Cada cual tiene sus obsesiones vitales. Hay quien atrofia su musculatura en un aparato de fitness multiestación durante cuatro horas diarias para poder calzar camisetas apretadas como una barra de chóped. Los conozco que coleccionan billetes que están fuera de curso legal y los clasifican por países en álbumes de piel de cabra marca Hefar. Incluso hay quienes pasan horas delante de una televisión para rellenar cuadernos con las estadísticas de todos los jugadores de Primera y Segunda división de la Liga de Fútbol Profesional, la Premier League y la Serie A. Yo acumulo (un vicio como cualquier otro) obras que considero referentes culturales de la mal llamada Civilización Occidental. Largometrajes, ensayos, poesía, novelas gruesas de letra minúscula, postales de cuadros y obras de arte, fotografías de edificios… Todo en riguroso orden de género y tamaño, que ser un obsesivo compulsivo también tiene sus ventajas.

Recuerdo todavía el día que, ojeando los estantes de uno de esos Vip’s donde igual puedes comerte un sándwich vegetal de pechuga de pollo, lechuga batavia, tomate, jamón york y mayonesa prefabricada que adquirir una obra de Tim Harford, conocí a Annie. Costaba 6,99 €. Como buen universitario estaba tieso así que eché un prudente vistazo a mi cartera: tocaba elegir entre cena o cine. No hacía mucho acababa de ver La maldición del escorpión de jade, me había merendado un bol gigantesco de cereales de chocolate con dos tortas de Inés Rosales para empujar y no pude ir a la sesión del aula de cine de la Universidad porque coincidía con la clase de Acuñación en la Antigüedad, asignatura optativa obligatoria (ahí dejo en concepto) donde una profesora de mediana edad exponía monótonamente con un proyector y hojas transparentes monedas de la Antigua Grecia catalogadas por colonias, desde el bronce de Oiniadai al Dracma de Thasos. Por coraje le pudo el espíritu a la carne, me serví la cena y la venganza en plato frío, me compré la película y pasé la velada delante de la pantalla apurando una lata de sardinas en aceite que había en el frigorífico, un bollo rancio y media botella de Fanta de Naranja. Los pequeños placeres de la vida, dicen. Aunque lo verdaderamente satisfactorio hubiese sido hartarme de comer en el restaurante y llevarme el DVD bajo el brazo.

Podría presumir de memoria y decir que me acuerdo de cada una de las escenas que vi aquella noche, pero es mentira. Desde aquella vez hasta hoy no soy capaz de contar las muchas veces que he visto la película. He buscado varias reseñas y críticas, he leído el guion, me he metido en foros de anécdotas del cine, he escudriñado bibliografía específica y hasta he compartido en las redes sociales fragmentos comentados. Incluso, en un alarde mitómano inconfesable, me perdí en el corazón de Central Park para sentarme en el banco donde Alvy inventaba historias para Annie. Y es que, debo confesarlo, estoy enamorado de Annie Hall.

No soy el único. Hace ya casi cuarenta años, en el Dorothy Chandler Pavilion, Bob Hope, presentador de la gala, daba paso a Jack Nicholson, encargado de leer el sobre que guardaba el ganador a la mejor película. Los espectadores, elegantemente ataviados con sus esmóquines oscuros y sus trajes de tiros largos, esperaban expectantes oír al actor que voló sobre el nido del cuco decir aquello de “and the Oscar goes to… Star Wars (IV): A New Hope”. La saga de ciencia ficción se estrenaba en su primera entrega como la gran favorita en las apuestas (de hecho, fue la más galardonada, aunque la mayoría de los premios fueron de tipo técnico) y contaba ya con numerosos admiradores. Sin embargo, de los labios de Nicholson salió un nombre de mujer: Annie Hall. La cinta se llevaría también el reconocimiento de mejor director, mejor guion original y mejor actriz protagonista. Annie había seducido a la Academia mientras Allen, ajeno a todo el ajetreo de la alfombra roja, tocaba el clarinete en el Upper East Side.   

La pregunta ante tan arrollador triunfo se vuelve tan obligada como evidente: ¿Cuál es el éxito de Annie Hall? Aunque para mí la cuestión verdaderamente importante es cómo podría un tipo como yo conquistar a una mujer como Annie.

