Una de las experiencias más curiosas que se pueden llevar a cabo en verano es la de asistir a una discoteca o “terracita”[1], evitar beber demasiado y dedicarse a observar a un personal presa del éter etílico y de las drogas de diseño al alcance de cualquier bolsillo. Hace unas semanas tuve la oportunidad de acudir a uno de esos saraos en la feria de una localidad próxima. Aparte  de luces psicodélicas y modelitos horteras que dejan poco a la imaginación, domina la música estridente que inunda el local e impide hablar de otra forma que no sea a voces y en el oído de la víctima. Para los que tenemos ya cierta edad y acudíamos a esa suerte de locales a fines de los años 90 es más de lo mismo, pero con un gusto musical francamente nefasto. No es que el techno y el bakalao, con sus estupefacientes asociados fueran el paraíso del arte, pero era “lo nuestro”. Hoy en día jovencitos de toda clase y condición menean el bullarengue al cansino ritmo de letras sexistas y que ensalzan el maltrato y la delincuencia.

En medio de ese océano de rostros desencajados y sudoraciones excesivas producto de la clásica cocaína y del más reciente MDMA, consumidos a punta pala por gran parte del hedonismo juvenil, suena una melodía distorsionada que mi oído de semi-pureta reconoce: el vetusto Bella Ciao de los guerrilleros italianos prostituido a la mercadotecnia del ocio veraniego. No es la primera vez que lo oigo: en el gimnasio al que acudo en vacaciones es un hit fijo en las cadenas de música de baile que se reproduce a todo trapo para mantener el ritmo en las clases de spinning.

Extrañado, pregunto a una de mis acompañantes más jóvenes, que comenta con una sonrisa radiante, mientras sorbe un mojito con una cañita, que la canción salió en la serie de TV llamada “La Casa de Papel”. Pongo los ojos en blanco, me pregunto cuántos de esos churumbeles con la mandíbula a la altura de la oreja saben siquiera lo que es un partisano mientras repiten la palabra una y otra vez y me dirijo a pedir otra cerveza a la barra.

Italia, 1944.

En las montañas italianas, un grupo de desharrapados armados hasta los dientes vuelve a su escondrijo tras volar un puente, cargarse a unos cuantos soldados alemanes y pasar a cuchillo a otros tantos italianos de la MVSN[2]. Sus propios muertos se bambolean sobre el lomo de una sufrida mula. Ataviados con una mezcla de uniformes saqueados y prendas civiles y empuñando armas de diverso origen se enfrentan a sus odiados enemigos y cantan canciones en las marchas y en las noches de vigilia en las montañas. Una de las más populares es Bella Ciao, la historia de un guerrillero que se despide de su novia para, posiblemente, no volver nunca.  Nadie sabe el origen de la canción.

Algunos piensan que se debe a algún anónimo guerrillero, otros que proviene de una vieja copla de las arroceras del Valle del Po, deslomadas en su quehacer diario. Tampoco importa. Lo importante es el mensaje en sí: la disposición a una lucha sin cuartel hasta alcanzar la victoria, mensaje del que también participan otras célebres canciones del acervo guerrillero como Fischia il Vento, además de otras menos conocidas, algunas versiones de canciones del Ejército Rojo.

¿Quiénes eran los partisanos de la canción?

Por partisano se conoce en el vocabulario histórico a los guerrilleros comunistas que tomaron parte en la II Guerra Mundial contra las fuerzas del Eje. Al menos eso es así entre las personas no lerdas. El término procede del italiano “partigiano” a través del serbocroata “partizan” y en origen hacía referencia a los miembros de una partida o grupo irregular de gente armada que se enfrenta a un ejército convencional. Su traducción directa al español debería ser “guerrillero”, vocablo de rancio abolengo que describe la misma realidad, aunque se prefiere el préstamo para individualizar a los combatientes de la II Guerra Mundial.

El partisano medio era un jornalero de entre 20 y 40 años acostumbrado a sufrir, huido al monte y con un odio visceral tanto al fascista, enemigo común tras veinte años de palizas y aceite de ricino, como a los partisanos adscritos a otros movimientos políticos antifascistas. Equipados con armas arrebatadas a los muertos o lanzadas por los aliados en paracaídas, esperaban en cualquier recodo del camino para amargarle el día al más pintado. A eso se le suma un apodo para ocultar su verdadera identidad en caso de ser capturados y no hace falta más para pegar tiros.

