Hace poco un buen amigo que se dedica profesionalmente a algo tan solemne como ensimismado como es la crítica de cine tuvo la amabilidad de invitarme a una conferencia sobre pioneros de la teoría del cine español de posguerra. Era difícil determinar quiénes éramos asistentes de cortesía y quiénes invitados genuinamente interesados. Normalmente estos últimos suelen estirar el cuello y parpadear a un ritmo menor de lo habitual que el resto, sonreír a bromas del mundillo y asentir ante nombres tan de sobra conocidos que a los profanos de la sala no nos queda más remedio que desviar la mirada en un intento de disimular que no se tiene ni la menor idea de toda aquella genealogía. El problema con las conferencias de expertos es que suelen ir dirigidas a expertos. El problema con los divulgadores es que los expertos los odian por, a veces, tratarse de expertos que no hablan para otros expertos. Pues bien, en algún momento de la charla alguien mencionó de pasada el nombre de Juan Pablo Rojo, al que definió por el apelativo bajo el cual él mismo, es decir, el señor Rojo, tuvo la modestia de presentarse en sociedad: El Cid del Cine Español. Tal cual. Le pregunté a mi buen amigo sobre si la autenticidad de este personaje ya que, según lo contado en los escasos minutos que le dedicaron, Juan Pablo Rojo fue poco menos que el último estertor de la ancestral factoría española de exploradores desquiciados e iluminados por una misión tan absurda como fascinante.

Una semana más tarde tuve la suerte de tener entre mis manos uno de los cien ejemplares autoeditados de Pocos pero suficientes, probablemente una de las autobiografías menos consideradas para con el lector jamás escritas, tan repleta de símiles dadaístas como de digresiones cuya intención no puede ser otra que arrepentirse de lo que se ha empezado a contar veinte páginas antes. Esta es, más o menos, parte de lo que Juan Pablo Rojo creía que era su vida.

“Yo creo que lo que hice fue notable. No diré sobresaliente, porque la soberbia es el pecado de los franceses, pero no tengo que volverle la cara a nada de lo que he parido en este santo país.”

1940. Terminada la guerra, el antiguo Jefe del Departamento Nacional de  Cinematografía durante la Guerra Civil, Manuel Augusto García Viñolas, funda Primer Plano, aquella publicación semanal de cinematografía cuyo motor editorial se veía alimentado por las dudas existencialistas de la Falange Española en torno al arte y la cultura: ¿Qué significa ser español y cómo puede reflejarse a través del cine?

En España, los debates y las decisiones sobrepasan generaciones y generaciones hasta que, o bien nos invaden o bien estalla alguna guerra o se muere algún dictador. Y vuelta a empezar.

 

“(…) de lo cual concluyo que la supresión intencionada de elementos tan comunes y afines a nuestra patria como el sainete o la joie de vivre andaluza no solo amordazan un reflejo auténtico y fiel de la tan anhelada silueta idiosincrásica hispánica, sino que, además, menguan muchos de los valores representados por nuestro general Francisco Franco” (Primer Plano, nº128)

 

Sin embargo, como por suerte o por desgracia suele ocurrir a este lado de la frontera transpirenaica, las corrientes ideológicas, los totalitarismos, el Renacimiento o el neoconservadurismo nunca son exactamente la clase de bloque sólido e implacable que son ahí fuera. Sí, Primer Plano era tan falangista como las glándulas sudoríparas de Jose Antonio, pero, a su vez, y teniendo cierto grado de amistad con alguno de los responsables, uno podía discrepar sobre cualquiera de las inquietudes impresas en las páginas marrones de la revista. Como hiciera Edgar Neville. O Gutiérrez Rojo, padre, mentor y fantasma acosador del último antihéroe kamikaze del cine español. De él son las palabras del fragmento anterior, su tercer artículo desde la fundación de la revista. Y sobra decir que el último. Tal vez emplear expresiones como joie de vivre fue demasiado.

 

“Falange se lo veía venir de algún modo. Quiero decir que a Franco nunca le gustaron esos tíos porque Franco al final no le entraba por el ojo nada ni nadie que tuviese una intención clara. Por eso cuando las JONS quedaron para murmurar en las plazas de los pueblos sobre un futuro alzamiento mucho más efectivo y todas esas historias, mi padre cayó en gracia a los mandamases de cinematografía que vinieron después. Coño, mi padre era tecnócrata antes de que nadie supiera lo que significaba”

 

Mucho antes de eso, el señor Gutiérrez Rojo debía aceptar que la libre crítica apoyada en ser amigo de los editores se le había ido de las manos.

 

“Lo de escribir sobre cine era una afición, como la casa de Huesca a la que íbamos a partir de mayo. No sé a qué se dedicaba exactamente. Era empresario marítimo. Todo el día ahora en Galicia, ahora en Valencia. Me han llegado a decir que si estaba metido en la explotación del contrabando, que es algo que todo el mundo sabe ya, quiero decir, que no es un secreto que un montón de funcionarios del Ministerio de Interior de entonces se convirtieron en auténticos hampones de la noche a la mañana. ¿Si papá era un delincuente? Pues no, no lo creo. Tampoco un santo varón. Aprendió la lección cuando le largaron de la revista.”

Por alguna razón, Juan Pablo dedica extensos pasajes en tercera persona al trato con su progenitor durante la adolescencia. Y a rocambolescas acrobacias lingüísticas.

