Les escribo esto mientras escucho Red Right Hand cantado por Nick Cave. La primera vez que lo escuché fue en “Ascensión”, el sexto capítulo de la segunda temporada de Expediente X (o X-Files que le quieren decir ahora que hablamos de las series en su título original porque nos han obligado a bajárnoslas para verlas bien y a tiempo). Yo no podía ver Expediente X, porque tenía entre doce y trece años, y Telecinco tuvo a bien programarlo en sucesivos disparates horarios que iban desde las diez de la noche a las tantas de la madrugada. Mis padres además no me dejaban verla porque se había anunciado a bombo y platillo en España como una serie “adulta”, casi de terror. Luego no fue para tanto. Sin embargo, yo me ponía a grabar canciones en casetes en el aparato de música que había junto al televisor y algo iba viendo.
En el episodio aparecen los elementos básicos de la serie. Vi por primera vez a Mulder en una desesperada búsqueda por salvar a Scully, secuestrada por un loco al que ha encontrado un implante de origen supuestamente extraterrestre. En mi cara casi me echó el humo El Fumador, el hombre que más cáncer acumulaba por centímetro cuadrado. Yo miraba de reojo, estúpidamente grabando canciones que sonaban en la radio porque no existía ni Internet ni la descarga de música y era la única forma de poder tener cierto repertorio. Hortera, pero repertorio. Tampoco existía Google, lógicamente, y no pude saber en ese momento qué canción era la que cantaba Nick Cave, ni saber que era Nick Cave. Junto a Mulder estaba Krycek, su antagonista, reunidos todos junto al Director Adjunto Skinner.
“Ascensión” es el capítulo en el que Scully es abducida. Ahí estaba todo, la era de las series en su primera revolución desde que Lynch introdujera Twin Peaks y cambiara la estética de la televisión. Para Mulder y para Scully, como para mí entonces y todos los que nos topamos en plena adolescencia con el pelo cardado de aquella agente pelirroja, sus hombreras, la obsesión por el sexo de un Mulder socarrón y obsesionado por la desaparición de su hermana, para ninguno de nosotros existía el mundo que ahora existe. Y sigue sin existir cuando uno, de vez en cuando, pone algún DVD de la serie. Porque éste que les escribe tiene una caja hecha a mano por su hermano donde almacena todos y cada uno de los discos de Expediente X. Todos los capítulos.
Gracias a Telecinco y a haberme desarrollado como adolescente en los 90, no pude ver más que capítulos sueltos. Me enganché desde aquel “Ascensión”, me compré un casete de diseño horrible pero de canciones maravillosas llamado Songs in the Key of X donde se recopilaban las mejores canciones de las dos primeras temporadas. Imagínenlo. Hoy acabamos de ver un capítulo y si no han puesto el móvil cerca no importa, alguien habrá colgado ya la lista de canciones y enlaces a sus vídeos en Youtube. Pero en 1995 yo tuve que ir al Continente (ahora lo llaman Carrefour, también nos ha dado por llamar por su nombre original a los supermercados) y pagar 600 pesetas por el casete. Supe entonces que Nick Cave, Rob Zombie, Soul Coughing, eran nombres de gente que hacía música de verdad.
Dejé de grabar casetes con música de los 40 Principales donde nunca iban a poner nada de Nick Cave o de Elvis Costello, y empecé a comprar cintas VHS para grabar Expediente X. Pero no pude ver las cuatro últimas temporadas porque Telecinco no sólo programaba, inexplicablemente para una serie con bastante audiencia, a las tantas sino porque no respetaba los horarios y una vez acabé grabando un programa extraño donde se mezclaban ideas tan estupendas como un supermercado, un concurso y mujeres que enseñaban las tetas a la menor ocasión como parte del concurso.
Años después yo tenía mi propio sueldo y al fin alguien decidió sacar una colección de DVD por fascículos con toda la serie. Mi hermano y yo nos la zampamos a razón de capítulo diario durante dos años. 202 episodios. Algunos tan memorables como el de José Chung, toda una forma de parodiarse a sí mismos. La grandeza de Expediente X residía ahí, en que era una serie que un día te ofrecía terror, y en 24 horas estabas viendo un capítulo propio de una serie de humor, con la misma cintura que seguía luego con un episodio digno de un gran thriller, otros de luces brillantes en entornos inquietantes como en el barrio de “Arcadia”, y al día siguiente intuías algo entre la maleza oscura o la ciudad lluviosa. Una temporada que podía empezar con virus que hacían envejecer a los agentes y terminar con un musical de zombies. Expediente X era capaz de ofrecerte cosas que, en cierto modo se echan en falta a algunas series hoy en día.
