Estaba clasificando la ropa en orden cronológico y luego por colores y luego por forma geométrica cuando oí una historia fascinante en la radio.
Lattimore Brown, el cantante de blues con más mala suerte de la historia.
Es difícil saber algo así, aunque vista su trayectoria no puede dudarse de que, por lo menos, es un candidato bastante a tener en cuenta en el imposible de celebrar Campeonato Mundial de Gafes.
Imposible porque siempre ocurre una desgracia, claro.
Oíd hermanos:
Brown nació, lo criaron sus abuelos (¿paternos? ¿maternos? A saber) entre faena y faena en un campo de algodón. Un día a su abuelo se le cruzaron los cables y amenazó escopeta en mano al dueño de la plantación. O se dejaba de tonterías con el tema de la comida o las plantas las iba a pelar su primo el tuerto. La familia se temió lo peor. El abuelo ordenó a Brown esconderse entre el algodonal, por lo que pudiera pasar.
Lo que podría pasar, lo que tenía toda la pinta de que iba a pasar, es que allí se montase la de Puerto Hurraco.
«Prefiero morir a tiros con esta gente que vivir como un perro.», se dice que explicó el abuelo Brown a sus ojipláticos nieto y esposa, en una época donde el sindicalismo de mesa camilla y la pacata comprensión universal de todos los males mundiales a través de un puto blog todavía no habían anestesiado las heroicas, románticas, insensatas reacciones contra la injusticia más evidente.
Al final el terrateniente se presentó con varios sacos de provisiones, disculpándose muy azorado por aquel tontuelo lapsus de dar de comer a sus trabajadores en régimen de semi-esclavitud.
Así fue.
Esta parte de la historia reafirma mi teoría de que en lugar de currículums debería hacerme de una vez con un arma de fuego. O por lo menos con una maza-bola medieval con pinchos de esas que giran y arrancan dientes sin contemplaciones.
A los nueve años el abuelo empaqueta y envía por correo certificado al bueno de Lattimore (que por aquel entonces simplemente se llamaba Ele Uve, o sea LV, como si fuese la talla europea de unos calzoncillos) rumbo a casa del tío Jim, un señor al que le entró artritis reumatoide, casado con una fervorosa devota de Nuestro Señor El Pastor de Todos Los Pastores, mujer que arrastraría a Brown a la iglesia a empaparse de góspel extasiado y vitalmente desesperado blues.
Esa mujer también cultivaba la incomprendida afición de liarse a zurriagazos tronco en mano contra el pobre Brown, lo que despertó un temprano deseo del chaval por abandonar el nido dedo corazón en alto y flequillo al viento.
Adiós tío Jim. Adios mula que se tira pedos en mi cara mientras cargamos algodón de un lado a otro de esta miserable tierra. Adiós tía con el crucifijo en la mano y mi puñetero esternón como tambor.
Se casa a los quince, se le escapa un chorrazo a los dieciséis y se convierte en padre a la misma edad. Como buen Erasmus, decide que las obligaciones de esta tierra no son para él, que necesita un descanso de los pedazos de vida que va dejando a medio montar por el camino. Ni siquiera roza la mayoría de edad y el mundo que conoce no solo se le ha quedado pequeño. Peor aún: sus fronteras se han vuelto en su contra.
Ha oído que Estados Unidos ha inventado una versión previa de los estudios de máster consistente en declarar/apuntarse a una guerra. A cambio solo pide tu pellejo, tu salud mental y agarrar bien fuerte el rifle todo lo que se pueda.
En la oficina de reclutamiento lo miran de arriba abajo, como diciendo A Dónde Vas Tú Chaval. Ni siquiera tienes nombre. ¿De verdad que no sabes lo que significa la Ele ni la Uve? No señor. Pues invéntate algo. Eso hace.
Me llamo Lattimore, Lattimore Brown y le voy a contar por qué necesito largarme a donde sea como alma que lleva el diablo montado en un Masseratti atiborrado de gasofa nitroglicerinada.
Se rumorea que al reclutador se le empaparon los ojos de pura empatía masculina. Adelante, hijo. Y que Dios te bendiga maldita sea.
