Lo normal cuando alguien empieza a leer un artículo hoy en día sobre alguna corriente filosófica, política o artística es que se acabe citando al Postmodernismo como forma de explicarlo todo. Esto conlleva que inmediatamente vamos a recurrir a un modelo que va más allá de los presupuestos que cimentaron nuestra cultura desde la Ilustración hasta buena parte del siglo XX. Una de las influencias más importantes de este cambio se produjo en la geografía materialista que dio una gran importancia a los espacios donde tenía lugar la vida. Así, se idealizó la ciudad como sitio privilegiado para las artes y el desarrollo de las sociedades. El suburbio y el campo eran concebidos como el espacio del conformismo frente a la vibrante fuerza de la ciudad.
La nueva concepción del espacio postmoderno.
Este aspecto, aunque parezca trivial, es importante para entender el desarrollo de la literatura de Foster Wallace en la cual la relación entre suburbios, extrarradios, campo y el centro de las ciudades aparece más bien como una red conectada de sinergias y confluencias. La posición más conocida del autor sobre esta cuestión aparece en su ensayo “E Unibus Pluram: Television y Ficción en EEUU” (1993), que constituyó un verdadero manifiesto para los escritores de su generación. En él Wallace argumenta que los escritores americanos por debajo de los 40 años (de entonces) habían estado condicionados por un mundo donde la ubiquidad de la televisión era un hecho. Dentro de este mundo, la estratificación opera más por generación que por región. Los jóvenes se sienten más interrelacionados por aquello que consumen a través de los medios que de acuerdo a proximidades geográficas.
Frente a la posición décadas antes de Saul Bellow que negaba cualquier posible influencia de la televisión, Wallace sugiere que esa media de seis horas de consumo multimedia en el que los jóvenes son entrenados llega a crear en toda una generación un imaginario común de aspiraciones, un espejo donde verse y un lugar común soñado. Wallace no pretende ser didáctico. Trata de reflejar un estado de la cuestión. En “Hablemos de langostas” (2004) retrata las fiestas entorno a este animal que se llevan a cabo en Maine desde el punto de vista de la propia langosta. Se pregunta si los intentos aparentemente desesperados de las langostas para evitar ser sumergidas vivas en agua hirviendo no deberían plantear preguntas incómodas sobre las estructuras de poder implícitas codificadas en las ideas tradicionales de la autoridad humana: «¿no es posible?», pregunta. ¿Que las generaciones futuras considerarán nuestras prácticas agrícolas y alimentarias actuales de la misma manera que ahora vemos los entretenimientos de Nerón o los sacrificios aztecas?”
La idea del posthumanismo.
Aparte de abordar los problemas de las divisiones tradicionales entre humanos y no humanos, la idea del posthumanismo, según N. Katherine Hayles, surge de una situación en la que «los objetos materiales están interpenetrados por patrones de información”. Significa el fin de lo humano o de la humanidad. Pone en cuestión en definitiva el supuesto liberal del sujeto humano como sujeto soberano de sí mismo y de sus decisiones. Si la aparición de la posmodernidad puede atribuirse contextualmente a las consecuencias de la II Guerra Mundial, el posthumanismo encontró un camino a partir de las preocupaciones identitarias surgidas a finales de los 70 y comienzos de los 80.
Es esta pertenencia al posthumanismo lo que llevó a Wallace a desmitificar la figura del autor y a restar importancia a la biografía del mismo en la creación artística. Él se mostró siempre más interesado en el camino que recorre un artista para comprimir su entorno cultural en una obra y formar parte de ese espacio común que constituyen los símbolos, costumbres y acciones que unen a una generación.
Es quizá por ello que la ficción de Wallace construye una versión más afectiva del posthumanismo. La visión familiar postmoderna de escritores como Don DeLillo estaba investida de sentimientos y emociones humanas. En cambio, la visión de Wallace no es solamente una introspección o un arrebato de melancolía sobre valores perdidos. Lleva a cabo una reflexión distante por ser filosófica pero íntima por constituir un modelo de símbolos identitarios comunes a nivel generacional. Nos permite intuir en su escritura disruptiva y en su énfasis en el enorme poder de la imaginación que el posthumanismo puede ser usado no solamente para entender la influencia de la tecnología en la cultura sino al mismo tiempo cómo se usa la propia tecnología para generar un nuevo modelo de relaciones emocionales.
