Pasear por las calles de Berlín es pasear por cada rincón de uno mismo para sumergirse en la complejidad de una reflexión, para muchos –y la que les escribe se incluye-, incómoda. Si tuviera que encontrar una palabra que definiera aquella ciudad que empapó mi experiencia en solitario, sería memoria. Y la memoria es complejidad, o si no que le pregunten a Clive Wearing.

Para los que no conozcan esta apasionante historia Clive fue un prestigioso músico que tras un accidente quedó limitado a una retención de 7 segundos de memoria, pero no se olvidó de tocar el piano. Uno de estos sucesos que lees y te hace replantear, por mucha explicación científica que exista, la complejidad de las mentes humanas.

Berlín es compleja por una razón muy sencilla: no es una ciudad que hable por sí sola. Puedes pasear por sus calles y ver su inmensa catedral neobarroca, su icónica Puerta de Brandemburgo y hasta pasear por la East Side Gallery sin exprimir ni empaparte de la historia que subyace tras la capital de la historia del siglo XX.

Para entender Berlín tienes que leer, observar y escuchar la historia viva de la ciudad. Y, aunque a veces es difícil por el carácter germánico, es fundamental entablar conversación con todos aquellos sujetos que viven y vivieron acontecimientos tan determinantes en nuestra historia reciente como la caída del Muro. Iba a hacer referencia al notorio acento alemán en el inglés a la hora de las posibles conversaciones, pero después he recordado que siendo española no tengo mucha legitimidad para dar lecciones de idioma.

Esta forma de entender el viaje tiene que ver con las diferencias entre ser un viajero y ser un turista. Aunque pueda ser una clasificación más que polémica, creo que Berlín es una ciudad que la evidencia a la perfección. En Berlín es difícil ser un turista, es casi imposible ver a tantos autobuses turísticos descapotados como en cualquier otra capital europea. La ciudad debe vivirse de otra manera, porque la superficialidad solo serviría para subir una foto a Instagram con unos bloques de hormigón de fondo. No sé si saben por dónde van los tiros, pero lo descubrirán más adelante.

Si son lectores asiduos a Distopía, sabrán que somos asistentes habituales al Festival de Cine Europeo de Sevilla. En la edición de este año, una de las películas-documental proyectadas quería evidenciar la banalización de la memoria histórica en las sociedades contemporáneas. Austerlitz, del cineasta bielorruso Sergei Loznitsa, mostraba en planos secuencia a cientos de turistas-paloselfie renovando sus perfiles de Instagram con sonrisas en campos de concentración frente al mítico letrero Arbeit macht frei, El trabajo os hará libres. En palabras de su propio director, cuanto más tiempo pasa hay menos memoria y en el futuro el Holocausto será una especie de cuento (El País, 2017).

La preocupación por cómo narrar el pasado para no cometer los mismos errores ha sido y es un debate fundamental en el seno de muchísimas ciencias: desde la historia al cine pasando por la arquitectura. Además, si sumamos esta idea a un país como Alemania y su reciente pasado sangriento nazi, tenemos la cuadratura perfecta para explicar qué significa la memoria histórica.

Tan sólo en Berlín existen más de un centenar de memoriales con el propósito de que los errores del pasado no caigan en el olvido. Berlín sigue herido de guerra y siendo consciente de su cicatriz la muestra al mundo para que recuerde. Y si podemos vivir, es porque podemos recordar. La memoria es vida, ¿o acaso el eterno bucle de no retorno de Clive Wearing puede considerarse vida?

Fueron muchos los memoriales que me impactaron de una ciudad que se abre en canal para recordarte que estás viva. Quiero comenzar por el más famoso, quizá conocido por los que leen estas líneas como el memorial al Holocausto. O, como dice su nombre correcto (y no es cuestión banal el matiz), Monumento a los judíos asesinados de Europa. Fue mucha la polémica que rodeó al memorial más famoso de Berlín debido a las quejas de diversos colectivos afectados también por la represión nazi. Su reivindicación pedía visibilidad para otras violencias, como las que se ejercieron sobre las personas con diversidad funcional. Todavía recuerdo la historia de una niña de 7 años torturada y asesinada por tener epilepsia en el campo de concentración de Sachsenhausen (el más cercano a Berlín). También las personas del colectivo LGTB, la comunidad gitana, etc. Hoy todos ellos cuentan con otros memoriales exclusivos en la capital germánica.

