En uno de los capítulos más brillantes (casi siempre lo más breves, los menos aspirantes a filigrana) de El Rey Pálido de David Wallace un grupo de amigos ya entrados en la cuarentena se dedica a rememorar aquellos maravillosos sesenta. La conversación comienza como tantas otras: el nombre de un grupo de rock por aquí, una anécdota social por allá, un recuerdo familiar por acullá. En un momento dado uno de los amigos, el de mayor edad, el “culturalmente consciente” durante aquella época, aclara que nadie empleaba expresiones como enrollado o tronco, que su uso solo demostraba un intento triste y desesperado por formar parte de la contracultura manteniendo como único contacto los informativos de la CBS. Que una cosa es tener discos de los Beatles y decir que algo es muy Beatle y otra muy distinta haber estado allí. Que, hablando de drogas, la idea de que los sesenta fueron la época del LSD en Estados Unidos es una falacia como un tren: el LSD se limitó a un reducto de la costa Oeste y, ocasionalmente, a Boston. El resto del país ya le daba a la metanfetamina y a drogas alucinógenas de diseño en 1967.
“Y para el 67 los años sesenta ya se habían acabado” sentencia el tipo más viejo.
Para los nacidos una semana antes de la caída del muro de Berlín, los 80 son el molde de escayola de todo lo que rescataríamos de los 90 cuando empezamos a ser eso que el personaje de El Rey Pálido llama “culturalmente conscientes”.
Por alguna razón mi primer recuerdo social grabado a fuego de la última década del siglo XX es Aznar estrujándole la mano a Ana Botella en el balcón de Génova, celebrando el albor de una era de Derechismo Nuevo Pero No.
Igual que Ciudadanos, solo que por aquel entonces los sábados por la noche uno podía cenar viendo a Rick Moranis en Cariño He Encogido A Los Niños en lugar de a redactores jefe haciendo de Rick Moranis en un debate.
Y como el primer resplandor de este hermoso mundo me golpeó en la frente con la caída del muro, cualquier acontecimiento anterior a 1997 es poco menos que un mito. Toda la historia de la Historia se basa en los mitos.
Es más: nuestra historia personal sigue los ritmos y los bailoteos retóricos de las leyendas. Hechos distorsionados por memorias que creen acertar en detalles inventados, engastados en mitad de frases a medias donde destacan tres o cuatro palabras, tres o cuatro sonidos, tres o cuatro imágenes pintadas con trazo grueso. Y en base a ello, juzgamos y contamos y en el nuevo relato, más deformación.
Por eso, qué quieren que les diga. No tengo la menor idea de qué fue la Guerra de Vietnam. No importa cuántos libros apergaminados o de reluciente impresión nuevecita bajo firma Mondadori pueda leer sobre el asunto. Da igual cuántos académicos, herejes, profetas de la imagen o mendigos de la letra digital arrojen luz sobre el asunto. Uno puede reflexionar sobre el concepto guerra. Uno puede reflexionar sobre el concepto Voy A Mandar Tropas Porque Me Sale de la Punta. Uno puede ponerse la chaqueta de tweed para teorizar con voz de comer avellanas lo equivocados que estaban los analistas de la época creyendo que el gran propósito de la Unión Soviética era expandir su comunismo.
Al final toda historia es una historia moral.
Una historia sobre encontrar, tener, cultivar una moral.
Por ejemplo: sé que la guerra es una puta mierda. Una puta mierda frecuentemente justificada por relativistas históricos, elevada a la categoría de erección nacional por los mal llamados revisionistas, un encogimiento de hombros cobarde para los cínicos tumbados en forma de ele sobre un butacón. Nada que implique sangre y mentiras encuentra una sola justificación sólida o inteligente o ambas. Por separado quizá. Pero juntas, nanai.
Pero también sé un par de cosas más.
- SÉ QUE EL PEQUEÑO DIETER NECESITA VOLAR
Una de mis películas favoritas de Herzog, Little Dieter Needs To Fly. Curiosamente, todavía no he encontrado a nadie a quien se la haya mencionado que la haya visto. Tampoco a nadie a quien se la haya recomendado y que haya terminado viéndola.
