propia mujer, Leonor de Aquitania, poseedora de toda la Francia Occidental y exmujer del rey de Francia, Luis VII, su otro gran contrincante.
No debemos olvidar en esta lista de enemigos a sus hijos, a saber: Enrique “el Joven”, Ricardo (futuro rey con el nombre de Ricardo I Corazón de León), Godofredo y Juan (otro futuro rey, Juan I Sin Tierra). Estas circunstancias hacían que ni Enrique fuese acreedor al premio al mejor padre del año, como tampoco sus hijos lo serían al de mejores hijos de Inglaterra.
La razón de sus tiranteces eran tan viejas como las piedras de Stonehenge: querían o la corona inglesa o heredar un trozo del gigantesco “Imperio Angevino”, que ocupaba Inglaterra, Gales, parte de Irlanda y la Francia Atlántica de los Pirineos a Normandía.
Estas disputas sucesorias y familiares no hacían sino alentar a los grandes nobles ingleses, que veían en la ambición de Enrique en tener un poder fuerte una amenaza a sus propios poderes locales y modo de vida, de modo que apoyaban a todo aquel dispuesto a combatir al monarca o por lo menos, a desestabilizarlo.
JUANITO ASALTA EL TRONO
Tras varias rebeliones fallidas y la muerte de Enrique “el Joven”, segundo hijo del rey Enrique, será Ricardo el elegido para la sucesión de la corona inglesa, aunque Enrique prefería a Juan, su hijo menor.
Tampoco Ricardo fue un modelo de rey, o al menos, de rey inglés: en sus diez años de reinado (1189-99) sólo visitó Inglaterra dos veces y en toda su vida no pasó más de seis meses en suelo inglés. Fue ante todo un rey guerrero, un aventurero, un disoluto moral, adicto a cualquier práctica de cama y finalmente, un fanático cruzado.
Sus continuadas ausencias favorecieron las aspiraciones de los grandes barones ingleses, que se saltaban la voluntad de los regentes puestos por Ricardo y conspiraban con Juan, que tan pronto decía una cosa como hacía otra, estando a punto de ocupar el trono al desplazar al regente, el obispo de Ely. Finalmente fue perdonado por su hermano mayor que lo nombró heredero.
Los asuntos de Inglaterra preocupaban menos a Ricardo que los franceses, donde Felipe II se lanzó a ocupar los territorios franceses ocupados por los ingleses, con el fin de acrecentar su poder real (como ya hicieron sus antepasados Luis VI el Gordo y Luis VII).
Ricardo marchó de nuevo a la guerra a territorio continental. El destino, en forma de flecha clavada en su cuello durante el asedio al castillo de Chalus, puso en el trono de Inglaterra a Juan, al que, por ser el menor de los hijos varones de Enrique y Leonor, llevaba desde joven el apodo de Sanz-Terre.
Desde primera hora tuvo que emplearse a fondo en sofocar todas las rebeliones acaecidas desde la muerte de su hermano, ya que los barones campaban a sus anchas y no querían obedecer al rey. Por si fuese poco, los galeses se rebelaron contra él y el papa estuvo a un pelo de excomulgarlo. Todo un éxito, como podemos ver.
No fue hasta 1211 cuando se lanzó a defender sus territorios en Francia, donde haría bueno su apodo de “Sin Tierra”: derrotado en la Batalla de Bouvines (1213), hubo de firmar la humillante Paz de Chinon, que entregaba a Felipe II de Francia todos los territorios angevinos al norte del Loira.
La fruta estaba ya madura para el golpe definitivo de los barones, que se volvieron a rebelar aprovechando el descrédito del rey.
Tras dos años de conflicto armado intermitente, Juan se reunió con los barones rebeldes en Runnymede, un paraje del Támesis, donde negociaron la salvaguarda de sus derechos feudales a cambio de tolerar la presencia de Juan en el trono, al que ahora además llamaban “Espada Suave”, por su incompetencia militar. De esas negociaciones surgió la Carta Magna.
