Hace pocos días se cumplían cincuenta años del estreno de una película que por unas u otras circunstancias ha pasado a la historia del cine: Cleopatra, de Joseph Leo Mankiewicz.

Si bien es cierto que las noticias, los reportajes y las críticas de los expertos en cine no han cesado en estos días celebrando dicha efemérides, no podía dejar pasar la oportunidad para mirar, bajo mi prisma personal, una película que tanto ha regalado al cine en general.

Cleopatra me evoca mi infancia, cuando todavía el cine era sentarme un domingo por la tarde, cruzando los dedos para que la película no fuese interrumpida por muchos cortes publicitarios, y merendar ante la pantalla del televisor mientras quedaba fascinado por la historia, los decorados… y me “picaba” ese gusanillo del conocimiento histórico que más tarde se convertiría en parte de mi vida. Hay dos escenas que recuerdo vívidamente de la película: Cleopatra presentándose ante César escondida en una alfombra enrollada; y la famosa escena de Cleopatra entrando al Foro Romano en una carroza con el arco de Constantino al fondo (anacronismo que duele solo de pensarlo).

cleopatra

Pero la obra de Mankiewicz es mucho más que eso; obviando el enorme anecdotario que arrastró: la enfermedad de Elisabeth Taylor, el traslado del rodaje desde Londres a Cinecittá en Roma, el “escandaloso” y tempestuoso romance entre Richard Burton y la Taylor… que hemos leído y releído en estos días, Cleopatra inspira dos reflexiones un poco más profundas: para empezar, esta película recuerda un modo de ser y de actuar en Hollywood. Elisabeth Taylor, Richard Burton, Rex Harrison eran auténticas estrellas. La concepción de la estrella hollywoodiense, con ese halo de divinidad que lo separaba de los mortales, con ese tan traído y tan llevado “glamour” del que se habla hoy día, no existe en la actualidad. Los actores y actrices de Hollywood se han convertido en hermosos maniquíes que, la mayoría de las veces, ni actúan, simplemente lucen “cuerpo serrano” ante la gran pantalla para deleite de jovencitas y no tan jovencitas, y tipos con exceso de testosterona y demasiada imaginación cuando terminan de ver una película. Hoy día tenemos artistas que se creen estrellas. Cuando uno vuelve a disfrutar con los más de doscientos cuarenta minutos de metraje del film de Mankiewicz se da cuenta de que personas como Liz Taylor o Richard Burton eran estrellas que actuaban… Piénselo, no es lo mismo. El orden de los factores en este caso sí que altera el producto.

La segunda reflexión que me pedía el cuerpo y se me vino a la cabeza cuando este fin de semana volví a ver esta película es la concepción de tiempo. Hollywood se ha convertido en una máquina de “sacar películas” como el que hace churros en una churrería. No se cuida, no se mima el detalle, el guión, la historia… Es todo tan sencillo como poner de fondo un croma y proyectar la imagen que desees. El tiempo es oro, y mientras más películas produzcas, mejor. No soy un iluso, no pretendo defender que el “Hollywood dorado” de los cincuenta y sesenta no quisiera ganar dinero, pero la forma era otra. Para muestra un botón: meses tardó Mankiewicz en rodar la escena de la entrada de Cleopatra en Roma. ¿saben por qué? El director no encontraba la luz adecuada para la escena… Ahí es nada, chúpate esa, Michael Bay.

Las películas de esa época tenían otro tempo narrativo, otro encanto, porque, como las catedrales medievales, no se hacían solo para el hombre, sino también para Dios.

Mankiewicz realizó un proyecto original de seis horas de metraje terminado, Elisabeth Taylor negoció un contrato de un millón de dólares, y la película, que inicialmente debía costar unos dos millones se fue hasta los cuarenta y cuatro millones al final del rodaje (en la actualidad serían unos trescientos cincuenta millones) y por poco hunde al imperio de la Fox, ya que el proyecto de volver a dar vida a la reina de un imperio decadente que intenta sobrevivir ante la expansión de Roma (que no era, ni mucho menos, una novedad cinematográfica) se convirtió en un pozo sin fondo en cuanto a presupuesto se refiere.

Todo ello convirtió a Cleopatra no solo en la obsesión de un director, sino que nos da la certeza de que, además de ser un despropósito en toda regla, esta película fue hecha no solo para que los directivos de la Fox ganasen dinero ni a mayor gloria de sus estrellas, sino que Mankiewicz realizó una película para el Cine. Bendito sea por ello.

Carlos Corredera