La trayectoria formativa y profesional de Wallace le permitió conocer de cerca muchos de estos aspectos. Nacido en 1962 en Illinois, estudió Filosofía con una especialización en Matemáticas y Lógica. En 1987 publicó su primera novela (La escoba del sistema) y tres años después comenzó a dar clase de escritura en la Universidad Estatal de Illinois publicando ese año un trabajo de no ficción sobre el hip-hop. Su mayor obra, La broma infinita, salió a la luz en 1996 y desde entonces se convirtió en un auténtico clásico contemporáneo de la Literatura. Además, su labor como ensayista fue excepcional como refleja la espectacular reflexión sobre el paso del tiempo y el capitalismo en Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer.
Muchas de las historias de Wallace buscan discrepar explícitamente de las dimensiones reflexivas del postmodernismo tratando de usar las perspectivas humanas para subvertir una cultura de imágenes corporativas donde las leyendas de la televisión se han naturalizado. El espectáculo televisivo ha sido antropologizado. Aquello que el postmodernismo albergó como espacio de reflexión no es más que puro pasatiempo. En cierto modo, la literatura de Wallace nos anunció el mundo actual en el cual no importa la narrativa detrás de lo emitido sino el consumo del mismo.
Quizá el paralelo más interesante lo encontremos en la filmografía ficticia que Wallace trazó para John Incandenza en La broma infinita. El contenido de dichas películas, explicado con terrorífico lujo de detalles en las notas a pie de página, profetizó el modelo de consumo audiovisual que hoy en día imponen las series. El consumo de las mismas se ha vuelto enfermizo, perdiéndose el sentido original de periodización que daba carta de naturaleza a la opción de una narrativa segmentada en capítulos frente a una continua como en el cine. Se ha perdido el uso humano del medio para convertir al propio ser humano en el medio, en este caso, un medio para el beneficio empresarial.
El espacio común compartido y su disociación.
En ¿Para quién es divertida la casa encantada? Wallace reflexiona sobre un hecho de gran calado vinculado a esto que acabamos de comentar: cómo el espacio compartido, el lugar común urbano y al mismo tiempo proyectado como imaginario a través de los medios y los programas también comunes se vuelven disociativos. Ya no es un lugar lúdico, divertido, aunque sepamos que su función es esa. Es un espacio de reafirmación identitaria. Generacional, incluso. Pensemos en las conversaciones en las cuales alguien habla de pronto de un programa de su infancia y varias personas casi a coro comentan alegres y nostálgicos algunas anécdotas vinculadas a ese programa.
Muchos de los autores que admiraba Wallace (Whitman, William James, Steinbeck) estuvieron preocupados de una forma similar por llevar a cabo una literatura que supusiera una suerte de pastoral imaginativa sobre los momentos iniciales de la cultura americana. Desde su perspectiva, la originalidad de Wallace estuvo en cómo reconvirtió el tradicional idealismo americano en un entorno tecnológico alienista. En 1993 Wallace reconoció en una entrevista que mientras Barth, Coover y Nabokov fueron “indispensables para sus tiempos”, en los 90 la ironía propia del postmodernismo era simplemente un lugar común dentro de la cultura, resultando ser así algo vulgar, carente de toda innovación, justo en un movimiento que apostaba por la innovación continua como bandera.
Si bien tal validación del sentimiento común a expensas de desecar las construcciones formales no habría disgustado a Emerson o Whitman, el aspecto inusual de la escritura de Wallace es la forma en que bebe estilísticamente de las cepas repetitivas de la cultura popular y luego se remonta a esos sistemas de acumulación para explorar espectros de alteridad. En Hacia el Oeste el Imperio sigue, narra las actividades de una generación cuyos ojos se han movido como peces a los lados de su cabeza, la visión avanzada usurpada por una necesidad insensible de sobrevivir aquí y ahora. Los personajes de Wallace, bombardeados por medios electrónicos, instintivamente anhelan los refugios seguros de lo familiar. Se dice por ejemplo que el personaje de Tom Sternberg está particularmente unido a los episodios de Hawaii 5-0 “que ya conoce”. Esto permite al autor desarrollarse estilísticamente en una textura minimalista, análogamente formal al lenguaje musical de Philip Glass y Steve Reich, ambos mencionados en esta historia, donde la dinámica de la repetición crea una estructura estética poderosa y fascinante, una en la que no hay un simple «exterior» disponible. En lugar de permitirles a sus personajes una perspectiva alejada de las degradaciones de la cultura comercial a la manera de Saul Bellow, Wallace ubica a su dramatis personae atrapado inexorablemente en el vientre de la bestia. Whitman dramatizó los nuevos paisajes industriales del siglo XIX en América como la condición de las personas de las que hablaba; Wallace transforma poéticamente los nuevos paisajes digitales de los Estados Unidos a fines del siglo XXI.