“Volvía en verano, a Huesca, donde la casa de mis padres cuando Madrid se transformó en una cloaca de resentidos. Juan Pablo ya había mantenido sus primeras relaciones sexuales y veía la vida familiar como un nido vacío en el cementerio del que sus padres eran los vigilantes, antes interpretados como amantísimos dueños capaces de manipular y controlar a su antojo la deriva de aquel páramo de muertos”

A nivel pictórico, lo más parecido al estilo y el contenido de Pocos pero suficientes sería una pila de lienzos de expresionismo abstracto ardiendo en mitad de una guardería. Juan Pablo Rojo se lanza de cabeza al lirismo trascendental en un párrafo para salir disparado inmediatamente a la retórica de guateque decadente.

“Solo he leído veinte libros en toda mi vida. No necesito más. Cinco son de Pío Baroja, el mayor descubrimiento de mis años de bachiller, el maestro de las mejores frases de este libro”

En cualquier caso, independientemente del concepto de sí mismo como hombre de letras, Juan Pablo Rojo no desaprovechó la oportunidad de abrirse paso a machetazos a través de su vida mientras (PRESUPOSICIÓN) tecleaba enloquecido con ambos dedos índices.

“De mi padre poco quedó. El muy impresentable había estado manteniendo relaciones extramatrimoniales con una inglesa de Gibraltar, a la que dejó de ver cuando cerraron la frontera a cal y canto tras la guerra. Casualmente justo entonces nací yo, en 1942. Casualmente cuando se le acabaron los viajes de placer decidió centrarse en su familia española. No solo le estaba poniendo dos cuernos como dos cirios a mi buena madre sino que, para más inri, pecaba con una sucia ciudadana de un país que nos despreciaba como nación solo por haber salido victoriosos de una guerra que les importó tres narices. ¿Habría delatado yo a mi padre de haberlo sabido a una edad mucho más propicia para sentirme herido en mi orgullo por este acto de traición a pequeña y gran escala? No estoy seguro. Pero en cuanto al patrimonio acumulado con su trabajo como funcionario facineroso no me cabe duda que la furcia inglesa se quedó con más de la mitad.”

En efecto, Juan Pablo Rojo decide desvelar la fecha de su nacimiento en la página 47 de su autobiografía y tan solo como dato de apoyo para la historia de infidelidad marital del padre con el que mantenía una relación de afecto bipolar. Para quién o con qué finalidad escribía la historia de su vida es un dilema literario que no queda nada claro. Por ejemplo, si les come la curiosidad por averiguar qué fue de la totalidad del patrimonio de Gutiérrez Rojo, se van a quedar con las ganas, porque el hijo decide obviar intencionada o inconscientemente cualquier referencia a cómo logra reunir parte del dinero que le correspondía a él y a su familia como herencia. ¿Herencia de qué? Del señor Rojo Padre, claro. ¿Y cuándo y cómo fallece este hombre? Pues para eso tenemos que remontarnos 200 páginas adelante, donde en un ataque de pastosa melancolía, Rojo Hijo cuenta que

“… ultimando los preparativos de un viajecito a Santorini, donde mis compadres del internado y yo teníamos entendido que las chavalas italianas de posguerra se estaban liberando sexualmente, me llegó la noticia de la muerte de papá. Cuánto pesar inesperado frente a una maleta donde me disponía a transportar ilusiones de juventud ensoñadas en las carnes de muchachas que bien podrían ser españolas, pues a las de otras partes ni nos acercábamos. Demasiado exóticas y misteriosas como para hombres tan inexpertos en esto de conquistar y donar placer. Mi padre, caí en la cuenta entonces, ya lo había hecho. Qué espasmo revelador recibir la losa de su fallecimiento en el mismo instante que iba a, tal vez, continuar sus pasos cortejando mujeres de una tierra allende los mares. No fui.”

De alguna forma, Juan Pablo Rojo es incapaz de contar un solo pasaje de su vida de forma directa. Todo son suposiciones, conexiones de anécdotas y hechos ligeramente insinuados. En más de una ocasión uno ni siquiera puede estar seguro de que haga referencia a acontecimientos que alguna vez hayan tenido lugar en nuestra dimensión.

“Antes de partir definitivamente de la casa familiar en Huesca hasta no sabía cuándo, decidí dar un agradable paseo por la finca. Cerca de un murete me crucé con una vieja vestida a la manera aragonesa pero todo de negro. Le pregunté que cómo iba la cosa, que es lo que suelo preguntar a la gente con la que tengo confianza. Todos los hombres y mujeres del campo aragonés son gente de mi confianza. La vieja me respondió que la Virgen había estado allí. En zonas rurales es habitual oír testimonios de esta catadura. Seguí con mi paseo y dudé de si las apariciones de la Virgen tendrían ese poder si en lugar de una carita tersa e inmaculada se apareciese alguien como mi madre por aquel entonces, una señora a la que la edad no hizo justicia alguna. Quise volver y saber más pero la vieja desapareció. A día de hoy me parece un misterio total si aquel encuentro fue una señal o una de las muchas casualidades de Juan Pablo Rojo”

Hasta que toca hablar del cine español, claro.

“Estaba entonces con la mujer de Nieves Conde, a la que mi madre y yo le debemos la cordura de los años posteriores a la muerte de papá lejos de casa. Conde era un mequetrefe de mucho cuidado. Una vez fui a ver cómo dirigía una película y allí nadie le hacía ni puñetero caso. Vi ante mí una industria que pedía a gritos una mano profesional capaz de poner las cosas en su sitio, sin carcamales tirando el dinero en peliculillas de poca monta sobre problemas de catetos. ¿Por qué no podía prosperarse a base de un negocio que ya había dado sus frutos en países tan parecidos a España como Italia y otros muchos más? Ya sabía a dónde iba a mover el dinero de papá”

 Isaac Reyes Domínguez