Ha muerto Philip Seymour Hoffman. De sobredosis por heroína (me ahorro comentarios). En New York. Fin del morbo. Y esta noticia tendría que servir de recordatorio estilo página de periódico en el que dejase constancia de que sus seguidores (entre los que me encuentro), compungidos, no lo olvidamos. Y, por supuesto, no dejar pasar la oportunidad para escribir la típica frase de: “se va un secundario de lujo del cine actual”. Pero miren ustedes por dónde, no me apetece. Ni me apetece hablar de los hijos e hijas que deja el finado; ni me apetece hablar de lo muchísimo que seguro que lo echan de menos sus compañeros, para teñirlo todo de un tono amarillista peligroso.

Porque hoy voy a hablar de algo fundamental: de los actores de reparto (miren que no me gustan los eufemismos, pero es que hablar de “secundarios” cuando son los que, a veces, soportan el peso real de la película, me parece un tanto “informal”); y de lo gran actor que fue Philip Seymour Hoffman. Así que si quieren detalles escabrosos de su muerte, lo siento, ya pueden dejar de leer. Si pretenden recordarlo o conocer algunas de sus películas para animarse a verlas, bienvenidos sean, pues.

Vayamos, entonces, por partes.

Siempre he sido un defensor de los actores de reparto; la vida, al igual que el cine, no la hacen los protagonistas, sino las personas normales y corrientes, las que te encuentras durante un tramo de tu vida y te acompañan. Y en el cine, como en la vida, sucede exactamente lo mismo. No imagino algunas de las grandes películas sin esos actores “secundarios” que por el simple hecho de no llevarse la mayoría de los planos de las películas, son considerados por algunos como “actores o actrices de segunda clase”. Pues miren ustedes, si los protagonistas se apellidan Mcconaughey, Diesel, López… quédense con los protagonistas para ustedes solitos, que me quedo yo con “secundarios” como Paul Giamatti, Marcia Gay Harden o, el que nos debería ocupar en este panegírico, ¿verdad? Philip Seymour Hoffman.

La carrera de Hoffman estuvo plagada  de grandes, enormes interpretaciones como la que le llevó a ganar un Oscar al mejor actor, además de veintidós premios más por su sublime interpretación de Truman Capote en la película del mismo título (2005).

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Pero es que donde este monstruo de la interpretación se hizo grande de verdad fue en papeles menos importantes, actuando de “soporte” de los protagonistas en historias que, en la mayoría de las ocasiones, merecía la pena ver: Boogie Nights (1997), El gran Lebowski (1998), Magnolia (1999), El talento de Mr. Ripley (1999), Casi famosos (2000)… en todas ellas Philip Seymour Hoffman dejó su impronta particular, regalando unas interpretaciones inolvidables. Daba igual que, sumando los minutos que estaba en pantalla, diesen un total diez, o cincuenta minutos; todo lo que hacía era creíble, todo lo que hacía, lo hacía bien. Su voz, su imposta, su presencia en pantalla, sus ademanes un tanto rudos en los movimientos, su “oscuridad” o tinieblas a la hora de escrutar el alma de cada uno de sus personajes… Hasta en películas menores como Misión Imposible III o Los juegos del hambre: en llamas (que no le pegaban para nada) daba un toque de elegancia y credibilidad a sus interpretaciones. Yo no sé si las hizo por dinero o no; es más, no soy quién para juzgar eso; pero el que escribe este artículo las vio, en parte, porque sabía que de él no podía salir una mala interpretación. No sabía hacerlo mal, no le salía…

Ya fuese como ayudante pelota del Gran Jeff Lebowski, o como el periodista de la prensa amarilla Freddie Lounds, pasando por el despreciable pederasta de Happines (1998).

Sus interpretaciones le brindaron, amén de diversos premios, tres nominaciones a Mejor Actor de Reparto, una por su papel como Gust Avrakotos, un oficial de la CIA que ayuda al congresista Charles Wilson a apoyar una guerra encubierta en Afganistán, en la película La guerra de Charlie Wilson (premio que ganó, finalmente Javier Bardem por No country for Old Men). Por La duda, interpretando a un sacerdote acusado por una monja de pederastia fue nominado por segunda vez consecutiva al Oscar como mejor actor de reparto. Su tercera y última nominación fue por su papel del iluminado gurú Lancaster Dodd en la película The Master.

Daba igual lo que hiciera o como lo hiciera: drama, teatro, comedia… sus interpretaciones brillarán y pasarán a la historia del cine porque fue un grande, porque siempre supo darle una pátina oscura a cualquier personaje para hacernos dudar de todo. Era un actor con una versatilidad y una capacidad interpretativa como pocos, y por eso lo echaremos de menos. No hablamos bien de él porque haya muerto, hablamos de él porque se lo merece. Y es que un tipo que declaró tener como actores favoritos a Daniel Day -Lewis, Paul Newman, Meryl Streep y Christopher Walken, no puede ser un mal actor; su ética profesional y su buen gusto no se lo hubiesen permitido.

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P.S. Hoffman trabajó con algunos de los grandes del panorama actual: Todd Solondz, los hermanos Coen, Spike Lee, Cameron Crowe, David Mamet, Robert Benton, Anthony Minghella y Paul Thomas Anderson (habiendo trabajado en cinco de los seis largometrajes de Anderson hasta la fecha (Sydney, Boogie Nights, Magnolia , Punch-Drunk Love y The Master; todos a excepción de There will be blood). Y con todos trabajó bien; su facilidad para meterse en la piel y el alma de todos los personajes que interpretó lo convirtieron en lo que es y siempre será: uno de los mejores actores de su generación.

Su estrella se apagó demasiado joven, con algo más de cuarenta y cinco años, dejando en sus veinte años de carrera unas sesenta películas. Dejándonos con la sensación de que todavía guardaba varios ases en la manga para sorprendernos con algún papel, aun cuando no fuese protagonista; aun cuando fuese un “simple actor de reparto”.

El día que recibió el Oscar a la mejor interpretación masculina, de manos de Hilary Swank acertó a decir: «Estoy en un categoría con grandes actores, estoy muy sobrecogido con todo esto«, como si él fuese menos que todos sus contrincantes esa noche en la ceremonia. El domingo que murió se fue como uno de sus personajes, oscuro, sin claridad, envuelto en un hálito de misterio que nos hace reflexionar sobre el monstruo que es la industria del cine, que ha vuelto a devorar a uno de sus hijos malditos, pero predilectos.

Descanse en paz, señor Hoffman; usted no ha muerto, se ha hecho eterno.

 Carlos Corredera Reyes