Abstracción y Matemáticas.
El genio estilístico de Wallace trabaja de manera muy diferente a cómo nos tenía acostumbrada la literatura americana en general. En lugar de comenzar, como Updike, con perspectivas humanas conocidas y luego tratar (a menudo con inquietud) de hacer inferencias sobre contextos sociales y políticos más amplios, Wallace comienza con la abstracción y luego utiliza el elemento humano para subvertir patrones tecnocráticos rígidos. Esto, quizás, expone el beneficio de su formación académica en Matemáticas, Lógica y Filosofía. Escribió una historia general de las Matemáticas, Everything and More (2003), que revelaba una comprensión sofisticada de cómo se han construido varios sistemas numéricos a lo largo de los siglos. Reconoció en Everything and More la ayuda de su amigo Jonathan Franzen, autor de Las correcciones, ya que tiene una formación académica similar en ciencias y, por supuesto, en La broma infinita también jugó a sabiendas con la idea del infinito como una retórica con aplicaciones más amplias más allá de la ciencia pura.
Igualmente importante en términos de este condicionamiento hacia la abstracción es el dominio de Wallace como tenista junior: a la edad de 14 años ocupaba el puesto 17 en la Sección Oeste de la Asociación de Tenis de EE. UU. En su ensayo «Deporte derivado en el Corredor de los Tornados» escribió sobre su carrera infantil como «tenista casi genial». Señala que como habitante del Medio Oeste había «crecido dentro de vectores, líneas y líneas a lo largo de líneas, grillas y, en la escala de horizontes, curvas amplias, líneas de fuerza geográfica «, y encuentra una analogía entre los parámetros fijos de la cancha de tenis y las formas rectangulares de los estados del Medio Oeste, remarcando también ese sentido de continuidad psíquica. Las repeticiones asociadas con las rutinas del tenis convierten los caprichos de la vida humana en lo que La broma infinita describe como una forma de «ritual de piloto automático».
Precisamente es su gran obra, La broma infinita, la mejor representación de la cultura estadounidense como una espiral de obsesiones y compulsiones, un sistema laberíntico del que no hay escapatoria. El tenis, descrito como «una empresa esencialmente trágica», se convierte así en una metonimia, un emblema de estas restricciones mayores: “buscas vencer y trascender el yo limitado cuyos límites hicieron posible el juego en primer lugar”. La novela se basa en lo que la filosofía de los grupos de Alcohólicos Anónimos reconoce como “el poder personal básico de una persona individual para menospreciar los eventos realmente significativos en su vida”. Aunque el sistema “estadounidense” se basa en la libertad del individuo para perseguir sus propios deseos individuales, el texto retrata un mundo de fibra óptica, pulsos y saturación de medios, un mundo donde “a base de repetición, no tiene sentido”.
El exceso de adjetivos y neologismos de la cultura pop en la peculiar prosa de Wallace: nos dibuja un paisaje donde los objetos se han vuelto como modificados y sobredeterminados comercialmente, como refractado a través del prisma de la publicidad televisiva. Esto ata a los personajes de La broma infinita a un paisaje de depresión y anhedonia, definido aquí como “una especie de sustrato radical de todo, un hueco de cosas que solían tener contenido afectivo”. Estas abstracciones, relacionadas como están con un fracaso para conectarse con las emociones humanas, también puede ser visto como acorde con a los lenguajes abstractos de la tecnología de la información, que oscilan en binario, entre nada y uno. Es la brillantez de la ficción de Wallace para representar estas abstracciones de manera experiencial, como si fuera el interior.