Dieter Dengler fue niño de la guerra en Europa. Los cazas bombarderos americanos redujeron su casa a cenizas mientras se abrían paso hacia Berlín. Quizá su familia quedara comprensiblemente traumatizada de por vida, pero lo que es al pequeño Dieter la visión de aquellos aviones lo marcó para siempre. Podrían estar volatilizando la caseta del perro de su vecino. Podrían acabar de meterle un trozo de metralla del tamaño de un taco de billar a su amigo del colegio. No importaba. La estampa de aquellos cacharros sobrevolando el pueblo condicionó el centro de todas sus aspiraciones. A los dieciocho emigra a los Estados Unidos, trata de alistarse en las fuerzas aéreas, no lo consigue, se alista en la marina y de allí pasa a un portaaviones y de allí a pilotar un Douglas A-1 Skyraider. Ni siquiera había despegado más de cinco veces en toda su carrera cuando, el 1 de febrero de 1966, fue derribado cerca de la frontera de Laos con Tailandia. Finalmente, acabó siendo capturado por el Pathet Lao.
La historia de Dengler es sumamente interesante. E instructiva. Uno aprende cómo librarse de unas esposas, habilidad que me parece de lo más práctica. Sin embargo, no dejaría de ser otra historia de prisionero de guerra si no fuera porque en Little Dieter Needs to Fly Herzog condensa mejor que en ningún otro de sus documentales toda la filosofía que ha caracterizado a su obra.
A Herzog le encantaba el relato de Dengler pero a la cadena que produjo la película, la ZDF alemana, le preocupaba de igual manera introducir recreaciones sacadas de la escuela Los Crímenes Más Horrendos de América. Herzog se negó en redondo. Si no bastaba con imágenes de archivo ni con la visita a la fascinante casa de Dengler ni con ese prólogo donde el piloto supuestamente acude a hacerse un tatuaje y termina explicando cómo es realmente el dragón de sus visiones, entonces, si, la ZDF tendría sus pantomimas.
Protagonizadas por el propio Dieter. En la misma selva en que fue capturado. Con dos pobres laosianos apuntando al piloto mientras lo arrastran selva adentro atado a un tronco de bambú. Es justo entonces cuando la imposición de la productora y las salidas acróbatas de Herzog dan como resultado lo que siempre he admirado de su cine, el regalo que las diez mil millones de horas de cine verité no pueden ofrecer al espectador. En un determinado momento del viaje, con Dengler explayándose a cámara sobre la devoción creativa que los guerrilleros le ponían a encontrar nuevas formas de torturarle a él y a sus compañeros por el camino, el piloto interrumpe su discurso, mira al joven laosiano con el AK en la mano y le echa el brazo por el hombro para tranquilizarlo. Para comentarle con una sonrisa que todo aquello ya pasó y que ellos, ahora, en 1997, son colegas.
Al final, claro, Dieter escapó de su cautiverio. A un precio bastante alto.
Al final del final Dieter terminó pegándose un tiro detrás del parque de bomberos situado junto a su casa cuando los síntomas de la esclerosis lateral amiotrófica lo dejaron en una silla de ruedas.
- SÉ QUE ROBERT MCNAMARA ES UN PSICÓPATA
Siendo secretario de Defensa no es que haya descubierto la pólvora precisamente. Gracias a Errol Morris y su The Fog of War, uno aprende que el mismo tipo que estuvo involucrado en el bombardeo de Tokyo durante la Segunda Guerra Mundial, ese que convirtió en mina de lapicero a aproximadamente 100.000 japoneses, el mismo tipo luego se convirtió en secretario de Defensa de la administración Kennedy.
No es un currículum demasiado escandaloso para un community manager de la guerra de aquellos años. La parte complicada de las declaraciones de Mcnamara llega cuando admite en un amago de titubeo que bueno, que quizás el detonante de la Guerra de Vietnam fue más que discutible. Que quizás aquel segundo famoso incidente naval en el golfo de Tonkin nunca ocurrió.
Minutos después, tras asimilar lo que acaba de decir, vuelve a apelar a la niebla de la guerra, el lema que no justifica nada pero relativiza todo, exactamente como haría Donald Rumsfeld con sus “certezas no conocidas” una década más tarde en otro documental de Morris.