Brown ya tiene nombre, salario para mantener a su familia y un par de destinos: primero Corea, luego Vietnam.
Fue allí donde entre Charlie y Charlie le salieron al paso The Nat King Cole Trio y Big Joe Turner y le quedó bien claro que lo suyo era la melancólica, angustiada pero en permanente quiebro hacia la delirante (por eterna) fe que mueve al Rythm&Blues.
¿Van notando ya como no tengo ni idea de hablar de música? Bueno, pues Lattimore tampoco y ni falta que hace porque ni esto es Rockdeluxe ni esta una cháchara narrativa sobre los talentos artesanos de un transportista de corcheas.
Y si quieren saber lo que es, atención, porque aquí es donde empieza la verdadera transustanciación de Lattimore Brown en Todo Un Concepto.

lattimore

Vuelta a casa.
Tres años viendo mundo dan para mucho.
Concretamente para tocar la puerta de tu suegra con los nudillos, mochila verde oliva al hombro, sonrisa claveteada en la cara a base de ganas y promesas y venid aquí que os vea y… espera.
-Lattimore, a ver. Siéntate, que tengo que contarte una cosa. Mi hija ha hecho cosas muy malas en este tiempo.
-¿Malas como qué? ¿Malas tipo se me ha olvidado la tarjeta de descuentos del DIA? ¿Malas tipo…?
-Se ha quedado embarazada.
Brown hizo repaso.
Que supiera, tan solo una vez en la historia una mujer había sido disparada con inmaculado semen divino. Y el Señor no iba a intentarlo una segunda vez con un negro después de haberle salido mal con un judío. A no ser que se tratase de hacer un remake del asunto, con su martirio y su blanquérrimo gobernador dándose un buen frotado de manos y todo. En ese caso un caballero tiznado del Missisippi era la elección perfecta tanto entonces como ahora.
La teoría, por la razón que fuese, no terminaba de convencerle.
Cuenta el propio Brown que cuando la enfermera entró en la sala de espera plena de entusiasmo, gritando a pleno pulmón que el parto había salido a las mil maravillas y que aquello era digno de celebración, Lattimore exclamó que lo que hacía falta era una maldita investigación.
Ritmo en las venas y en la pena.
Poco después el pájaro ahuecó el ala hacia Memphis, de nuevo condenado a despedirse con el enhiesto dedo de en medio apuntando hacia un hogar ingrato y traidor.

¿Qué por qué voy por ahí predicando el lattimorbrownismo cual apóstol con el pecho inflado y la túnica roñosa de polvo sinaíta? Porque nuestro Sir se largó a la ciudad donde iba a parirse con furia de chorro geiser islandés la música norteamericana de los cincuenta y buena parte de los sesenta, Memphis, se deslomó actuando en antros, baretos donde vuelan taburetes y un poco más avanzada la noche también los clientes sentados sobre ellos, reunió a un grupo fiel, prosperó lo justo para rozar el punto de no retorno donde comienzan todas las leyendas… y siempre se quedó a las puertas.
Lattimore Brown no fue, ni mucho menos, ni se les ocurra juntar las sílabas de esa palabra, un fracasado.
LV conoció a todos a los que había que conocer y a todos los que jamás serían recordados conforme se sale por la puerta del club. Se volvió a casar y su segundo matrimonio terminó cuando se complicó la cirugía cardiovascular a la que se tuvo que someter su esposa. Montó un club en Dallas con la intención de convertirlo en la meca de la música que realmente le removía las entrañas por dentro, tan entregado a la inspiración se encontraba. La cosa parecía ir realmente bien gracias a su socio en la sombra, proveedor de chicas, alcohol y las mejores voces negras del momento. Lo que no se esperaba ni por asomo era que su ángel de la guarda capitalista, el fulano dueño de varios de los clubes más famosos de la ciudad, con el de Lattimore como filial del ambiente R&B, que aquel tipo con cara de pescadero de barrio apareciera en las noticias del día siguiente, enloquecido perdido y con un enrevesado sentido del patriotismo inflamándole las venas del cuello. Se trataba de Jack Ruby y acababa de meterle un balazo en el estómago a Harvey Lee Oswald.
Mala pata.