Sin embargo, La broma infinita finalmente declina posicionar lo humano y lo abstracto como antitético, como categorías mutuamente excluyentes, reconociendo que “ser humano… es probablemente ser inevitablemente sentimental e ingenuo y propenso a las ganas” y rechazar de inmediato “ese mito extrañamente persistente de Estados Unidos de que el cinismo y la ingenuidad son mutuamente excluyentes”.
La interrelación de contrarios.
El campo de fuerza de la ficción de Wallace gira estilísticamente sobre la interrelación entre el humano y la máquina, entre el espíritu y la tecnología, y es significativo que los tipos de escritores por los que ha expresado especial admiración (Gerard Manley Hopkins, John Donne, Philip Larkin) tienden a ser poetas interesados tanto en los límites formales como en su transgresión, en el conflicto entre el juego libre y las estructuras cerradas: por ejemplo, del ”ritmo acelerado” de Hopkins, con su tensión entre patrones estrictos y tensiones irregulares. Esto permite que las narraciones de Wallace establezcan una dialéctica intrigante entre un discurso de deshumanización, que familiariza al cuerpo humano y lo representa cartográficamente, y una nostalgia por más formas tradicionales de identidad.
En la historia Entrevistas breves con hombres horribles, por ejemplo, el héroe traza estrategias para la seducción sexual y la perpetración de prácticas fetichistas, que se aplican a la música de Ligeti; de nuevo, hay una interacción vanguardista entre la mente y la materia, la conciencia y la encarnación corpórea. Mientras que la mayoría de las historias de Wallace toman la cultura de masas estadounidense como su punto de partida, el autor desdibuja por completo el método que atribuye a Bret Easton Ellis de personajes que representan personajes. Enumera nombres de marcas, refleja cínicamente un mundo banal y de cliché a través de más clichés narrativos. Sin embargo, ser un ser humano en el mundo de Wallace no consiste simplemente en recaer en un humanismo esclerótico, sino en buscar fragmentos de auténtica personalidad en medio de la pizca de la jerga científica y el argot del hip-hop. Una novela como La broma infinita podría decirse que implica una humanización supuesta de la sensibilidad digital.
Wittgenstein también ocupa un lugar destacado en La escoba del sistema, donde se dice que una anciana en un asilo de ancianos, Leonore Beadsman, estudió con el filósofo en Cambridge. Leonore, al igual que su maestra, cree que todo es un problema de lenguaje: “ser constituido es igual a estar atascado con sedimentos lingüísticos” y la presencia en esta historia de Vlad el Empalador, una cacatúa que habla y parodia los sistemas de lenguaje, refuerza el sentido de la novela de que “no hay tal cosa como… algo extra-lingüístico”. Se dice que el gobernador de Ohio cree que su estado está perdiendo su identidad, llegando a ser un “gran suburbio y parque industrial y centro comercial”, olvidando la forma en que este estado fue ganado al desierto.
De acuerdo con esto, planea desarrollarse como “un punto de referencia salvaje para la gente buena de Ohio”, un Gran Desierto de Ohio, o G.O.D. para abreviar. Esto habla, por supuesto, de la naturaleza ficticia, de las mitologías locales, pero también indica un interés por parte de Wallace sobre cómo las comunidades se definen retóricamente a sí mismas, una preocupación que reaparece en «Alejarse de lo que ya es bastante lejos de todo», su extraordinario ensayo de 1993 sobre la Feria del Estado de Illinois como un ritual comunitario. Wallace ha hablado de su incomodidad por la hegemonía cultural de las dos costas, a pesar de que el 90% de la población de los Estados Unidos vive en el centro del país, y gran parte de su trabajo explora formas en que el Medio Oeste de Estados Unidos es más complejo que los estereotipos periodísticos sobre los estados rojos y los estados azules nos harían creer. Al igual que David Lynch, cuyas películas admira mucho, Wallace investiga los aspectos extraños e inestables de la vida americana en los pequeños pueblos.
La piel como límite perdido.
