Poco podría imaginar el escritor y crítico musical Nik Cohn que, cuando fue publicado su reportaje Ritos tribales del nuevo sábado por la noche en el New York Magazine en 1975, acababa de plantar la semilla de uno de las grandes estampas de la cultura pop. Tampoco sería muy consciente el director John Bahdam, con tan solo una película a sus espaldas (Los Lingo Long, equipo de estrellas, 1976) y varios trabajos para televisión, que con un guion escrito por Norman Wexler que adaptaba la historia de Cohn, iba a estrenar en 1977 una película icónica de los años 70. Aunque menos aún podrían soñar los hermanos Gibb que sus canciones (falsetes incluidos) se convertirían en la banda sonora por antonomasia de una generación vestida con pantalones de pata de elefante, toneladas de gomina e iluminados por bolas de discoteca. Acababa de nacer un mito. Acababa de nacer Fiebre del sábado noche.
Fiebre del sábado noche, que tiene en su DNI la friolera de cuarenta años a sus espaldas, podría ser considerada una de las películas más conocidas y menos visionadas de la historia del Cine. Se encuentra en ese selecto club de historias que son (en teoría) archiconocidas para el gran público, de las que todos poseemos unos fotogramas en la memoria (¿quién no ha visto al agente Deckard y a Roy Batty empapados por la lluvia en Blade Runner? ¿Quién de nosotros no ha visto a Rick bebiendo junto a Sam en su café de Casablanca? ¿Acaso no reconocen a Don Corleone sentado, escuchando en la penumbra, mientras atiende como El Padrino la petición de un pobre hombre destrozado en la boda de su hija?). De igual modo que estos ejemplos, estoy prácticamente seguro de que reconocerían a Travolta meneando el esqueleto al ritmo de los falsetes de los Bee Gees. Pero… ¿de verdad tenemos ciertas películas tan insertadas en la memoria a largo plazo que creemos conocerlas? ¿Hasta qué punto podemos hablar de Fiebre del sábado noche sin entrar en los “típicos tópicos”?
Fiebre del sábado noche cuenta la historia de Tony Manero (John Travolta), un jovencito que trabaja en una ferretería, descendiente de una familia italoamericana de un nivel social medio-bajo, formada por una abnegada madre que cuida de un marido desempleado y con dos hijos: uno de ellos, como buen italiano, sacerdote católico; el menor, esta suerte de joven con un oficio pero casi sin beneficio que vive exclusivamente para los sábados por la noche, cuando se olvida de todo bailando en una discoteca de nombre “kubrickiano” llamada 2001.
Si nuestro análisis queda ahí, la película es lo que todos tenemos en la cabeza: algún que otro baile, muchos trajes horteras y casi dos horas de ambiente discotequero que hacen vivir en un éxtasis permanente a ese simpático (y decadente) personaje de Los Simpsons llamado Disco Stu. Pero, en honor a la verdad, Fiebre del sábado noche es mucho más que eso. Hay películas que, pretendidamente, desean hacernos reflexionar; otras, se ruedan con petulantes diálogos forzadamente metafísicos porque nacen con ínfulas de grandeza… y otro grupo, sencillamente, son más de lo que parecen a simple vista. Este último grupo tiene en nómina a la película que nos ocupa hoy.
Calificar a Fiebre de sábado noche dentro del género “musical” parece que asusta un poco a ciertos puristas del género. Si entendemos por musical una película salpicada por numerosas escenas de música y baile, esta película se nos escapa… Si bien es cierto que posee números musicales en la psicodélica pista de baile de la discoteca (una protagonista tan importante como los de carne y hueso) no es una película de género musical al uso. Quizá ese se convirtiera en uno de los puntos fuertes que consiguieron hacer del film que nos ocupa una película tan impactante en su momento. A finales de los años setenta el musical puro era un género olvidado. Demasiado lejos quedaban las grandes obras musicales donde Gene Kelly chapoteaba bailando con una sonrisa de oreja a oreja y donde los protagonistas, a pesar de ciertas dificultades, tenían final feliz… Es curioso cómo, casi siempre, se utilizaba este género para guiones ciertamente “ligeros” y amables que ayudaban a evadir al espectador de sus problemas cotidianos. He ahí el primer acierto de Fiebre del sábado noche: sin ser un musical puro, traslada una temática callejera, de la vida diaria a este género, sin encorsetarse en axiomas indiscutibles (como la propia palabra da a entender). “No están hechas las películas para los géneros, sino los géneros para las películas” aunque a veces nos encante clasificarlas solamente en uno.
