El carnaval es la fiesta transgresora por antonomasia. Es la época ideal para decir lo que se piensa y quebrantar las normas (curiosamente, siempre dentro de un orden), liberándose de los cotidiano. Cuando el disfraz y el personaje poseen a la persona esta se libera de su yo para convertirse en un alter ego con licencia para desafiar unos límites que normalmente no puede rebasar. 

 

“Mi papá tiene un amigo que se llama Felipe,

que a su vez tiene un amigo que se llama Manolo.

Y Manolo es muy amigo de un tal José Luis,

que se portó muy bien conmigo y me hizo un hueco en Madrid.

Y como a mí todo me da igual, me colocó de Ministra de Igualdad.

Yo soy más igual que tú,

churú chuchurú chuchú,

 yo soy más igual que tú”.

Las Cortesanas, Carnaval de Cádiz de 2009.

 

En los siglos XVI y XVII (¡qué se parece el mundo actual al siglo XVII!) el carnaval se convirtió en la fiesta más importante del Sur de Europa. Su éxito residía en el hecho de crear una gigantesca representación de acontecimientos más o menos estructurados. Tiempo de éxtasis y liberación, el carnaval era un gran teatro donde se rompían los tabúes de forma fuertemente ritualizada, un desorden institucionalizado en el cual todos se podían identificar con el efímero caos (el Miércoles de Ceniza se volvía al orden). Es, en definitiva, una forma de dar salida a las tensiones sociales y a los instintos reprimidos por la cultura. Una válvula de escape a través de la cual purgar resentimientos y compensar frustraciones.

 

“Un banquero es alguien que te da su corazón

a un tres y medio por ciento”.

Las Verdades del Banquero, Carnaval de Cádiz de 2013.

 

Tres eran los grandes temas del carnaval: el sexo, la violencia y la comida. Las representaciones gráficas son muy particulares al respecto pues, frente al espléndido Don Carnal, hombre gordo, alegre y rubicundo, aparecía Doña Cuaresma, una mujer vieja y fea rodeada de pescado. Esta oposición entre el opulento carnaval (conocido en Francia como les jours gras) y la austera cuaresma (jours maigres) nos da idea de la importancia del exceso en el comer durante una fiesta consagrada a la abundancia. Una fiesta no exenta tampoco de violencia, que se manifestaba de manera verbal y física a través de batallas fingidas. Se daban incluso actos de violencia más seria y hasta asesinatos, generalmente consecuencia de viejas rencillas o disputas amorosas.

Pero si había un tabú a romper en el carnaval, ese era el  sexo. Nexo de unión entre la carne y la violencia, las celebraciones estaban repletas de continuas alusiones sexuales. De hecho, se celebraban bodas falsas, predominaban los símbolos fálicos y resultaban relativamente comunes los casos de “travestismo”. Durante los días de la fiesta se hacía la vista gorda con los delitos de infidelidad y adulterio, algunos penados durante el tiempo ordinario. Esta sexualidad abierta no se aceptaba moralmente pero se consentía, interpretándose como un desorden antinatural, negativo… pero tolerado y en cierto modo necesario. Aunque solo fuera por unos días.

 

“Comprendo tu malestar,

los hijos son siempre un cargo,

si no que se lo pregunten

al pobre del rey Juan Carlos.

Su majestad toa la vida

ha sabido comportarse,

y con tal de no matar

a los yernos, el chaval

prefirió matar elefantes.

Los Optimistas, Carnaval de Cádiz de 2013.

 

La siguiente pregunta surge ahora de manera natural. ¿Es el carnaval necesario? Sí, especialmente en sociedades donde la represión es muy elevada, como en el caso de la cultura católica. El carnaval cumplía varias funciones en la Edad Moderna. La primera y principal era su labor de entretenimiento, siendo un buen espectáculo con el cual distraerse de las preocupaciones diarias. También servía para reforzar la solidaridad interna de la comunidad, pues mediante burlas contra el extraño y ataques a los elementos inmorales de su estructura se daba escape a la indignación. El grupo refuerza su personalidad y reequilibra las injusticias durante la fiesta, perpetuando el sistema. Ello convierte al carnaval, irónicamente, en una forma de control social y en una defensa de la costumbre frente a quienes quieren agrietarla. La ritualización de la fiesta es un aspecto más de este control: las competiciones reguladas entre grupos (pensemos en el concurso de agrupaciones del Teatro Falla en Cádiz o los desfiles de las escuelas de samba en Río de Janeiro) o el nombramiento de una reina del carnaval no dejan de ser formas civilizadas de ordenar y canalizar la violencia y la sexualidad.

 

“Como está la cosa,

la cosa está fatal,

con tantos recortes

esto va a explotar.

Rajoy me amarga la vida,

tiene a to’ el mundo cagao,

pero él dice lo que piensa…

¡Hijo puta!».

  Los Recortaos, Carnaval de Cádiz de 2013.

 

Como decíamos antes, el ser humano ha cambiado poco desde el siglo dieciséis hasta hoy. Los principales carnavales de España siguen manteniendo la misma estructura que entonces. Probablemente lo que haya cambiado, empleando una terminología marxista, sea la supra-estructura de la fiesta. Con todo, asumiendo la fuerza de los argumentos expuestos, el carnaval mantiene un espíritu subversivo por la imposibilidad del sistema de controlar elementos contestatarios que surgen naturalmente. El hecho de que la mayoría sean absorbidos es muestra del cambio al que obligan.

El carnaval es también un marco donde se vuelca la solidaridad y la genialidad de muchas personas cuyas acciones acaban revirtiendo en beneficio de la comunidad. La originalidad y la gracia de las letras de las chirigotas, comparsas y coros gaditanos, por ejemplo, han convertido a esta bella y milenaria ciudad en uno de los centros del carnaval en España. Hay agrupaciones que realizan actuaciones por toda la geografía nacional y existe una potente “industria” que dinamiza económicamente una de las zonas más deprimidas del país. Pero su verdadero valor reside en la forma de entender la vida, con valores propios y contrarios (a la vez que complementarios) a los de la sociedad de mercado. ¿Acaso hay hoy algo más subversivo y contestatario que eso? 

 

Francisco Huesa Andrade (@currohuesa)