Parte de esta extrañeza tiene que ver con la dificultad de definir una región o territorio distinto en una situación en la que el propio país se ha subsumido en su interior en sistemas multinacionales. El Sr. Bloehmer en La escoba del sistema describe acertadamente “el Medio Oeste” como “un lugar que es y no es”. El acertadamente llamado Fieldbinder ve al yo de manera similar como “en el nodo de una red de emociones en forma de abanico, disposiciones, extensiones de ese sentimiento y del yo pensante”. Los puntos de interfaz entre uno mismo y otro se resaltan aquí como nodos cruciales de intersección que permiten al yo mapear su lugar en el mundo. Bloehmer describe la piel humana como un límite crítico entre los reinos internos y externos, y continúa observando cómo los residentes del asilo de ancianos de Shaker Heights han descubierto fuerzas externas que perforan su piel hasta tal punto que “ya no es un límite viable”. La identidad, en esta formulación, es la propiedad de una máquina que funciona correctamente y que puede reconocer y negociar sus límites de origen al mismo tiempo que se posiciona en relación con esferas más grandes. En una situación en la que los políticos, la medicina y la religión (con sus canales de televisión para recaudar fondos y sus números automáticos 1-800) se han convertido en parte de este ciclo consumista, el desafío para los personajes de Wallace, como observa Sven Birkerts, es llegar a un acuerdo con el energías de “descentramiento” y redes que las nuevas tecnologías de la información han lanzado al medio del país.
En este sentido, se puede de alguna manera entender a Wallace como un escritor estadounidense tradicional, uno con afiliaciones a una tradición del realismo del Medio Oeste, así como el tipo de metafísica que impregna el trabajo de Emerson y Thoreau. Si DeLillo podría describirse adecuadamente como un antihumanista iconoclasta, Wallace es más bien un posthumano sentimental, un escritor para quien los legados del espíritu humano todavía tienen una carga catárquica. Dicha presencia residual, por supuesto, no implica la representación en los textos de Wallace de conciencia sin fracturar, sino más bien algo así como una conciencia fenomenológica de los procesos fluidos involucrados en la creación y destrucción del significado del mundo.
El “aquí” y el “allí”.
En su ensayo “Arte y espacio”, Heidegger describió la idea de localidad como paradójicamente entremezclada con lo borrado: el “desmonte produce una localidad que se prepara para habitar”, y el propio sentido de Wallace de la relación entre lo humano y lo espacial, entre el lugar y no lugar, implica formas similares de doble cruce. Esto surge, por ejemplo, en la historia “Aquí y allí”, donde el narrador contradice la idea de la homogeneidad corporativa al sugerir que “Maine es diferente de, fundamentalmente, Boston y Bloomington”. La pregunta, no tan fácil como parece, es cómo “aquí” se puede distinguir de “allí”. De esta manera, la ficción de Wallace habla de un nuevo tipo de regionalismo estadounidense, uno que se basa menos en las distintas propiedades inmanentes en cualquier lugar que en las cartografías que relacionan “aquí” y “allí” a redes globales que lo abarcan todo.
Al igual que su amigo Jonathan Franzen, entonces, Wallace tomaba los nuevos mundos de la informática y los medios de comunicación globales como algo dado, pero busca abrir espacios dentro de estas redes abstractas de tecnología de la información donde se pueden explorar las emociones y la identidad humanas. Muchas versiones de la pastoral estadounidense, que se remonta al siglo XIX, han tratado de crear un espacio protegido del cual se excluyera simplemente al progreso tecnológico: uno piensa en las historias de Sarah Orne Jewett ambientadas en el Maine rural, por ejemplo. Pero tanto Franzen como Wallace rechazan tal noción de retirada e intentan, en cambio, ofrecer una versión más compleja de la vida temporal, una que abre grietas en las estructuras monolíticas de la América corporativa y enfrenta la cuestión de la autenticidad personal incluso dentro de un marco global, del desplazamiento y la ironía. La ficción tecnomórfica de Wallace media las dinámicas de la globalización, registrando sutilmente cómo los medios de comunicación de masas impactan e interfieren con las vidas de los ciudadanos. Las narrativas de Wallace articulan formas en que la conciencia humana responde a este entorno al interiorizar las escenas locales y aprovechar la naturaleza egocéntrica del ser como una forma de cartografiarse en el mundo de un modo más amplio.
Noelia Arlandis
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