Si hay un fenómeno característico de la Edad Contemporánea es el empleo del espionaje a gran escala en el juego diplomático y político entre los grandes y pequeños Estados.
No es un fenómeno nuevo. Como tantas otras cosas en la Historia del ser humano, su origen se pierde en la noche de los tiempos y se ha venido desarrollando desde entonces: un sucio comerciante hurrita a cargo de una recua de burros es el antecesor del libidinoso 007 en el Próximo Oriente de fines de la Edad del Bronce y principios de la Edad del Hierro.
Los griegos de la época helenística y más tarde, los romanos, desarrollarán el espionaje hasta alcanzar un alto nivel de eficacia, refinamiento y por qué no, corrupción. Sus agentes secretos, (sicofantes en el caso de los primeros, agentes in rebus en el caso de los segundos), recorrían territorios recabando noticias, escuchando discretamente, transmitiendo información, como los oídos del gobierno de tal o cual soberano, deseoso de conocer los planes del Estado vecino o cualquier conspiración interna.
No hay que ser un lince para saber que su poder era muy grande. Con la simple frase de uno de estos oscuros personajes, un senador podía verse acusado de un delito de lesa majestad e invitado a suicidarse.
Más poderoso, por tanto, era el hombre que los dirigía, ya que, virtualmente, controlaba una gran cantidad de información de forma exclusiva, que filtraba según su conveniencia y presentaba según la ocasión, a veces en provecho propio.
Este tipo de personajes, moviéndose siempre entre bastidores, será especialmente significativo durante la Baja Edad Media y, sobre todo, el Renacimiento, donde, a base de cartas cifradas, venenos indetectables para la época y demás parafernalia iban a abonar el campo para el espionaje sistemático, propio de nuestro propio tiempo.
Entre los más conspicuos miembros de este selecto club de espías y conspiradores, brilla con luz propia, como maestro indiscutible, el nombre de Joseph Fouché, sin duda alguna, el precursor de los servicios secretos modernos.
Nuestro protagonista vino al mundo en la localidad francesa de Le Pellerin, cercana a la ciudad de Nantes, un día del año de 1759. Francia era por aquel entonces una monarquía absoluta, con el disoluto Luis XV en el cénit de su poder y gloria.
Proveniente de una numerosa familia de marineros, el joven Joseph, acabó internado en un colegio religioso perteneciente a la congregación del Oratorio de San Felipe Neri.
Allí, gracias a su esfuerzo personal, el miserable hijo de marineros logró hacerse con un cargo de profesor, que ejerció durante muchos años, enseñando ciencias y latín a otros niños, que, como él en su día, ingresaban en la escuela de la congregación.
Trabajador paciente y discreto, no hubiese pasado de ser un anodino profesor de matemáticas de no ser por el estallido de la Revolución francesa, abandonando la carrera docente por la política.
FOUCHÉ Y LA REVOLUCIÓN
Definido por sus contemporáneos como alguien discreto y poco dado a los excesos verbales (cualidad que le iba a ser de gran utilidad toda su vida), Fouché no tardó en vincularse, durante los primeros compases revolucionarios, al sector girondino, que era el mayoritario en la Asamblea.
Sin embargo, al producirse el acceso al poder de los jacobinos, Fouché, haciendo gala de su mimetismo político, cambia de bando y se coloca entre los jacobinos más radicales, haciendo gala de un oportunismo que, unido a su ya mencionada discreción, iban a constituir a lo largo de toda su vida los rasgos más sobresalientes de su “personalidad” (otros contemporáneos le acusaban precisamente de frío y de no tener personalidad alguna).
Disfrutando del poder con sus nuevos “amigos” y posiblemente, temido por Robespierre, fue enviado a implantar el Terror a zonas rebeladas contra el Comité de Salud Pública, del que formaba parte. Las atrocidades que ordenó en Lyon le valieron el apodo de “el ametrallador de Lyon”[1]: llegado a la localidad en 1793, procedió a su “descristianización”, para, posteriormente, crear una “Comisión” formada por sus propios colaboradores, todos no lioneses. Dicho organismo se las ingenió para condenar a muerte en unos 4 meses a 2000 personas de toda clase y condición. La mitad al menos eran los antiguos miembros del Ayuntamiento y la élite local. El resto, casi en su totalidad, inmigrantes extranjeros llegados a trabajar en la industria de la seda, desplazando a los obreros locales.
¿Se debió su actuación a un exceso de celo? Posiblemente se debiese en realidad a un intento de demostrar su compromiso revolucionario con el Terror ante sus colegas de París, que ya veían en él a un personaje sin escrúpulos. Sus víctimas no fueron más que el cimiento para su posterior carrera política, que le iba a llevar a la presidencia del Club de los Jacobinos poco después.
