La siguiente pregunta admite una respuesta por cada partido político, jurista y cuñado de este país, ¿existe división de poderes real en el estado español? Existe el peligro de responder a esta pregunta cayendo en la tentación de citar a Montesquieu hasta para pedir una de bravas. Tanto él como Locke tenían claro que las decisiones a adoptar en un país no podían residir en un poder concentrado sino que debían estar autocontroladas mediante un sistema equilibrado. El problema de nuestra perspectiva actual es la existencia de EEUU, el primer país que adoptó este modelo en 1787 y que, prácticamente desde entonces, se ha mantenido inalterable dada la consunción de intereses entre los dos partidos gobernantes y la red satelital de intereses lobistas alrededor del Congreso.
De acuerdo con Montesquieu, la libertad era la aspiración suprema de todo Estado y su defensa debía hacerse «contra» el poder, ya que es este el mayor interesado en coartarlo. El poder, pensaba, solo puede ser controlado por otro poder, siendo por tanto la única forma de hacerlo la generación de otro por división. Como es sabido, formuló su idea basándose en el funcionamiento inglés y generó un modelo basado en un Poder Legislativo que elabora los leyes mediante representantes del pueblo, Poder Ejecutivo que recae en un Presidente (repúblicas presidencialistas) o un Jefe de Gobierno (sistemas parlamentaristas) y Poder Judicial para solucionar los conflictos derivados de la generación y aplicación de las leyes, siendo por tanto un poder no estrictamente político.
La libertad, con este modelo del XVIII, se restringe al marco de la ley que debe ser fruto del acuerdo de la soberanía popular representada en las Cortes. Por tanto, si no existe una verdadera representación de esa soberanía porque se han conculcado los derechos en función de sistemas electorales que falsean la realidad del voto, las leyes que emanan de esos parlamentos restringen las libertades de aquellos cuyos representantes se ven imposibilitados para ejercer su representación. El propio Montesquieu alertaba que los poderes públicos tienden a abusar de su posición, haciendo necesaria la existencia de leyes que arbitren las estructuras de poder para introducir correcciones a esas fallas del sistema. El problema, que planteaba Rousseau, es que de cualquier modo, la representación del poder ya implica de facto una alienación del mismo ya que resulta muy difícil no introducir entre representante y representado un muro de intereses. Se trata del embudo político: la comunidad que elige a su representante no es homogénea pero parte de unos mínimo comunes para elegir a una persona que si tiene plenitud de intereses. Dicho de otro modo, la masa electoral renuncia a parte de sus aspiraciones mientras que quien los representa busca más aspiraciones de las iniciales, lo que lo separa de los electores.
Este problema planteado por Rousseau tiene difícil solución si lo pensamos bien porque todo se reduce entonces a esperar honradez por parte de los representantes políticos y, al mismo tiempo, honradez por parte de la estructura política que les deje actuar.
Una posibilidad es la que suscita la propia Constitución Española. No la mejor ni la más perfecta pero quizá si la más idónea. Nuestra ley fundamental diferencia entre Funciones y Poderes. Tengamos en cuenta que la teoría de división de poderes de Montesquieu se elaboró teniendo en cuenta la especialización de instituciones según la actividad política y buscando un respaldo jurídico para ellas con el fin de equilibrar los intereses. Sin embargo, el mundo en el que surgió este modelo es muy diferente del actual puesto que, aunque es evidente la aparición de una «clase social política», la convergencia de intereses entre ciudadanía y política es mucho mayor que en el siglo XVIII, qué duda cabe. Es más, si se analizan los datos de corrupción y aceptación política de España, por no irnos más lejos, vemos que la masa de electores se muestra tolerante con la misma siempre y cuando exista una cierta cobertura de los intereses propios y se permita un cierto grado de corrupción a la ciudadanía.
En cambio, el problema de las funciones del Estado no va en la línea de la estructura, sino de las circunstancias históricas y culturales donde surge ese Estado. En un modelo constitucional como el nuestro, un Poder es un órgano que realiza una función esencial de la actividad estatal, y es ése el motivo de que la función legislativa se asigne al poder legislativo, la ejecutiva al ejecutivo y la judicial a los órganos competentes en la materia. Pero los poderes no deben ser confundidos con las funciones. Es por ello que existe de hecho una intervención de los poderes en las funciones sin división: el ejecutivo redacta reglamentos y normas de rango inferior ejerciendo así poder legislativo; éste, a su vez, interviene en el gobierno mediante el control parlamentario; el judicial puede llegar a actuar como corrector de la normativa emanada de un parlamento cuando no se atenga a factores como la Constitución.
De este modo, los poderes en realidad no solo no se limitan sino que tampoco se monopolizan. Cada poder realizar varias funciones y esto permite a cada uno concursar en las funciones del otro lo que, en principio, debería aportar mucha más pluralidad a la representación política. Ahora bien, igual que los poderes deben estar separados pero no deben confundirse con las funciones, tampoco podemos confundirlo con la separación de los órganos. Sucede así con el poder legislativo, dividido en dos cámaras independientes que confluyen en la elaboración de leyes.