La propaganda y las imágenes del cine y la televisión nos han hecho creer que la totalidad de los partisanos italianos y de otras latitudes eran comunistas. Nada más lejos de la realidad, pues los había también socialistas, republicanos radicales (Partido de Acción) y de los partidos derechistas tradicionales como los liberales, los demócratas cristianos y el Partido Democrático del Trabajo. Todos ellos, junto a algunos anarquistas, formaban el Comité de Liberación Nacional, opuesto tanto a Mussolini y los alemanes como al gobierno monárquico del general Badoglio.

En Italia el movimiento partisano fue especialmente activo a partir de 1943, cuando, en un gesto típico de un rey, Víctor Manuel III contribuyó a la caída en desgracia de Mussolini y “se pasó” a los Aliados que controlaban el sur de Italia a medias con la mafia[3]. Acababa de nacer la llamada “Italia Co-Beligerante”. Mientras tanto, en el norte de la península, los fieles al fascismo formaron un Estado conocido como “República Social Italiana[4]” con Mussolini a la cabeza y controlado en la práctica por los alemanes.

En esa situación caótica, con dos gobiernos enfrentados y casi sin autoridad efectiva, en el atormentado campo italiano, los sindicatos y partidos izquierdistas aprovecharon para lanzarse a la lucha tras años de actividades encubiertas, con un especial protagonismo del Partido Comunista. Este contaba con un gran peso en el Comité de Liberación Nacional, debido a la influencia de la URSS y a la cercanía de los movimientos guerrilleros comunistas yugoslavo y albanés. Comenzó así una verdadera guerra civil italiana de la que poco se habla y que, como todas, fue un derroche de “vendettas”, ejecuciones, linchamientos y muertos en cunetas por parte de ambos bandos. Los partisanos y sus enemigos, organizados de una forma similar en las célebres “Brigadas Negras[5]”, convirtieron las calles y campos de toda Italia en un erial, donde desde jóvenes de 14 años hasta abuelos de 70 podían ser víctimas de sus propios vecinos. Esta cruda realidad fue retratada, con gran acierto, en la última parte de la monumental película “Novecento”.

Las repúblicas guerrilleras y el esfuerzo de guerra.

El movimiento tuvo tanto éxito que logró afianzarse con cierta fuerza en algunas zonas montañosas del norte italiano, en torno a los Apeninos y los Alpes. De este modo, auxiliados por los suministros que los Aliados lanzaban en paracaídas (uniformes, armas y munición y víveres), el Comité de Liberación Nacional pudo arrasar a las débiles milicias fascistas locales y organizar un territorio a modo de Estado, al menos de manera provisional.

De esta forma surgieron las Repúblicas de Carnia, del Valle de Ossola (la más conocida), Alba, Bobbio, Corniolo… así hasta llegar a 21 repúblicas, de extensión variable, organizadas en base municipal y dependientes del Comité de Liberación Nacional.

Su vida efectiva fue breve, entre la primavera y octubre de 1944, debido a múltiples factores. Primero porque los partisanos, como dijimos, disfrutaban tanto matando fascistas como matándose entre ellos, ya que no todos pertenecían al mismo partido político. Además, los alemanes e italianos fascistas lanzaron varias operaciones en las que los partisanos no pudieron ser ayudados por los Aliados, atrapados en la “Línea Gótica”. Para colmo, la presencia de comunistas escamaba mucho a británicos y estadounidenses, que no veían con buenos ojos esos “experimentos” republicanos, debido a que el rey de Italia era ahora su aliado y no querían ofenderle[6].

A pesar del revés que supuso la desaparición de la “zona libre”, la actividad militar y política de los partisanos italianos fue boyante, dislocando las zonas de retaguardia alemanas y llevando a cabo operaciones militares de envergadura que se sumaron a la tradicional guerra sin cuartel al camisa negra de cualquier edad y condición. Tras las sucesivas retiradas alemanas y su rendición incondicional, la presión partisana aumentó sobre las tropas de la República Social Italiana, arrinconadas contra las fronteras italianas. Más agobiados que un perro en una barca, muchos fascistas desertaron a las filas partisanas, salvando sus sucios pellejos a cambio de denunciar a vecinos y compañeros, pronto ejecutados.