Precisamente las últimas ideas del párrafo anterior nos introducen el segundo gran acierto de John Badham: la tématica de la película. Fiebre del sábado noche nos muestra un retrato sin maquillaje de cierto tipo de juventud existente en esa época: jóvenes desencantados y ciertamente vacíos que viven para una noche, enfocando toda su existencia a ese momento en el que se encuentran en la discoteca para ser “alguien” durante unas horas. Un gran carnaval que se repite, de un modo cíclico, cada siete días. Una juventud que convive con la violencia, los problemas raciales y de género y el sexo, y que interactúa casi simplemente de fin de semana en fin de semana… ¿De verdad es esto tan “desfasado”? ¿No podría ser el retrato, más o menos desdibujado, de algunos jóvenes de cualquier ciudad o pueblo de nuestra España en la actualidad?
Y aquí llega el tercer gran acierto de la película: encontrar un actor capaz de mostrar esa vacuidad del ser humano en ciertas etapas de su vida. Y lo encontró en un John Travolta que hizo la mejor interpretación de su vida. Su Tony Manero ha quedado por los siglos de los siglos como un icono no simplemente del Cine, sino de la cultura en general: ese típico chulo de discoteca, que es un perdedor en la vida real, pero que se cree el rey del mundo en su pequeño universo de luces de neón; donde no se habla ni se hablará jamás de temas profundos, pero donde, además, jamás se echarán de menos esos temas de conversación. Él es feliz en su pequeño paraíso simplista hasta que conozca a Stephanie, una joven también de Brooklyn pero con “aspiraciones”: tiene un sueño llamado Manhattan… El amor que él le profesa lo anima a ser mejor, a replantearse una vida que parecía plena cada vez que se ponía gomina en el pelo y se hacía el rey de la pista pero que descubre vacía en la realidad. Stephanie es la joven que desea crecer, salir de ese ambiente asfixiante para desarrollar el “ser” en toda su plenitud; y se convertirá en la principal razón por la que Tony Manero iniciará un viaje hacia la madurez que no estará exento de curvas y peligros. Si alguna vez tuvo John Travolta la oportunidad de ganar un Oscar de la Academia fue esa, aunque finalmente lo perdió frente a Richard Dreyfuss por su interpretación en la película La chica del adiós. Resulta irónico que un papel con otro baile mítico en la magistral Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994) le valiese otra nominación (sin premio otra vez, por cierto).
Todo lo anterior conforma unos mimbres que, bien tejidos por John Badham y aderezado por una banda sonora donde los Bee Gees tienen la voz cantante (aunque no la exclusividad) dieron lugar a una película notable, aunque muchos quizá lo sepan. Ver Fiebre del sábado noche ahora nos empujaría a decir esa tan manida frase de: “ha envejecido mal”, sin entender que hay ciertas películas que no se comprenden si no es dentro de un período y unas circunstancias determinadas. No es que esta obra haya envejecido mal o no haya soportado el paso del tiempo, es que es hija de una época muy característica de la sociedad; y como cualquier obra de arte, se entiende teniendo en cuenta todo lo que hubo alrededor.
Una película que marcó a toda una generación y de la que todo el mundo ha oído hablar aunque sea una gran desconocida para una gran parte del público. Una película que es más de lo que parece en un principio, y que merece la pena ver, al menos, una vez en la vida. Una película que desde el inicio, mientras suena Stayin´alive hace que muevas los pies y quieras marcarte un Travolta en el salón de tu casa mientras nadie mira. Es un mito; es Fiebre del sábado noche… y sigue viva, para siempre.
Carlos Corredera (@carloscr82)
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