Si uno deja fuera a Fargo y alguna más, el resto suelen tener una línea muy directa y una estética concreta. Es cierto que ni a The Wire o a Breaking Bad se les podía pedir algo diferente porque su ritmo y estilo les imponía, como sucedía en Los Soprano, una personalidad marcada, propia. Pero la mediocridad de tantas y tantas series del formato Fox de los 90 y la primera década del siglo XXI, como 24 (aunque las temporadas 1, 3 y 4 son francamente buenas), CSI y todas sus insufribles franquicias, que hicieron que aquella revolución de Lynch quedara reducida a lo que ahora se llama el formato HBO. Un formato en el que también han ido naufragando algunas como Dexter, de forma además bochornosa. Expediente X tuvo el valor, al menos de mantener el tipo durante 9 temporadas, quitando incluso de en medio a Gillian Anderson y David Duchovny para poner a un Robert Patrick que no solo fue solvente sino que nos dio capítulos realmente buenos.
Es evidente que en 202 capítulos hubo mucha morralla, es indudable. Sin embargo, el carácter metamórfico de la serie hacía difícil aburrirse porque cuando menos te lo esperabas estabas de nuevo frente a algo que situaba al espectador en lo insólito. No me refiero a hombres que comen tumores para sobrevivir, sino a situaciones como el que quizá sea uno de sus mejores capítulos, “Conduce” (con guion cómo no de Vince Gilligan) donde Mulder no puede dejar de conducir un coche apuntado por alguien que sufre de dolores de cabeza intensos y que, si para, verá cómo su cabeza estalla. Así de sencillo.
Episodios como “Conduce” o en “Nothing important happened today” eran tal vez la auténtica marca de la casa: situaciones simples donde lo inquietante es lo cotidiano, lo que está dentro de nosotros. Como el monstruo bajo la cama al que el niño teme, por la cercanía, porque es tan absurda su existencia cuando segundos antes con la luz no estaba que, precisamente por ese absurdo, vemos justificada su existencia.
Expediente X introdujo también otra cosa. Sus protagonistas no son hábiles agentes del FBI en el manejo de armas, de defensa personal y de habilidades más allá de tener una formación habitual para su cuerpo y ser, al menos, brillantes académicamente. Suelen sentirse impotentes en sus investigaciones, se frustran en caminos que no llevan a ninguna parte y a veces llegan a ser sustituidos por otros manifiestamente mediocres. En ese sentido, la serie se adelantó a un mundo como el nuestro donde los protagonistas pueden ver destrozada su perfección. No se engañen, no es matar al personaje. Eso es lo fácil. Lo difícil es vivir con la carga de haber fracasado. Piensen en House, o piensen en el final de la segunda temporada de The Knick.
Eran los héroes del mundo posterior a la Guerra Fría, sumergido en la paranoia de los enemigos que no podíamos ver porque el Gran Enemigo Ruso había desaparecido. Emergían entonces los fantasmas de la naciente Internet, de lo intangible, de aquellas cosas que nos podían sorprender desde otros frentes. Un mundo que ha desaparecido mucho más rápidamente que los anteriores porque la tecnología ha sido absorbida por nuestra cultura (y nosotros a su vez absorbidos por la tecnología) y los fantasmas han tomado el cuerpo del terrorismo financiero y fundamentalista.
Frente a esos fantasmas, Expediente X ofrece la nostalgia que vemos en Mulder, en su oficina subterránea y su aspecto de colega algo pasado de vueltas que planifica el caso con un proyector de diapositivas. Cuando pienso en la tecnología de CSI me da la risa. Cuando imagino a Mulder encendiendo su proyector tengo una sensación de continuidad porque, en su retrofuturismo, es mucho más humano porque está lleno de lo que Mulder es y pretende ser. El retrofuturismo de Expediente X es una forma de anticipar el futuro mediante el recuerdo de cómo era nuestro presente cuando se generó la fina línea que nos ha traído hasta este instante.
Hace unos meses vi Snowpiercer. Me pareció una película lamentable, con más intención que resolución. A pesar de ello, introducía una visión dickensiana de la realidad utilizando un futuro con una tecnología que nos podría llegar a parecer atrasada pero moderna al mismo tiempo. Sucede algo semejante al ver la tecnología que se ve en The man in the high castle. ¿Saben quién entendió lo que Expediente X podía aportarnos? Nolan, el Nolan de Origen y de Interstellar entiende que lo humano está en lo intangible y que aquello que nos hace cáscara, la carne, las necesidades, son las mismas que las de cualquier máquina.
Los agentes Mulder y Scully buscan cosas tangibles, “hombrecillos verdes”, la hermana perdida, la conspiración, porque buscan con ello establecer un vínculo entre lo que el ser humano hace y aquello con lo que lo hace. Un mundo donde existen linternas para iluminarnos bajo la cama y ver que no hay monstruos, y no podríamos usar el móvil para hacerlo porque antes buscaríamos en Internet sobre la posibilidad de que haya o no monstruos. La linterna es lo que Expediente X deja en nuestras manos, la búsqueda de la verdad atreviéndonos a navegar entre la oscuridad, en lugar de naufragar en la ceguera de la luz.
Aarón Reyes (@tyndaro)
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