El mayor tanto que se apuntaron los partisanos  fue el de la captura de Benito Mussolini, que intentaba huir disfrazado de soldado alemán en un convoy camino de Suiza. A cargo del control estaban miembros de una de las “Brigadas Garibaldi”, dirigidos por el conde Pier Luigi Bellini delle Stelle (“Comandante Pedro”). Al registrar los camiones, el joven Urbano Lazzaro (“Bill”), según algunos alertado por un alemán vestido con pantalones italianos, según otros que por el gran tamaño de la cabeza del mismo, identificó al dictador y lo detuvo. Junto a Mussolini fueron apresados varios jefazos fascistas y su amante, Clara Petacci. Tal era la importancia del botín, que, en primera instancia, no supieron qué hacer con ellos y se limitaron a retenerlos.

Alertado el Comité de Liberación Nacional, éste decidió la inmediata ejecución de los cautivos, porque, según declararon después de la guerra, temían que los Aliados quisieran juzgarlos y que acabasen salvando la vida (tampoco era plan después de veinte años de palizas). Impulsados por Luigi Longo, los comunistas llevaron la voz cantante, desplazando a la zona al impulsivo Walter Audisio (“Coronel Valerio”). Éste, calificado de insensato por sus propios compañeros, era el hombre ideal para el trabajo: se impuso su opinión, respaldada por el grupo de partisanos armados que le acompañaban.

El dictador italiano y sus compañeros acabaron fusilados[7] y colgados boca abajo, cual gorrinos, en el tejado de una gasolinera milanesa. Posteriormente sus cadáveres fueron convenientemente apaleados y pateados por las turbas locales, muchos de ellos con pasado fascista. Así se cumplió la profecía de Mussolini: aquellos que hoy me aclaman, son los mismos que patearán mi cadáver. Cadáver que acabó desfigurado y fotografiado desde todos los ángulos posibles para morboso escarmiento de sus partidarios.

La cultura partisana.

En el imaginario colectivo italiano, la figura del partisano hizo fortuna después de la guerra, especialmente entre los jóvenes, impulsada por la propaganda del PCI de posguerra, considerado el Partido Comunista más activo fuera de la Europa del Este. Sus canciones, sus gestas y sus modos de vida han sido objeto de exposiciones y estudios a lo largo de los años transcurridos desde el final de la guerra. Muchos antiguos partisanos, especialmente los vinculados al PCI, hicieron carrera política, mientras que la gran mayoría regresó a sus hogares y tuvo que seguir levantándose muy temprano para ir a currar al campo o a la fábrica, que en muchos casos seguía siendo propiedad del camisa negra de turno.

El panorama dorado de los años de posguerra se ha visto empañado últimamente por las corrientes del revisionismo histórico, que les acusa de brutalidades y ejecuciones incontroladas motivadas por venganzas personales (¿lo propio en una guerra civil?) intentando bajar del pedestal a un símbolo de la Resistencia italiana, encumbrado por parte del espectro político y que, como seres humanos que fueron, tuvieron también su parte sombría, aparte de las  brillantes fotos posadas hechas en retaguardia.

Ricardo Rodríguez

[1] Nombre usado por los “niños y niñas bien” de cualquier ciudad andaluza

[2] Milicia Voluntaria de Seguridad Nacional

[3] Conforme iban ocupando ciudades, británicos y norteamericanos iban abriendo cárceles y liberando a los encarcelados por Mussolini. Paradójicamente, éste último se había encargado de limpiar Italia de mafiosos, puestos en libertad por los “defensores de la democracia”.

[4] Se produjo una radicalización política del fascismo, inspirada por el excomunista Nicola Bombacci, una suerte de Sánchez Gordillo del fascismo italiano.

[5] Dirigidas por el irascible Alessandro Pavolini, fueron creadas como unidades antiguerrilleras.

[6] Tampoco se fiaban de él, por lo que se nombró a su hijo Humberto, militar profesional, “lugarteniente del Reino”.

[7] Aunque existen lagunas sobre la muerte del dictador, Walter Audisio siempre mantuvo que fue él quien lo mató con una ametralladora.