Hace tiempo descarté la posibilidad de convertirme en un millonario productor musical propietario de una mansión en Los Ángeles con piscina en forma de corazón y una habitación con una mesa de cristal baja para esnifar cocaína. Me resulta una ordinariez y una horterada pasearme por Beverly Drive fardando de estatus social en un Cadillac Deville Convertible Cabriolet de 7.025 cc mientras voy disfrazado con zapatos de cocodrilo de punta, chaqueta con las solapas de puntas de flecha y una camisa de lino. Tampoco me siento con talento suficiente como para labrarme una carrera musical junto a Art Garfunkel que me abra las puertas al papel de Tony Lacey. Todo esto, unido a la versión post-conciliar de The Sound of Silence interpretada por el coro de mi parroquia de extrarradio, hacía inadmisible que imitara a Paul Simon, por otra parte gran cantante y mejor persona. Era necesario buscar otra estrategia. Entonces, pasando las hojas de una de esas revista dominicales que nadan entre el postureo cultural y el papel cuché, me enteré que Diane Keaton había estado casada con Woody Allen. Descolgué de la percha unos anchos pantalones de pana de canalillo grueso que tenía en el armario y me lancé sabiendo que, tal como ocurría en la película, estaba destinado al fracaso.

No es pana todo lo que reluce. Si Alvy, como alter ego de Allen, es cómico, está claro que el humor tenía algo que ver en su éxito. En general, la gente desprecia el potencial del sentido del humor. Prefiere los criaderos de lágrimas, los sustos agazapados en los sótanos con escaleras o los superhéroes con capa y calzoncillos por fuera. Se equivoca.

Ya Hannah Arendt, en Sobre la violencia, describía el humor como el mayor arma revolucionaria, fundamentando su fuerza para burlar al poder. Vittorio Hösle, recogiendo una larga tradición antropológica de sesudos catedráticos alopécicos, va un paso más allá y define el humor como un recurso evolutivo que permite a los más débiles compensar su falta de fuerza física con la superioridad intelectual. Porque el humor es una forma de sentirse superior, primero respecto al objeto que se ridiculiza y después, dependiendo del grado de complejidad cultural, en relación a un humor más vulgar o conservador. La risa es, aparte de un bálsamo para las penas, un mecanismo de desaprobación social sin elevados costes que permite al sujeto criticar, intimidar y ridiculizar al otro o a lo otro  (siempre y cuando solo se doble y no se parta, punto en que se pierde la gracia por crueldad). La diferencia estaba en que Alvy (o Allen, que es casi lo mismo) es sujeto y a la vez el objeto de sus bromas y chistes.

Al comienzo de la cinta, en su monólogo inicial, Alvy dice: “Otro chiste importante para mí es uno que generalmente se le atribuye a Groucho Marx, pero creo que fue Freud quien lo dijo en relación con el subconsciente. Y dice así, en paráfrasis: Jamás pertenecería a un club que tuviese a alguien como yo de socio. Ése es el chiste clave de mi vida adulta en cuanto a mis relaciones con mujeres”. El saber popular perpetúa la máxima de que el humor bien entendido empieza por uno mismo. Y según lo antes referido, también es un tipo de sexapil evolutivo.

De las dos ideas se sirve Alvy para ligar. Es la nombrada por los especialistas en artes amatorias como “la fórmula de la deflación”. Utilizar la propia debilidad como factor de poder, despertando el deseo de protección ajena y paralizando a la parte contraria es un recurso efectivo. Al hablar de sexo, cuando se siente amenazado por una tensión extrema, Alvy se burla de sus limitaciones, desarmando a una Annie incapaz de hacer daño a alguien más débil. La verdad es que Alvy, pese al anhelo de ingresar en la categoría de calvos viriles, es un cuarentón no especialmente agraciado, de escasa estatura, algo tímido, con envidia de pene, abonado al psicoanalista, histérico e hipocondriaco que teme terminar vagando por las cafeterías con una bolsa en la mano, la baba cayéndole de la boca y lanzando consignas socialistas (quizás lo peor para un neoyorkino de pro). Solamente le queda reírse de sí mismo. Funciona. Alvy aborda a sus parejas desde el romanticismo de sus complejos. ¿Me permitiría mi ego manejar esa herramienta de seducción?