Sin embargo, Robespierre, gran estrella del jacobinismo (y también adicto al poder por el poder), desconfiaba de él y procuraba tenerlo controlado o, cuando menos, en segunda fila.
Entonces, en un salto prodigioso, volvió a cambiar de bando, decidido a ajustar cuentas con Robespierre.
Éste, en pleno Gran Terror, y con una crisis interna dentro de los diversos comités revolucionarios, comenzó a denunciar la presencia de “conspiradores” y destituyó a muchos diputados y agentes que a su parecer se habían extralimitado en la represión (entre ellos el propio Fouché, junto a Barras, Dubois-Crancé, Tallien y Freron). Sus adversarios creyeron que Robespierre preparaba una nueva purga y se le adelantaron.
Fouché, de acuerdo con los otros agentes amenazados por sus excesos, se dedicó a aglutinar a todos los descontentos con Robespierre, exponiéndoles que se verían en la guillotina de no eliminarlo ellos antes. Quizá exageró la situación para obtener partidarios a su bando y contar con poderosos aliados, cuando los verdaderamente amenazados eran él y sus compañeros cesados.
Así, nuestro protagonista, calificado por Robespierre como “impostor vil y miserable” logró incluso convencer a miembros del propio Comité de Salud Pública y del Comité de Seguridad Pública, destacando el prestigioso Carnot[2], para pararle los pies al Incorruptible. La suerte de Robespierre estaba echada.
Con el Golpe de Termidor, los conjurados contra Robespierre y su sector radical, eliminan físicamente a estos últimos y la Revolución entra en una fase moderada, conocida como “Directorio”, caracterizada por la aparición de una nueva aristocracia surgida de las convulsiones revolucionarias y por una tremenda corrupción administrativa y política. Un terreno abonado para el bueno de Fouché.
Sin embargo, el Directorio iba a castigar a Fouché por su pasado. Encarcelado por sus actuaciones en Lyon y posteriormente arrojado al arroyo, se las ingenió para escalar de nuevo: contactó con Barras, uno de los miembros del Directorio, caracterizado por su corrupción extrema.
Gracias a su buen hacer de forma solapada, el gobierno atajará la Conspiración de los Iguales, recibiendo nuestro protagonista como premio su rehabilitación y la entrada en el Cuerpo Diplomático. Su carrera estaba lanzada: ocupará el cargo de Ministro de Policía a partir de 1799.
FOUCHÉ COMO MINISTRO DE POLICÍA |
LA EDAD DORADA
Con una intuición fuera de serie, Fouché, en otra cabriola política y viendo la descomposición del Directorio, pondrá a sus agentes y espías al servicio del Golpe del 18 de Brumario, que iba a encumbrar a un ambicioso general estrella del momento, Napoleón Bonaparte, que asumiría el cargo de Cónsul.
Entonces Fouché revela todo su genio al frente de dicho ministerio, llegando a acumular un poder tal que Napoleón le temía por su carácter ambicioso, doble y carente de personalidad, gustos, aficiones o debilidades. Por otro lado, el Pequeño Cabo no dejaba de reconocer la utilidad de este oscuro personaje.
El bueno de Joseph, consciente de esta situación, iba a actuar de forma autónoma, cosa que irritaba a Napoleón sobremanera, usando el Ministerio y a su red de espías en provecho propio.
Para tratar de contrarrestarlo, Napoleón iba a usar a Talleyrand, otro gran conspirador que era, en esta época, enemigo declarado de Fouché.
Para 1802, con la firma de la Paz de Amiens, Napoleón consideró que el Ministerio de Policía ya no era necesario, habida cuenta del reforzamiento del poder francés. Entonces decidió aprovechar la situación y deshacerse de Fouché de modo “diplomático”: liquidó el ministerio e indemnizó a su titular con una fortuna que le iba a permitir vivir desahogadamente.
Anticipándose a toda la camada de lobos de Wall Street, aprovechó para poner su fortuna a producir más fortuna. Sirviéndose de su red de contactos y cobrando antiguos favores, obtuvo informaciones privilegiadas sobre la situación bursátil, invirtiendo aquí y allí y amasando una enorme cantidad de dinero para la época, de forma previsora ante los vaivenes de la vida política.
En 1804, Napoleón se corona emperador y reclama a Fouché, al que restaura en su viejo cargo de Ministro de Policía. Desde allí y ante las ausencias de Napoleón, va a acumular gran poder, merced a su actuación evitando una invasión británica, lo que le valdrá el reconocimiento de Napoleón y el ducado de Otranto, que detentará desde entonces.
Sin embargo, una serie de maniobras mal planificadas, le iban a llevar al ostracismo de nuevo en 1811: Napoleón, receloso, lo envía como Gobernador a Iliria (actuales Eslovenia y Croacia) para apartarlo del poder.
