En 1962, el director Robert Aldrich se propuso adaptar a la gran pantalla una novela del escritor Henry Farrell con una historia un tanto truculenta: la historia de dos hermanas inmersas, casi, en la tercera edad; ambas fueron estrellas del espectáculo: una de ellas en su madurez, pero un accidente de tráfico la dejó postrada en una silla de ruedas y acabó con su excelente carrera interpretativa. La otra, una niña prodigio que, con el paso de los años, fue perdiéndose en el olvido para nunca más volver. Las dos viven juntas en una mansión, pero se odian a muerte… Tanto es así que la antigua niña prodigio (Jane) es capaz de hacerle la vida imposible a su hermana, ya que la culpa del ocaso de su carrera. Jane, cada vez más perturbada, tortura a su desdichada hermana que, postrada en la silla de ruedas, se ve prisionera dentro de su propio hogar sin encontrar solución posible a esa pesadilla diaria.
Hay historias tan crueles, tan tremendamente difíciles de narrar e interpretar, que pueden ocurrir dos cosas cuando un director se arriesga a ello: puede resultar ridículo, ya que es imposible que el espectador crea lo que está sucediendo; o bien se puede crear una química tal entre los actores, que la historia te hechice hasta tal punto que consigas entrar en la película, y seas capaz de sufrir como un protagonista más del film.
El caso que nos ocupa es, evidentemente, el segundo. El problema ahora sería el siguiente: cómo consigues esa química de la que hablábamos antes… Robert Aldrich dio con la solución. La incógnita que despeja toda la ecuación es sencilla: contrata a dos actrices para los papeles principales que se odien a muerte en la realidad, así no tendrán que fingir, simplemente, actuar como lo harían en la vida real… Si estas actrices son, además, dos monstruos de la interpretación como Joan Crawford y Bette Davis… ahí lo tenemos, te sale una película tan redonda como ¿Qué fue de Baby Jane?
Esta obra maestra del cine es realmente desconcertante, desasosegante, es una película de terror psicológico de principios de los años 60, solamente dos años después de que el maestro Hitchcock hiciera esa titánica película (por todo lo que conllevó, dentro y fuera de la pantalla) que es Psicosis, y que fue una de las pioneras en este tipo de género. Y todo se lo debe a ellas, a dos auténticas divas de la interpretación que encontraron su némesis la una en la otra. La historia de Joan Crawford y Bette Davis no se entiende casi la una sin la otra pero, irónicamente, fueron dos estrellas demasiado brillantes para refulgir en el firmamento del Hollywood de los años 40.
Robert Aldrich llamó a las dos, cuando ya se encontraban en franca decadencia (ambas rondaban los sesenta, demasiado precio para una actriz de Hollywood) y casi nadie se acordaba de ellas, para proponerles este proyecto. La interpretación que nos ofrecen no deja lugar a dudas, hay un viejo refrán que afirma “quien tuvo, retuvo” y se cumple a las mil maravillas en esta ocasión. Ambas, intuyendo que sería su último gran trabajo, se vacían física y espiritualmente para dotar a la historia de un realismo, de una química (como mencionábamos anteriormente) pocas veces vista en la Historia del Cine. Y es que parece que con sus papeles, estaban librando una batalla para conseguir el favor de crítica y público, quizá por última vez.
Tal vez ambas se tomaron sus papeles demasiado a pecho, famosas son las anécdotas que existen alrededor de la película: la Crawford se ponía pesas en muñecas y tobillos para hacer más realistas las escenas en las que Bette Davis debía cogerla y moverla de la cama a la silla de ruedas y viceversa (Davis sufría de la espalda, y era conocido por todos); o la paliza que proporciona Jane (Davis) a su hermana Blanche (Crawford), tan realista que le costó a esta última dos puntos y varias magulladuras…
Sea como fuere, las interpretaciones (verdadero punto fuerte del film), junto con la buena mano de Aldrich en la dirección, que nos va guiando poco a poco hasta sumergirnos de lleno en el mundo de pesadilla que viven estas mujeres, forjaron una película digna de ver una y mil veces, y que la hace estar entre mis “imprescindibles” sin lugar a dudas.
Una película extremadamente moderna en su fondo, tanto por los temas que toca como por el tratamiento de la violencia en una sociedad, como la norteamericana, que comenzaba a despertar del american way of life para darse de bruces con Vietnam.
Cuando Joan Crawford murió, su compañera de reparto, Bette Davis solo acertó a exclamar: «Nunca hay que decir cosas malas sobre los muertos, solo buenas. Así que diré que Joan Crawford ha muerto… ¡qué bien!». Anécdotas malévolas aparte, hay que felicitarse de que nos regalasen una actuación como la de la película que nos ocupa. Una relación difícil entre dos actrices que suman 14 nominaciones a los premios Oscar (11 de la Davis). Un duelo interpretativo en toda regla entre dos actrices inigualables y que, como dice el epitafio de Bette Davis, prefieron hacerlo “a la manera difícil”.
Carlos Corredera
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