Mirándolo con calma, ser un neurótico tiene sus inconvenientes y, según el ingenioso psicoanalista, no podría pertenecer a clubs que me aceptaran como socio (a la mierda las clases de tenis). En el tan alleniano concepto existencialista de autenticidad donde el individuo está obligado a ser uno mismo sin posibilidad de huida, existe una búsqueda atormentada del yo donde los vacíos no pueden llenarse con mentiras. Ser un intelectual cargante que sermonea a pleno pulmón sobre la obra de Marshall McLuhan o una periodista de Rolling Stone con la necesidad de poner ininteligibles adjetivos calificativos a las relaciones no es una opción. Las identidades prestadas generan problemas psicológicos.

Con todo, la alternativa es el drama de un yo repleto de traumas incompatibles con un mundo actual de valores secularizados donde el objetivo es el éxito. Moralista sin Dios, ateo atormentado identificado con las obras de arte ligadas a la muerte, creyente en un amor perfecto pero imposible, divorciado del matrimonio que busca pareja con desesperación… La única salvación, ante lo difícil de la realidad, es tratar que las cosas salgan perfectas en el arte. Para colmo, el arte no es más que un paliativo, una medicina que por el camino de la belleza ideal aligera temporalmente nuestra existencia para evadirnos de una realidad tortuosa.

Es decir, para enamorar a Annie debo erigirme en un solitario, lo que supondría, por la propia naturaleza de la soledad, acabar perdiéndola. Me debería de convertir en un anhedónico incapaz de disfrutar de la vida, alguien que teme el triunfo y la felicidad propia porque lo convertirían en un ser mediocre igual al resto, una persona que persigue el reto continuo de hallar la satisfacción sexual e intelectual para, al encontrarla, necesitar un nuevo desafío, abandonar lo logrado y pasar la vida añorándolo. ¿Qué fue antes, la felicidad o la ignorancia? ¿El deseo o la necesidad? ¿La gallina o los huevos?

“Y recordé aquel viejo chiste. Aquel del tipo que va al psiquiatra y le dice: Doctor, mi hermano está loco, cree que es una gallina. Y el doctor responde: ¿Pues por qué no lo mete en un manicomio? Y el tipo le dice: Lo haría, pero necesito los huevos. Pues eso es más o menos lo que pienso sobre las relaciones humanas, ¿saben? Son totalmente irracionales, disparatadas y absurdas pero creo que las seguimos manteniendo porque la mayor parte de nosotros necesitamos los huevos”. Fuera lo que fuese que apareciera antes, el caso es que necesitamos los huevos… y a Annie.

Probablemente el problema sea, contrariando al poeta, que ni la vida ni las relaciones van tan en serio como las enfocamos. En la terraza del piso de Annie, ella y Alvy coquetean en una situación cómica donde el diálogo se contradice con los subtítulos al pie que trascriben lo que pasa por sus cabezas. La teatralidad del momento, donde elevados y superficiales planteamientos sobre la fotografía contemporánea se contraponen con los verdaderos pensamientos de los dos protagonistas, muestra lo simple y a la vez complicados que somos los seres humanos. Entre comentarios sobre el equilibrio entre la técnica y el talento, él se pregunta cómo estará desnuda y ella si su interlocutor no será un gilipollas de categoría. Tal vez fuera más sencillo si solamente se tratase de quererse y hacer el amor. De ser así, ni yo necesitaría de complejas estrategias de flirteo ni Alvy escribiría obras de teatro con final almibarado.

La función continúa. El mundo, la vida y Annie son como Nueva York. Y viceversa. Enrevesados, complejos, apresurados, duros en cierta forma… y sin embargo, siempre nos parece demasiado corto el tiempo a su lado. Soportamos la farándula, el vértigo, la ansiedad, la incertidumbre y nuestros propios complejos porque, como a Allen, nos queda Annie (y Nueva York, y la vida). Respiramos gracias a ese remanso de dulzura, a su sofisticada inocencia, a las ganas de aprender, al pequeño Volkwagen blanco esquivando los postes del metro en superficie, a las raquetas de madera, a las langostas vivas que huyen de una cazuela con agua hirviendo, a una declaración de amor en los muelles del East River… Luego, por desgracia, están los divanes, los porros antes del coito, los hermanos con instinto suicida, las circunstancias, las esquinas redondeadas de Rodeo Drive, las dietas macrobióticas, el antisemitismo… La perfección no existe ni siquiera en el cine, la comida es mala y las raciones son demasiado pequeñas. Y, para colmo, no he respondido a ninguna de las preguntas que me había hecho.

Francisco Huesa (@currohuesa)