Llegados a este punto, uno se pregunta entonces si existe división real o todo es una convergencia de intereses entre lo que podríamos llamar el Estado como estructura y poder, y las funciones cuando estas no son el resultado de la representación popular. Pensemos que Montesquieu elaboro su teoría en un momento en el cual era evidente la existencia de un único poder encarnado en la monarquía absoluta, junto a la cual existían nobleza y pueblo. Para cada uno de ellos estipulo un poder, de forma que, asumiendo la imposibilidad de que ninguno de los tres ocupara el puesto del otro (nadie podía ser rey, más que el rey, y ninguno noble iba a acabar siendo «pueblo»), se controlaran y equilibraran. Su idea, en realidad, estaba más cerca de la Edad Media (pactismo) que de la Contemporánea.
En cambio, hoy en día el modelo constitucional que poseemos no genera poderes independientes por el mismo hecho de que la sociedad no genera espacios estancos de pertenencia. Es más, se produce, como han puesto de relieve las últimas elecciones, una situación paradójica por la cual acceden a la representación del poder personas sin especialización política. El único poder político real es, pues, el pueblo soberano, y lo que establece la Constitución es una separación de funciones más que de poderes.
De hecho, al hablar de división de poderes, estamos haciendo una interpretación cerrada de los mismos que implica que no se puede pasar de uno a otro. Es lo que sucede cuando vemos a un juez dejando los tribunales para dedicarse a la política, a un político que deja su carrera parlamentaria para hacerse abogado o el bloqueo que se hace desde la estructura Gobierno más Mayoría Parlamentaria al Congreso cuando se intentan llevar a cabo iniciativas legislativas de partidos que no tienen mayoría. La mayor conculcación de derechos de la democracia actual es cuando solo se permiten leyes fruto de mayorías y no de consensos parlamentarios. El siglo XXI, en cualquier caso, no es el XVIII, por lo que no podemos esperar que la división absoluta de poderes planteada por Montesquieu sea un modo de resolver esto. Cuando se dice con demasiada ligereza que en España no hay separación real de poderes, se están mezclando las churras con las merinas. La monarquía absoluta dieciochesca necesitaba de controles independientes debido a la imposibilidad de ejercer la soberanía popular. Hoy, en cambio, la existencia de esa soberanía como único poder permite que las funciones sean repartidas entre los poderes como forma de equilibrio.
No obstante, probablemente ni el mismo Montesquieu se planteó una separación real de poderes, sino más bien una colaboración entre los mismos. Se trata de crear un sistema de equilibrio y control entre los poderes, de forma flexible, que permita el funcionamiento de las instituciones. Esta interdependencia entre poderes es lo que permite la cooperación a la hora de tomar decisiones políticas. Desde esta perspectiva la teoría de Montesquieu estaría más encaminada a la vinculación de poderes que a la absoluta separación de los mismos. Puede verse, por ejemplo, en el funcionamiento institucional de EEUU. Siendo un régimen presidencialista, y teniendo éste capacidad de iniciativa parlamentaria, es el Congreso y el Senado el que aprueba la ley y su partida presupuestaria. El presidente puede, como sucede en España con el Gobierno, aprobar leyes por decreto. Sin embargo, al corresponder al legislativo la capacidad presupuestaria, puede simplemente vaciar de sentido la ley como hizo en España el PP con la Ley de Dependencia. Asimismo, el poder legislativo en EEUU puede sacar adelante leyes a las cuales puede negarse la presidencia del país. No hay mezcla de poderes, sino interdependencia de funciones ya que obliga a todas las partes a llegar a acuerdos, muchas veces consiguiendo que congresistas y senadores del partido contrario voten a favor de tus leyes. Hay un verdadero contrato clientelar oficial entre votantes, electores y políticos.
Por supuesto, también existe la posibilidad de bloqueo. En este sentido, países como España tienen, en realidad, una mayor fluidez democrática ya que, sobre el papel, el poder legislativo puede funcionar y ejercer su capacidad ejecutiva hasta los límites que marca la ley sin que exista un gobierno constituido, como sucede ahora mismo. Es decir, aunque se extendiera la formación de gobierno durante varios meses, si hay voluntad política se pueden aprobar leyes que son de obligado cumplimiento y amparadas por el poder judicial. En este sentido, el poder ejecutivo vuelve a su lugar real, un lugar menos poderoso que el legislativo ya que es la cámara de representación la auténtica depositaria de la soberanía nacional, y no el gobierno de turno.
El problema es que el modelo en el que nos basamos, repito, sobre el papel, surge antes de que existieran lo partidos políticos. Es por ello que en la práctica nos encontramos el problema de funcionamiento que se observa en nuestro país. Si un partido obtiene mayoría parlamentaria suficiente, el jefe de gobierno acaba siendo el líder del partido mayoritario. Esto si vulnera de facto la realidad democrática: cuando un mismo partido y líder ocupa al mismo tiempo mayoría parlamentaria y poder ejecutivo. No es una desviación del principio de división de poderes, es una quiebra total del mismo.