LO QUE DICE LA CARTA MAGNA
Siempre que hablamos de democracia se nos viene a la cabeza el igualitarismo, el progreso y otras utopías mentales. Según esto, en la Carta Magna vendrían recogidos los esbozos de los derechos ciudadanos actuales, la igualdad ante la ley, la emancipación de los pobres campesinos etc.
Tonterías. En primer lugar porque, como establece el ya mencionado Canfora, democracia no es siempre lo mismo que igualdad (más bien es casi lo contrario). En segundo, porque la Carta Magna fue redactada por los señores feudales (tanto laicos como eclesiásticos) más importantes de Inglaterra, reforzando sus derechos feudales por encima de la autoridad del rey.
De resultas de las negociaciones se establece que el Consejo del Rey (es visto como el embrión del Parlamento) estará formado por 25 magnates de la aristocracia normanda (los nobles anglosajones quedaban, por tanto, desplazados), como podemos ver a través de sus nombres: Richard y Gilbert de Clare, Geoffrey de Mandeville, etc.
Juan, al ver las condiciones del documento, se dirigió al papa, ese “primo de Zumosol” de los monarcas débiles, quien le expuso que era moral y legal faltar a su palabra y violar los compromisos de la Carta Magna, ya que la había firmado bajo amenazas.
Animado por esta respuesta del Sumo Pontífice, se saltó los convenios y declaró la guerra a los barones rebeldes, desatándose la Primera Guerra de los Barones (1215-17), en la que el desdichado Juan Sin Tierra encontró la muerte de forma misteriosa en 1216.
La polémica Carta Magna fue retocada varias veces a lo largo de la Edad Media inglesa, hasta que en plena Edad Moderna, la época de la monarquía autoritaria y la monarquía absoluta, los Tudor y sobre todo los Estuardo, vieron en ella un estorbo.
Serían los reyes de esta última dinastía los que la suprimiesen, eliminasen al Parlamento (que ya contaba no sólo con los 25 magnates originales, sino con representantes de la burguesía, la iglesia y la baja nobleza) e intentasen un modelo de monarquía absoluta.
Sería Carlos I el rey encargado de esta tarea, en la que acabaría perdiendo la vida a manos del Parlamento tras una durísima guerra civil a mediados del siglo XVII (siglo y medio antes de la Revolución francesa), tras la que Cromwell, líder del Ejército Parlamentario, instauró una República, se erigió en dictador y depuró el Parlamento, todo en nombre de la Libertad y el bienestar del pueblo.
¿ENTONCES CUÁL ES EL ORIGEN DEL PARLAMENTARISMO?
Pues es tan difícil de dilucidar como qué fue primero, si el huevo o la gallina. Lo que es seguro en cualquier caso es que se trató no del origen pulcro, sano y glorioso que los políticos que se benefician de él quieren hacernos creer.
Si procede de la Carta Magna, entonces nos es más que el reflejo de los abusos que los señores feudales cometían contra los no privilegiados, por el simple hecho de pertenecer a linajes de sangre noble, garantizando los privilegios de unos pocos frente a la mayoría.
Si procede del proceso de la Revolución Inglesa, tiene las manos manchadas de sangre y el alma entregada a un fanático religioso erigido en dictador y que no respetaba más voluntad que la de su propia congregación religiosa y la vida de casi nadie (como era la norma en el siglo XVII por otra parte).
Por ello, los británicos, tan sagaces como flemáticos, establecen el origen de su particular sistema de gobierno en la llamada Revolución Gloriosa de 1688, un movimiento casi incruento (hubo muertos en Escocia), por el que los parlamentarios se unieron al “estatúder” holandés Guillermo de Orange, que se proclamó rey de Inglaterra y promulgó una Declaración de Derechos, por la que el poder absoluto del monarca era sustituido por el parlamentarismo.
De este modo, los historiadores dan una visión aséptica y políticamente correcta del origen del sistema político, que han sabido vender perfectamente.
Sin embargo, hemos de tener en cuenta que la historia bien puede haber sido otra.
Ricardo Rodríguez
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