- SÉ QUE UN MONJE NO SE QUEMÓ A LO BONZO POR LOS AMERICANOS
Concretamente Thich Quang Duc, un monje budista de 66 años. En realidad el buen hombre protestaba por las políticas de represión religiosa practicadas por el presidente de Vietnam del Sur, Ngo Dinh Diem, fervoroso católico de misa diaria y bandera vaticana bien alta durante los actos oficiales. Redujo el budismo a una práctica privada, expropió tierras a favor de la Iglesia Católica Survietnamita, el mayor latifundista del país por aquel entonces, excluyó del deber de corvea a los campesinos católicos y, una vez iniciado el conflicto con el norte, repartió armas y provisiones únicamente entre los pueblos y aldeas devotos de la Virgen María. A la que, por cierto, no mucho antes se había consagrado el país vía constitucional.
En un país donde entre el 70 y el 90 por ciento de la población seguía los pasos del príncipe Gautama, todo lo anterior no parecía la estrategia más brillante para mantenerse en el poder.
O para mantener la cabeza entre los hombros.
Es por ello que Malcolm Browne, fotógrafo y corresponsal de Associated Press en Indochina, capturó la escena no de una flamígera protesta anti-americana, sino más bien anti Ngo Dinh Diem.
A lo que la primera dama survietnamita respondió con el compromiso de llevar mostaza a la siguiente barbacoa budista.
No es broma.
- SÉ QUE EXISTE UN LIBRO LLAMADO “ÁRBOL DE HUMO” QUE TRATA DE LA GUERRA DE VIETNAM
Pero no me lo he leído.
En cambio sí que he devorado otro libro del mismo autor, Denis Johnson: “Sueños de trenes”.
Una novela corta tan desprovista de ironía, tan divertida en su lenguaje seco y cortante, tan sincera en su descripción conscientemente limitada de un tipo cualquiera nacido en la América profunda de principios de siglo, tan emotiva en la sencillez de las conversaciones, los deseos, los imprevistos y la irrupción de niñas-lobo que, en fin, merecía la pena meterlo aquí.
SÉ QUE UNA DE LAS PELÍCULAS MÁS RIDÍCULAS SOBRE VIETNAM LA DIRIGE JOHN WAYNE
Y la protagoniza John Wayne.
Tan mayor y tan en baja forma que resulta difícil creer que el pobre hombre pudiera saltar en paracaídas o secuestrar a ningún coronel norvietnamita sin romperse la cadera. Especialmente teniendo en cuenta que la media de edad entre los oficiales norteamericanos destacados en Vietnam a duras penas superaba la treintena.
Boinas Verdes después de todo es el resultado de lo que se conoce como el Jansenismo Iluminado del Actor: debe rodar una película por acción y efecto de una voz que ha apartado las nubes del firmamento y le ha reclamado dos horas y media de señores mayores que jamás fueron a ninguna guerra frunciendo el ceño, llevándose las manos a la cintura y midiéndose verbalmente los genitales. Eso sí, solo por la bellísima carátula de la edición en VHS de Boinas Verdes, con un John Wayne a medio camino de alguien a quien están practicándole un tacto rectal con una lima y alguien que acaba de ver su casa ardiendo, ya merece la pena.
Hasta la guerra merece la pena.
- SÉ QUE LOS NORTEAMERICANOS NO LUCHARON CONTRA VIETNAM DEL NORTE
En realidad fueron norcoreanos luchando contra australianos, quienes a su vez luchaban contra la amenaza del Pathet Lao, quienes a su vez se liaban a tiros contra los Montagnard (campesinos de las tierras altas del centro de Vietnam), quienes a su vez la emprendían contra las milicias nacionalistas, quienes a su vez se la tenían jurada a las milicias católicas, quienes a su vez se zurraban con el Vietcong, quienes a su vez le plantaban batalla a las tropas surcoreanas, quienes a su vez eran bombardeadas por la aviación norcoreana, quienes a su vez ayudaban a los Jemeres Rojos camboyanos, quienes a su vez ponían entre las cuerdas a los franceses, quienes a su vez seguían reprimiendo cualquier culto budista y, a la vez, fueron traicionados por las bandas de gángsteres de Saigon camelados por la CIA para obtener el control de la zona en los 50, quienes más tarde también se la jugarían a los americanos porque eso es lo que hace el crimen organizado.
Por eso, en definitiva, solo sé que apenas sé nada sobre la Guerra de Vietnam.
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