Es fácil, sin embargo, argumentar en España que esto no es así porque los diputados no se deben legalmente al electorado ni a los partidos que los proponen.
Sirvan dos ejemplos. Gómez de la Serna fue imputado y con escuchas publicadas que lo condenan, como mínimo, ante la opinión publica. En un partido lleno hasta la medula de casos de corrupción, no solo consiguió por sus débitos clientelares que el PP lo pusiera como suplente en la mesa permanente para mantener su condición de aforado durante la campaña electoral, sino que, además, salió como diputado en las listas. De poco importa que luego dejara el partido: ha conseguido seguir de representante del pueblo que, por otra parte, lo ha elegido. ¿Qué puede conseguir en cuanto a iniciativas legislativas para quienes lo han votado una persona manifiestamente corrupta? Nada, todo lo ha conseguido para él. Con la connivencia de su partido y de los votantes abnegados del mismo.
El segundo ejemplo es el de todos y cada uno de los diputados del parlamento. Surgió el aparente escándalo de los cuatro grupos que pedía Podemos. Las excusas para negárselo eran, por ejemplo, que aspiraba a tener cuatro portavoces y cuatro partidas presupuestarias. La pregunta es, ¿no es esto de hecho una forma de representación más real? Es decir, cuando los partidos asumen que todo su grupo parlamentario es un bloque monolítico en el que los intereses de los representados por Cuenca son los mismos que el de los representados por Pontevedra, se está vulnerando la garantía de representación. En otros sistemas, como el citado americano, el representante de Wisconsin o del Condado de Kent, responde directamente ante los intereses de sus votantes, que pueden ser desde la construcción de una presa a un simple polideportivo. En cambio, cuando se ha pedido en nuestro Congreso que los intereses agrupados de forma regional tengan voz y voto, se ha puesto el grito en el cielo. La propuesta de Podemos era, guste o no, mucho más democrática que el modelo que utilizan actualmente los partidos. Piensen, por ejemplo en Rubalcaba, el santanderino que iba en su momento en la lista por Cádiz. Aun le están esperando por allí.
¿Cómo se consigue ratificar de iure esta situación? Mediante una redacción confusa. La Constitución utiliza de forma indistinta los términos Poder y Función sin aclarar sus parcelas conceptuales. El judicial es un poder según el Titulo VII, y el ejecutivo una función, pero luego dice que el legislativo es una potestad. De esta forma pretende hacer una división al modo clásico de entender a Montesquieu. El texto constitucional dice que las Cortes controlan al Gobierno, lo interpela y nombra comisiones de investigación. Ahora bien, es el Gobierno quien tiene también capacidad de control a las Cortes y al Poder Jurídico. En el momento en el que se nombran desde la política los jueces del Supremo o, por el formato de sufragio, y como se ha dicho, el partido mayoritario es partido de gobierno, se impone a las Cortes la forma en la que transcurre la vida parlamentaria. Debates, comisiones de investigación, iniciativas parlamentarias, todo queda reducido a la voluntad de quien lidera el partido.
Si nos paramos un instante a valorar este entramado legal, la realidad es aún más dolorosa. Por ejemplo, en una legislatura de mayoría absolutismo como la que ha ostentado el PP, como en su momento la tuvo el PSOE, todo quedaba reducido a la voluntad de una sola persona. Debido al funcionamiento interno de los populares, donde ni una mosca se mueve sin que lo sepa el Líder del partido, su Presidente, cualquier iniciativa legislativa, cualquier mandato, gestión, dirección política, etc. queda al arbitrio de su decisión. Rajoy, no obstante, ha sido un presidente incontestado pero consultivo en sus decisiones. En cambio, Aznar o Zapatero fueron mucho más «tiranos». En la práctica, con los anteriores gobiernos socialistas y populares el país no estaba en manos de un partido, sino de una única persona.
Si esto es así, ¿dónde se controla que el poder del Estado no sea absoluto? en la piedra angular del constitucionalismo español de los dos últimos siglos: los municipios, a los que ahora se suman las autonomías. De acuerdo con el artículo 137 del Título VIII, al organizarnos verticalmente en el territorio existe un nivel de competencias municipales y autonómicas que permiten la aparición de verdaderos contrapoderes al poder del Estado incluso perteneciendo al mismo partido. Quizá el PSOE sea, de hecho, el mejor ejemplo pero no es el único. Al PP también le han surgido los llamados «barones» y «baronesas» que han servido en ocasiones para marcar los límites de su iniciativa parlamentaria. Pedro Sánchez sabe algo de esto, sin duda. Pero también lo saben Carmena o Colau que han obtenido un poder bastante amplio perteneciendo a partidos que no están, ni siquiera, en el Congreso (la situación de Colau y su plataforma política es algo confusa y más ahora que le han surgido ínfulas monclovitas). Es verdad que los ayuntamientos no hacen leyes, sino reglamentos, pero cuando hablamos de reglamentar para millones de personas, hay bastante poder en ello. Por no hablar del marco específico del País Vasco y Navarra cuya estructura los convierte en verdaderos estados dentro del Estado.
Fernando de Arenas
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