Se va de Dallas, picado de nuevo por el gusanillo de poner a vibrar el pecho y el alma. De nuevo, casi, casi lo consigue. Otis Redding funda su propia agencia de representación e inmediatamente decide fichar a su buen amigo Lattimore. Se acabaron los agentes mediocres y los bolos de segunda división. Había llegado el momento de, quizá no despegar, pero si ganar altura. Esto iba a ser grande. Esto iba a ser requesón puro.
Hasta que el 10 de diciembre de 1967 Redding se hizo puré de calabacín contra un lago helado de Wisconsin. Casi tres años después de la infame muerte de otro buen amigo de Brown: Sam Cooke.
No importa. Entereza. Salir adelante. La fe mueve montañas y Ele Uve debe tener una tuneladora tamaño Metro de Nueva York para horadar semejante cordillera de desgracias.
Knoxville. Abre otro local, retoma su propia agencia de representación. Un buen día se entera de que un antiguo amigo productor musical suyo, un tal John R., se ha dedicado a recopilar prácticamente todo el material grabado por Lattimore y a distribuirlo en forma de antologías, una de las cuales hasta tuvo la poca vergüenza de llamar «El Mundo de Lattimore».
Regresa al lugar donde comenzó su carrera, Little Rock, Arkansas. Y como buen muchacho que vuelve al terruño busca inmediatamente el calor de las lorzas de una antigua amada. Se casan. Inauguran su propio local. Ella solo enciende el mechero una vez al día: el resto de los cigarrillos los prende consecutivamente uno tras otro con las ascuas del anterior. Sobra decir que el cáncer de pulmón de la mujer no pillo de sorpresa a ninguno de los dos.
Fe. Más fe. Denme fe.
1973. Carrero Blanco patenta el paso de baile con salto aéreo y doble tirabuzón y al otro lado del charco LV regresa a la carretera una vez más. Con tan mala fortuna de coincidir con un tal Beny Latimore, horterazo típicamente setentero mojabraguer que andaba arrasando las noches de Miami con su incipiente disco-soul. A algún piernas de la industria se le ocurrió que Beny sonaba a tu tío de la sonrisa de oso perezoso y gorro de pescar todo el día encasquetado sobre la testa, así que lo acortó simplemente a Latimore.
Se pueden imaginar lo que sucedió.
O no, no pueden, porque la cosa fue mucho peor.
Brown, nuestro Lattimore con dos sonorísimas letras tés, conseguía actuaciones en cualquier local de, digamos, Arkansas e inesperadamente las entradas volaban más rápido que la coca en la casa de un concejal de provincias.
Qué raro pero que gustito da conservar el cariño del público, pensó Brown.
Pero no.
Una y otra vez se repetía la misma escena de confusión inicial, principalmente protagonizada por un público femenino ofuscado por ver entrar en escena a un caballero de cuarentaytantos vestido como los maridos de los que deseaban olvidarse un rato, a ser posible hipnotizadas por los meneos genitales de Latimore, el de una sola te, el de los arreglos sandungueros.
Al principio la broma tuvo su gracia.
Ja, ja. Menudo follón tenemos montado entre Lat(t)imores.
Varios meses después la mafia que regentaba los clubes nocturnos de todo el sur de Estados Unidos puso, literalmente, precio a la cabeza de Brown. A nadie le interesaba que cada vez que aparecía aquel incipiente viejales en el escenario se armara un pollo de cuidado. Y todo porque un cartelista aquí o un empresario vago allá pasaban tres pueblos de saber a quién demonios estaban contratando y, más importante aún, cómo se escribía el sacrosanto nombre con que vinieron a este mundo.
O ni eso. Porque Brown se lo inventó para ir a la guerra.
Preocupado por la integridad de su cuello, poco dado a la moda de los zapatos de cemento, Ele Uve decidió pasar a un discreto segundo plano y dejarse de tonterías. Todavía llegaría a sacar un último single antes de dar media vuelta en su círculo vicioso, abrir una vez más otro club en los 80, de nuevo en Little Rock, transformarlo en el meollo de la música blues, padecer la visita de un pijeras como Bill Clinton y su saxo, cerrarlo cuando el vecindario se convirtió en poco menos que Faluya y retirarse a Nueva Orleans, donde las prestaciones por veterano de guerra son más seguras y eficaces.