Sin embargo, el que acapara más miradas sigue siendo el monumento a los judíos asesinados de Europa. Y no sólo porque los judíos fueron los más represaliados en términos cuantitativos (da terror reproducir las cifras de asesinados), también por el monumento en sí mismo. Se vio envuelto en diversas polémicas más allá de su nombre y sus costes (28 millones de euros pagados por el gobierno alemán). Cuando el memorial estaba en construcción, saltó a la luz el escándalo: el monumento había sido recubierto con un producto llamado Protectosil, empleado para proteger al mismo de los posibles graffitis y la suciedad. Cual fue la sorpresa cuando descubrieron que la empresa que lo comercializaba era Degussa, colaboradora con el III Reich. ¡Estaban pagando dinero a una empresa amiga del régimen nazi para honrar a los judíos asesinados! Imagínense el escándalo. Las grúas y la construcción se pararon y se desató el caos más absoluto.

El arquitecto de la obra, Eisenmen, hizo de abogado del diablo admitiendo que Degussa había esclarecido su papel en el III Reich y había realizado donaciones al fondo de compensación de víctimas del Holocausto. “Al quitarle a Degussa el derecho a participar, permitimos que el pasado borre lo que ha hecho hasta hoy” (C.Noticias, 2003). Sin embargo, muchos aclamaban que era imposible poder explicar a una víctima directa o indirecta que el memorial que rinde homenaje a su familia represaliada había dado dinero a una empresa que ayudó a exterminarlos.

Es un debate de tal calado moral que haber estado involucrado en él habría sido una ardua labor. ¿Qué hacemos con todas esas empresas que, en su momento, apoyaron los regímenes más sanguinarios? Desde luego, la impunidad nunca sería una buena respuesta. Muchos afirman que deben leer la página negra de su historia y mostrarla al mundo en sus archivos y actos públicos, además de recompensar a las víctimas de las atrocidades que ayudaron a cometer.

Y esto es lo más interesante de Alemania. La lectura del pasado estremecedor para mirar al futuro. Pero tienes que leer, y además, hacerlo tú mismo. El arquitecto Peter Eisenman, creador del polémico memorial, lo evidenció cuando lo diseñó.

Eisenman habla de arquitectura e ideología. “Los componentes de la ideología moderna, vivienda e infraestructuras, se han perdido por la especulación y a nadie le importa. La gente se dedica a hacer centros comerciales. Los jóvenes de hoy parecen haber perdido la oportunidad de participar en proyectos que cambien el mundo. ¿Cuál es hoy la posibilidad de hacer una arquitectura de compromiso social? No es un museo ni la vivienda. […] No creo que nadie sepa hoy qué es la arquitectura. Sé que no es la estetización de la ideología (como intentaron los nazis), pero si la arquitectura es política, ¿qué pinta el componente estético? […] Pero la estética es accidental, inesperada, no el objetivo.”

Muchos se han preguntado y siguen preguntándose cuál fue el objetivo del memorial al Holocausto. La mayoría de gente al acercarse tiene una primera impresión: se trata de un cementerio. Sin embargo, el propio arquitecto negó esa opción. ¿Qué se siente o qué se piensa cuando caminas por cientos de bloques grises, de diferentes tamaños y alturas en una multitud de pasillos también dispares? Esta pregunta es la clave.

La genialidad del memorial de Eisenman es que te obliga a sentir y a pensar. No vas a encontrar una placa en la que puedas leer las cifras de los asesinados, como cuando los lees en un libro de texto pero sigues sin alcanzar la magnitud del desastre humano. El memorial te fuerza a que hagas un viaje introspectivo y te preguntes qué te hace pensar, qué sientes cuando caminas por él. Es lo conceptual del arte contemporáneo.

Muchos recordarán la obra viral del artista judío Shahak Shapira en la que combina fotos de turistas con imágenes reales de campos de exterminio.

Esta escalofriante idea es una patada en el estómago al pobre de Eisenman. Parece que su memorial no ha podido provocar emociones en muchos de los miles de turistas que se pasean a diario por él. Y eso que está vigilado por guardias de seguridad que te gritan si se te ocurre subirte de pie a un bloque, comer o beber bebidas alcohólicas.

Esta es la cara cruz de la moneda con la que decidió vivir Berlín tras su pasado. Obras como la mencionada recuerdan cuál es el propósito de la memoria histórica y porqué es tan importante no banalizarla con filtros de Instagram que demuestran que no se ha entendido nada.

Berlín te fuerza a que mires dentro de ti y de sí misma para que encuentres respuestas. Tomar conciencia de la memoria para estar viva. Berlín es la conciencia de existir.

Belén Martínez (@BelenLynx)

Bibliografía

Aguilar, A. (2017). “En el futuro el Holocausto será una especie de cuento”, El País.

Clarín Noticias (2003). “Alemania: polémica por un monumento a las víctimas del Holocausto”.