Hay una Europa que echa de menos a Monnet, a Schuman y De Gaulle. A Thatcher acabando con los sindicatos y a Scholl inventándose una moneda para fraguar el viejo anhelo germánico de que el sur produjera para el norte. Hay una Europa que se quedó en 1999, con el milagro español hecho a base de rezos a la deuda condonada a la Alemania Oriental que permitió con los créditos germánicos inflar burbujas por el Mediterráneo. Ese mundo del 99 donde abrazamos la bandera sin nación que más ha entusiasmado al cinismo intelectual de ese mundo que se hace llamar Occidente para creerse superior moralmente a lo que considera Oriente.
El Estado sin Estado. La no-nación compuesta de muchas naciones. El Estado normativo pero no legislativo. El Estado con ciudadanía pero sin igualdad legal para todos. El Estado del Bienestar razonando al Estado Nación y creando monstruos en su sueño.
Hay una Europa que quiere vivir como sus padres, con su utilitario en el garaje, su piso amplio o a poder ser casa adosada, su apatía política, sus hijos en colegio bien pero no privado que da mala imagen y peor conciencia, una hipoteca razonable y un bar al mediodía los domingos. Hay una Europa que sueña con el momento liminar en el que pasamos al siglo XXI y se agarra a él con fuerza. A las aspiraciones perdidas. A la derecha amable que hablaba catalán en la intimidad y pactaba con el nacionalismo que decía que la independencia era cosa del XIX. Al fascismo como algo reducido al ridículo de unos exaltados en campos de fútbol y una música cuanto menos cuestionable. Al alemán de camisa hortera en verano y lágrima fácil cuando le nombran el Holocausto.
Hace ya cien años de la Revolución Rusa y casi lo mismo del fin de la I Guerra Mundial. Han pasado casi dos décadas desde que el reloj se quedó parado para la mayoría de los europeos en sus aspiraciones, en el sueño de un Estado Economía en el que no hiciera falta pensar en derechos ni en libertades.
Y de pronto la semana pasada Merkel gana unas elecciones perdiéndolas. Las democracias de los estados-nación fueron diseñadas para evitar el ascenso de los partidos de izquierda (Schmitt dixit) que podían llegar a establecer un modelo donde el equilibrio de poderes fuera injusto. Antes Hannah Arendt había visto que el modelo de democracia liberal era perfecto para cimentar extremismos de izquierda y derecha con el fin de que la demagogia silenciosa, estructural, permitiera la hegemonía de los partidos autoproclamados moderados. Pero, ¿moderados para quién?
Schmitt criticaba precisamente que en aras del parlamentarismo liberal se atribuyera a la capacidad de discusión y diálogo la soberanía sobre los asuntos públicos. Se establecía así un modelo que estaba más próximo a acercar los principios de Jean Bodin sobre el absolutismo monárquico a la forma de actuar de las democracias modernas. Pensémoslo por un momento: dice Bodin que la soberanía (que él pone en manos de un Rey Absoluto) no puede estar limitada, “que es necesario que quienes son soberanos no estén de ningún modo sometidos al imperio de otro y puedan dar ley a los súbditos y anular o enmendar las leyes inútiles”.
Cambiemos en la ecuación a soberanía monárquica por nacional. Entonces hablamos de que una comunidad de individuos constituidos entorno a una idea sentimental y un constructo cultural (transitorio y en constante cambio por tanto) puede no tener límite. En un Estado normal, el límite lo pone la ley, pero si el espíritu nacional permite cambiarlas y saltárselas, el resto de poderes sirve de bien poco. El límite podía situarse, por ejemplo, en eliminar el concepto de “nacional” y aceptar el de “popular”, que también tiene su aquel a la hora de definir un concepto algo vago como el de “pueblo”.
No nos desviemos. El principio de nuestras democracias es la soberanía nacional. Pero contemplamos que puede haber muchas naciones y hasta que exista la “nación de naciones”. Esto último es imposible, claro está, porque el concepto nación es excluyente en sí mismo. En todo caso un Estado de Naciones como la UE. Claro que, precisamente en ésta, sus estructuras están limitadas por la existencia de férreas soberanías nacionales. Entonces, ¿podría ser la solución al carajal catalán apostar por un Estado de Naciones? ¿Una Unión Española? Ahora bien, más allá de la broma, ¿qué hacemos con Murcia? Es decir, no puede existir Estado de Naciones donde hay tres o cuatro que se autoproclaman como tales mientras otras han acabado reuniendo identidad a base de cultura administrativa.
La utopía, por tanto, de un estado federal asimétrico para España no parece viable. Aceptemos entonces el plan de un nuevo Estado Nación. Por definición, su soberanía de partida debe ser nacional, y por lógica ésta es excluyente. El proceso ha involucrado a la base popular, pero este modelo ya fue muy bien analizado por el mismísimo Marx cuando escrutó cómo la Revolución Francesa fue llevada a cabo de arriba abajo y no al revés. Pensar que de un nuevo Estado Nación puede surgir una república que no tenga los mismos dejes que España, Francia, Alemania, etc., es de una gran ingenuidad. Basta remitirse a la composición del propio Parlament donde la derecha, el centro-derecha y el centro (que al final es derecha también) dominan.