No será el último contratiempo: tras la conspiración de Malet y el fracaso de la campaña de Rusia el Imperio se desmorona ante los aliados, que derrotan a Napoleón en 1814, enviándolo al exilio. Aprovechando la lejanía de Fouché, Talleyrand forma gobierno y reclama a Luis XVIII su vuelta al trono.
LOS 100 DÍAS Y DESPUÉS
Poco iba a durar esta restauración monárquica: huido de la isla de Elba, Napoleón entra en Francia ante el regocijo popular. Luis XVIII se asusta y pide consejo a Fouché.
Éste, maniobrando siempre según sus intereses, no tardará en darse cuenta de la situación cambiante, que aconsejaba un nuevo cambio de bando: se contará entre los que aconsejan a Luis XVIII exiliarse en Gante (Bélgica), mientras que él se quedaría en Francia, supuestamente para conspirar contra Napoleón. No llegará a hacerlo, pues es nombrado de nuevo Ministro de Policía dentro del nuevo gobierno del Emperador.
Esta nueva aventura, sin embargo, iba a durar poco. El ejército francés es derrotado en Waterloo y Napoleón se retira a Francia, donde intenta organizar la defensa nacional.
Sin embargo, los políticos entran en juego, liderados por el ambicioso Fouché: se prohíbe por parte del parlamento, que Fouché controla entre bastidores, una nueva recluta en masa. De paso se habla también de la deposición de Napoleón.
Finalmente, este abdica en su hijo (conocido burlonamente como “el Aguilucho”), que es rápidamente depuesto por el parlamento.
Un nuevo gobierno, controlado por Fouché, negocia la vuelta de Luis XVIII al trono, que Fouché garantiza a cambio de amnistía y un ministerio en el nuevo gabinete, en un enésimo cambio de bando.
Mantenido como Ministro de Policía, se verá exiliado de facto al poco tiempo, debido a las protestas de los monárquicos. Su nuevo destino será la embajada de Francia en Sajonia.
Allí le sorprenderá la ley contra los regicidas de 1816, por la que se persigue a todos aquellos que votaron la muerte de Luis XVI. Fue uno de los pocos errores que Fouché cometió.
El Duque de Otranto recalaría finalmente en Trieste, por aquel entonces, territorio austro-húngaro, donde, rico entre los ricos, moriría en una desahogada situación en 1820.
Napoleón, en sus memorias, llegó a escribir “si la traición tuviese un nombre, sería Fouché”.
SU MÉTODO DE TRABAJO
Afortunadamente, y a pasar de que siempre fue un hombre discreto, Fouché (que sería interpretado en la gran pantalla nada menos que por Gérard Depardieu) nos dejó dos libros de memorias, a los que hay que añadir otros dos ensayos que Stefan Zweig dedicó a la figura del gran conspirador francés.
A través de ellos conocemos el método de trabajo que empleaba en su red de espionaje:
- Partir de la máxima de que cada hombre tiene un precio, siendo cuestión el averiguarlo. De este modo corrompía o reclutaba agentes por doquier entre todas las capas sociales, ya fuera mediante el pago o la extorsión.
- La importancia de la información: estableció una oficina de censura sistemática de prensa, filtrando aquellas noticias que le interesaban y silenciando otras según sus conveniencias personales.
- Oportunismo político: Fouché aunque conocía muchas conspiraciones, no las atajaba todas, sino que dejaba que algunas madurasen y llegasen al punto de ser verdaderas amenazas para Napoleón. Entonces, en el momento crítico, intervenía como Deus ex machina y arreglaba la situación de modo que la opinión pública le era favorable. En otras ocasiones, era él mismo, quien, al parecer, alentaba las conspiraciones, para luego arrestar a los complicados y hacerlos ejecutar, mostrando así que era pieza imprescindible para la estabilidad de Francia.
Con estos mimbres logró sobrevivir a las procelosas aguas revolucionarias y al Imperio, además de no ser ejecutado por los Borbones restaurados. Sirvió a los girondinos, los jacobinos, los moderados, a Napoleón y a Luis XVIII (a algunos de ellos en varias etapas) y acabó traicionándolos a todos, porque, como buen espía, Fouché, en realidad, sólo servía a Fouché.
Ricardo Rodríguez
[1] De “metralla”, o proyectiles pequeños con que se cargaban los cañones de la época. Lyon fue un gran apoyo para los contrarrevolucionarios de la Vendée.
[2] Lázare Carnot, matemático militar francés, fue miembro del Comité de Seguridad Pública durante la Convención y el organizador de los inmensos ejércitos de voluntarios que derrotaron a la I Coalición. Protector de Bonaparte, sirvió junto a este a pesar de ser un convencido republicano. Murió exiliado en Prusia tras la segunda Restauración de Luis XVIII.
Leave A Comment