Donde uno puede hacerse con un pisito la mar de cuco en Biloxi y pasar apacibles años de prejubilación con tu cuarta esposa.
Biloxi, como tantas otras decisiones tomadas por franceses, fue inexplicablemente fundada en la lengua de tierra que separa la costa de Missouri del Golfo, lo que la convierte en la peor zona posible para ser dueño de absolutamente nada en caso de, digamos, la aparición de fenómenos tan devastadores como el Huracán Katrina.
Tras ayudar con la evacuación de su mujer y los inquilinos del bloque de viviendas donde vivía desde el 97, Lattimore Brown decidió que sus gónadas pesaban más que el agua y que él se quedaba allí, que total, que qué más podía pasarle en esta vida.
Primer impacto del huracán. Inundación. Un vecino descubre a un señor de setentaypocos siendo arrastrado por la corriente agarrado a un tronco. Es Lattimore. Según su propio relato y el del vecino que terminó salvándole la vida, en el momento en que Brown consigue agarrarse a la rama de unos árboles para detener su imparable descenso rumbo al Golfo le salta a la cara un gato salvaje refugiado allí mismo. La cosa se pone muy fea. El vecino grita que tiene una tabla y que se la va a acercar y que o se lo trae a él o termina salvando al gato.
«¡Mierda, no! Mejor yo», espetó Ele Uve.
Nueve meses después de la catástrofe se enteró de que su mujer había fallecido de un infarto durante la evacuación.
A partir de entonces, como tantas otras víctimas del Katrina, se refugiará en una caravana provista por la Agencia Estatal de Gestión de Emergencias, la misma caravana donde lo apuñalarán el día de cobro de una de sus pagas por veterano de guerra.
Más, más, más fe por lo que más quieran.
Denme más.
Porque solo así Ele Uve Brown arrastra los pies por este barrizal reseco a sus setenta y nueve años. Fe y delirios paranoides: tras el ataque intenta escapar del hospital en que es ingresado, convencido de que sus captores lo han encerrado en una especie de institución para lavarle el cerebro.
Recuperación.
De vuelta a la caravana.
No, tampoco.
La caravana donde vivía ha sido precintada para su posterior reconversión en hermosa obra de arte abstracto de aspecto cubiforme. Al parecer la susodicha agencia empleó materiales susceptibles de emanar formaldehido en niveles Antonio Orozco de toxicidad. Aproximadamente 35.000 de estos vehículos tuvieron que ser destruidos, entre ellos el de Ele Uve.
Pero amigos, todo suplicio toca a su fin. Y por fin, en 2010, logró reunirse con sus nietos, sus hijos y su primera mujer en un emotivo picnic a las puertas del final de esta vida, lo que siempre es de agradecer. No es de recibo dejar cabos sueltos, corren el peligro de enredarse en el cuello de amigos y familiares y conocidos que no tienen culpa alguna de que los hayamos dejado así, a la virulé.
¿Qué por qué profeso con vehemencia jenízarovikinga una fe inquebrantable a la Orden del Lattimorebrownismo? ¿No lo saben aún?
He aquí a la enésima encarnación del arte sin necesidad del arte. O del arte tan en su máxima expresión que lo pulveriza de un modo sincero, humilde, devastador en lo inabarcable. Lattimore es Rythm&Blues en cada paso torcido de su propia existencia. Canta mientras las paredes de tu casa se vienen abajo porque no puedes hacer nada más. Mañana las arreglarás. Mañana darás media vuelta y te irás a otra parte. La dichosa esencia del blues.
Entretanto, unos forzamos, magreamos y enviciamos las formas de expresión con tal de ganar cuatro perras de reconocimiento y algo de autosatisfacción barata.
Otros encarnan la esencia y normalmente no lo saben.
Más fe, toda la esperanza del mundo para ellos.

Ele Uve terminaría despidiéndose de estos 78 años de entonación permanente el 25 de marzo de 2011, cuando una camioneta le pasó por encima justo mientras cruzaba por primera vez la calle donde su ubicaba su nueva y flamante casa en Pensacola, Florida.

Isaac Reyes