Buscar la creación de un nuevo Estado Nación no es un camino que parezca poder explorar nada que no se haya antes conocido. El propio funcionamiento de un modelo basado en ese tipo de principios va a suponer siempre una victoria para el cinismo político y una puerta abierta a que emerjan partidos alt-right. Aunque es cierto que la dinámica burocrática convirtió a la URSS en un estado donde la participación política era un mero trámite, las ideas iniciales de Lenin eran diferentes. En la etapa de Dictadura del Proletariado, los obreros debían tomar las decisiones y gobernar aliados con el resto de la sociedad. La diferencia con la democracia burguesa sería, de este modo, que las decisiones se adoptarían por consenso y para una mayoría. Concebía un Estado fuerte pero no excesivamente burocratizado para garantizar la participación en política, o al menos en las decisiones políticas, del mayor número de población posible.
Gramsci elaboró también sus teorías marxistas en las alternativas que ofrecía el propio marxismo. En los Cuadernos de la Cárcel elabora una teoría de la hegemonía donde concibe la política de forma novedosa, separando a la misma del Estado. En la política debían participar, bajo este concepto de hegemonía, no solamente las fuerzas obreras, sino todas las que integran un país. Es mérito suyo percibir que cerrar la participación política a algunos grupos sociales podía ir en menoscabo de los mismos principios de la revolución que se estaba proponiendo. Por desgracia, como es sabido, las ideas de Gramsci no fueron asumidas en los Estados que se designaron a sí mismos como comunistas, especialmente la URSS y China, aunque han conformado, en parte, ciertas estructuras políticas de la izquierda latinoamericana. Es interesante observar, además, que Gramsci comparte la vieja idea platónica y aristotélica de elevar el nivel cultural de la masa lo que legitimaría el propio gobierno establecido.
Que Merkel no pueda gobernar cómodamente en Alemania no sería una mala noticia si no fuera porque ha llegado a esa situación víctima de la estructura del sistema. Cuando la democracia y la soberanía se basan en la nación el voto oscila siempre hacia la protección de la misma por encima de consideraciones de clase. Cuando los estados europeos nacionales quedaron devastados por dos guerras provocadas (en gran parte pero no totalmente) por los nacionalismos su reconstrucción se cimentó en el llamado Bienestar. Eso, a ojos de Schmitt, fue lo que posibilitó que aparecieran agentes no vinculados a la política que tuvieran una gran influencia. Por ello defiende un “Estado total basado en la identidad de Estado y sociedad que no se desinteresa de ningún dominio de lo real y está dispuesto en potencia a abarcarlos a todos”. Se justifica así tanto la intervención del Estado en todos los aspectos de la vida del ciudadano como la concepción de la política como acción.
El cinismo liberal y luego neoliberal nos lleva al punto paradójico actual. El Estado no debe intervenir salvo para garantizar la ley, emanada de una identidad y soberanía nacional. Pero, por ejemplo en Cataluña, está reconocida su entidad nacional. Ergo, la ley que emane de dicha entidad (e identidad) no debería tener límites. ¿O entendemos que la nación española está por encima de todos? Sin embargo, el concepto nación es excluyente, ¿se impone entonces a los que no se sienten partícipes ya sean catalanes que no se sienten como tales o al revés? ¿se puede imponer la identidad nacional mediante la ley?
La finalidad de este pensamiento es sencilla: o conversión del enemigo político o su eliminación, llevando así a la victoria de un pensamiento único considerado como el beneficioso para la sociedad-estado según Schmitt. Porque, al final devendría la cuestión fundamental: si los estados se conforman mediante estructuras excluyentes como es la nación, el resultado siempre acabará decantándose de quienes practiquen la xenofobia y no el universalismo. El problema entonces no será ya 1999, sino 1984.
Fernando de Arenas
Recomiendo la lectura de Cicerón:
«Todo habitante de un municipio tiene dos patrias, una natural [la nación], la otra política [el Estado]. Consideramos como nuestra patria al lugar donde hemos nacido y también a la ciudad que nos ha conferido la cualidad de miembro [o sea, Roma]. Esta última es necesariamente el objeto de un mayor amor, porque ella es la res publica, el bien común de toda la comunidad. Por ella, debemos estar dispuestos a morir; debemos entregarnos a ella por completo. Todo lo que es nuestro le pertenece; todo hay que sacrificarlo a ella. Pero la patria que nos ha engendrado no deja de tener un dulzor casi igual y jamás renegaré de ella. Lo que no impide que Roma sea mi patria grande en la que mi pequeña está contenida por completo» (‘De Legibus’, II, 2, 5).